Martín Santiváñez, Investigador del Navarra Center for International Development de la Universidad de Navarra
Hacia un peronismo tropical
Henrique Capriles tiene ante sí la disyuntiva histórica de aceptar el triunfo de la maquinaria estatal chavista o denunciar un fraude que ha sido construido lentamente a lo largo de tres lustros de poder bolivariano. El efecto lógico de rechazar el resultado es movilizar a la oposición y tomar la calle hasta las últimas consecuencias. El chavismo, que nació bajo el amparo del fusil, no vacilará en utilizar la pólvora, y es este hecho el que deben de calibrar los líderes de la oposición. Sin embargo, si la denuncia del fraude se limita al ámbito formal («queremos una auditoría para recontar los votos») es probable que la maquinaria chavista conjure sin problemas los reclamos de la Mesa de la Unidad Democrática. El chavismo controla el poder electoral. La revolución del siglo XXI ha tenido mucho tiempo para preparar su respuesta a las eventualidades de una votación ajustada. Por eso, si Capriles no captura la calle, sus probabilidades se debilitan.
Algo parecido sucedió durante los estertores del fujimorismo. Cuando el mandarinato compartido de Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos obtuvo la re-reelección empleando de manera fraudulenta los recursos del Estado y persiguiendo mediáticamente a los opositores, Alejandro Toledo lideró una coalición que salió a las calles y desconoció el triunfo de Fujimori. Eso, con el tiempo, fue determinante para la recuperación de la democracia. Los populismos son tigres de papel, se derrumban cuando se enfrentan a una organización con objetivos claros. El chavismo ha violado todas las leyes electorales, su propia Constitución, los principios que garantizan el equilibrio de poderes y la independencia de las agencias del Estado. La resistencia pacífica está más que justificada.
Por otro lado, el ala pretoriana del chavismo, liderada por Cabello, antes controlada por la barrera personalista del líder, hoy adquiere mayor relevancia. El pretorianismo chapista no está contento con los resultados y aspira a copar al movimiento. Esto es comprensible. Maduro ha realizado una de las peores campañas en la historia venezolana. Nadie esperaba un derroche de carisma comparable al del fundador. Pero sí cierta sindéresis electoral. Los exabruptos de Maduro han pasado factura al chavismo.
Con todo, el nuevo presidente de facto tiene un frente interno sumamente complicado. Capriles consolida su liderazgo (sería un error pensar en reemplazarlo) y la oposición avanza. Además, el pacto entre Maduro y el castrismo puede convertirse en un factor que juegue en contra del madurismo si los pretorianos exigen una política más nacionalista, un retorno a las bases, un chavismo autárquico. Los satélites corruptos del chavismo saben que el festín de Baltazar no durará por siempre y ya iniciaron su acercamiento al ala nacionalista.
No olvidemos que, en Latinoamérica, los militares son institucionalistas, su papel relevante en la construcción de las nacionalidades ha creado en ellos la percepción de que son la auténtica clase dirigente, el patriotismo en armas, los «guardianes socráticos», si empleamos una reciente expresión de Ollanta Humala. El peronismo ha persistido por su entraña popular pero también por ese origen pretoriano que influyó en su capacidad organizativa. Si la revolución bolivariana administra bien la herencia de Chávez a medio plazo tendremos un peronismo tropical capaz de lograr la alternancia en el poder, cuando no la hegemonía manifiesta. No estamos ante un escenario distópico. Sin embargo, Lula, Correa, Mujica, Dilma y el largo etcétera de los usufructuarios de la revolución bolivariana apoyan el saqueo perpetuo del Estado venezolano. Solo la audacia salvará a la oposición.