José Benigno Freire, Facultad de Educación y Psicología de la Universidad de Navarra
¿Para qué sirven los días malos?
Es inevitable que la vida nos traiga momentos duros, días malos que, no obstante, nos ofrecen también la oportunidad de aprender y de madurar.
Si aplicáramos una valoración a ese amplísimo concepto de 'vida normal', seguramente, a la larga, resultaría relativamente agradable, gratificante. Sin embargo, esa vida, inevitablemente, atravesaría días o temporadas difíciles, malas, como solemos decir: disgustos, inquietudes, problemas, tristezas, fracasos, estrés, desamores, enfermedades, dolores... Incluso, en ocasiones, parece que se entrelazan las dificultades y se pasan unos tiempos recios, peliagudos. Siempre que suceda algo así, la respuesta existencial es clara y rotunda: atajar la situación, aplicar el remedio o la solución oportuna. Todo lo demás son zarandajas, fantasías. Con esta actitud hemos de actuar siempre y en todo: ¡afrontar la realidad con decisión!
Evidentemente, por pura lógica, esta certera actitud, en la práctica, no se puede aplicar en todas las ocasiones. Hay situaciones espinosas o complejas que para solventarlas precisan tiempo; otras se enquistan; en ocasiones la solución se escapa a nuestro empeño y deseo (suele ocurrir en conflictos donde median rencores, rencillas...), etc. En definitiva, por una u otra razón, irremediablemente aparecerán días o temporadas malas. Ley de vida.
Por esa condición de inevitables, bien nos vendría exprimirles algún jugo, en vez de resignarnos a que nos amarguen, angustien o desconsuelen. He aquí la cuestión: ¿cómo aprovechar esas temporadas malas? Propongo algunas reflexiones recogidas de otros autores.
Ante las situaciones adversas las reacciones personales abarcan la gama completa de la psicología. La más frecuente, y de las más beneficiosas, es la resignación. La resignación consiste en resistir lo desfavorable con estoicismo. Pero la resignación presenta un punto débil: cubre los aconteceres diarios con una especie de paréntesis existencial para centrarse en solucionar las situaciones adversas, y así poder regresar a la vida habitual; el resto de la actividad de esos días se sortea como de puntillas. La Logoterapia (Viktor Frankl) denomina a esa postura «actitud de existencia provisional»: nos distanciamos del hoy porque vivimos pendientes de lo que viviremos después, cuando la situación desfavorable se arregle o desaparezca...
Al focalizarnos en resolver lo negativo -fastidioso-, y alejarnos de la genuina cotidianeidad, tal vez no advirtamos los menudos momentos agradables que asoman en cualquier día malo. Lo expresaba muy bellamente Tagore: «Si de noche lloráis por el sol, nunca veréis las estrellas». La noche también esconde sus encantos, encantos que no tiene el sol. Solo apreciaremos la sensación de infinitud, los horizontes serenos, el silencio seductor... si no nos embarga la obsesiva nostalgia del sol. Lo explican requetebién las personas que han superado una operación o enfermedad grave: aprendí a disfrutar los pequeños momentos; un paseo más allá del pasillo, una caricia, dormir sin molestias, salir a la calle... Consiste en disfrutar lo que toca, lo real, lo de hoy. Y ceñirse a la realidad es un criterio seguro de madurez personal.
Y otra reflexión de Lao Tse, uno de los maestros de la filosofía china: «Lo que la oruga llama fin o final el resto del mundo lo llama mariposa». En efecto, todas y cada una de las circunstancias de la vida -buenas o malas- reclaman una respuesta personal. Cada momento de la vida es una invitación a reaccionar personalmente... La respuesta puede resultar briosa o pusilánime, ajustada o alocada, recelosa o solidaria, indolente o entusiasta... Y ese conjunto de reacciones, enlazadas, construyen la personalidad y escriben la biografía.
Pero la invitación de las ocasiones adversas encierra una gran ventaja: agitan la intimidad y casi obligan a actuar. O nos abaten, o nos remueven para crecer por dentro. Séneca lo expresaba así: «La vida nos prueba». Y se lo explicaba a sus jóvenes discípulos: ¿cuándo se conoce si un marinero es un lobo de mar, ¿al pasear o descansar en cubierta, ¿con la mar chicha , no, en la tormenta, cuando la mar se encabrita, entonces se deja ver el valor y la pericia del marinero... ¡Cuándo la vida nos pruebe, entonces demostramos la entereza personal, la resiliencia, la capacidad para convertir las orugas en mariposas...! Es decir, crecer por dentro, mejorar como personas. Sabiduría psicológica que ya conocían nuestras abuelas en formato refrán: «No hay mal que por bien no venga».
Es una auténtica pena pero, en la actualidad, este lenguaje de la personalidad madura no resulta atractivo, seductor. Las sociedades desarrolladas sufrimos una asfixia de bienestar que nos ciega para apreciar los tonos de la intimidad: vivimos embobados en los brillos de la imagen que proyectamos, a pesar de lo artificioso de los filtros de Instagram... Aunque, irremediablemente, en algún momento, tropezamos con la rocosa realidad de las leyes de la vida: épocas apacibles y épocas desapacibles; tiempos de mar chicha y jornadas con la mar encabritada... Por eso, cuando la vida nos prueba, bueno será que nos encuentre firmes y sólidos, serenos... ¡sin filtros!