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Democracia liberal en el siglo XXI: crisis y desafíos

16/09/2024

Publicado en

El Norte de Castilla, El Confidencial Digital, Diario de Navarra y El Diario Montañés

Irene Lanzas |

Profesora del Grado en Filosofía, Política y Economía (PPE)

La democracia, se nos dice, está en crisis. Quizá en su mayor crisis desde que hace un siglo emergieran por Europa los distintos totalitarismos, en los famosos años veinte y treinta con los que tanto se compara nuestro tiempo histórico. Desde el balcón de nuestros sistemas políticos se divisa un complejo de viejos y nuevos problemas que ponen a prueba la efectividad de las democracias liberales (cambio climático, internet y la aceleración tecnológica, desigualdad, migraciones, pandemia o paro). Lo hacen, además, en un momento en el que las propias instituciones sienten que el suelo se mueve bajo sus pies, aquejadas por una mezcla de problemas políticos que van desde la polarización y la posverdad hasta los ya clásicos temas del populismo, la Unión Europea, la descentralización o la crisis de la representación.

La política, además, no sólo se hace en las instituciones, sino que el conjunto de la sociedad parece haberse visto afectada por ese suelo movedizo que tantas veces vinculamos con las redes sociales y con la constatación de que internet no ha mejorado la conversación pública. La democracia, nos recuerdan tantos analistas, está en crisis, pero no sabemos si esta se debe a un exceso o a un defecto del pueblo, a un exceso o a un defecto de conocimiento experto, a demasiado globalismo o, por el contrario, a demasiado localismo.

Tras décadas indiscutida, nos damos cuenta de que la democracia está en riesgo. Pero quizá convenga hacer aquí un poco de historia. La democracia no siempre gozó del prestigio del que ha disfrutado en las últimas décadas. Al contrario, desde que algunos autores griegos la describieran como la versión corrupta del gobierno del pueblo, de todo el pueblo, el nombre de la democracia era sistemáticamente vilipendiado por los grandes teóricos de la política. Solo tras la Revolución francesa y entrado ya en el siglo XIX, aparecieron las primeras reivindicaciones de la democracia, convertida ya en el horizonte ineludible del tiempo moderno, y casada, en un asentado matrimonio de conveniencia, con el liberalismo.

Nuestros sistemas democráticos tienen así, desde su inicio, varias paradojas que los tensionan internamente: por un lado, buscan hacer compatibles los derechos individuales con el gobierno del pueblo. Por otro lado, tienen que gestionar la tensión entre la autonomía de los sujetos políticos, que permite el gobierno del pueblo, con la unión que permite afrontar los grandes problemas del mundo moderno. Lo cual conduce, además, a la necesidad de perfeccionar los mecanismos representativos que permitan mantener el gobierno democrático en Estados cuyo tamaño dificulta la gobernabilidad directa.

Si hay algo propio de nuestros sistemas democráticos es, precisamente, esta tensión: tensión entre eficacia y legitimidad, entre el pueblo y la élite, entre el centro y la periferia, entre representación y participación. En este sentido, la democracia siempre ha estado en crisis, siempre ha contenido todas estas tensiones. Muchas de ellas se deben precisamente a la configuración de la democracia, que se basa en visiones contrapuestas del mundo y de lo que debería ser. Por ello, la supervivencia de la democracia también pasa por ellas. Es necesario que las instituciones sigan siendo efectivas a la hora de enfrentar los distintos problemas de nuestro mundo, pero esa efectividad es imposible si no se cuida, a la vez la legitimidad democrática de nuestros sistemas. Es decir, si no se procura que los ciudadanos puedan a la vez fijar los objetivos de las instituciones, aquellos sobre los que estas deban hacer diana, y expresar sus propias visiones del mundo.

Es posible que la democracia liberal no sea el mejor de los sistemas políticos imaginables. Quizá ya no seamos capaces de imaginar un sistema así, pero si alguna capacidad tienen nuestras democracias es, precisamente, la de no dar nunca por cumplidas las voces de las personas, la de estar siempre atenta a la ciudadanía. Por eso no deberíamos menospreciar las reclamaciones y demandas de los otros, ni deberíamos dar por supuesta la existencia o el fin de nuestras democracias. La democracia, mortal, puede morir. Pero como todo mortal, requiere nuestro cuidado.