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Ricardo Fernández Gracia, Director de la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro

Patrimonio e identidad (39). Entre lo imaginario y lo cotidiano: Roncesvalles en la Edad Moderna (y II)

vie, 16 oct 2020 11:31:00 +0000 Publicado en Diario de Navarra

 

Entre el tañer de campanas y el canto llano

La vida ordinaria de la casa, como en cualquier pueblo o monasterio, estuvo regida por el reloj y las campanas que estaban al cargo de una misma persona. A comienzos del siglo XVII, se estipuló que debía ser individuo instruido en tañer las campanas en sus diferentes toques correspondientes a incendios, días feriados, fiestas semidobles, dobles y solemnes, distinguiéndose también los mortuorios, aniversarios, procesionales, tocando más o menos rápido y con distintos tiempos, “según la calidad de la fiesta y del acto”. Al parecer, todo aquello no se había tenido nunca en cuenta en la colegiata, ya que el oficio había estado unido al de sacristán, bastante ocupado en otras diligencias del culto divino. Los toques se delegaban también en los muchachos y “con ser ellas bien grandes y sonoras, no hay regla ni orden en sus toques ni diferencias”. En aquellos momentos postridentinos, se deseaba equipararse a las iglesias catedrales, colegiatas y otros templos importantes.

También se recogió la tradición antigua de la casa, seguramente de raíces medievales, de bandear “a peso” una campana por un rato después de anochecer y salir de maitines para avisar a todos los residentes en la colegiata y que  se  recogiesen en sus casas, cerrando bien sus puertas, “por ser soledad y gran paso aquel puesto”. La costumbre en desuso se volvió a poner en práctica a comienzos del siglo XVII. Evocar la noche en los alrededores de la colegiata, sin luz, con un silencio total y la campana doblando, no deja de resultar sobrecogedor.

Las Constituciones del cabildo de 1785, publicadas en 1791, preveían que, todo lo relativo a las campanas, estuviese a cargo del sacristán menor y su sirviente.

Acerca del canto en las horas canónicas, desde fines del siglo XVI, se siguió lo estipulado en los Concilio de Trento y de Milán. El citado Juan de Huarte afirma: “Cántase en Roncesvalles todo el oficio por el canto firme, llamado en lo vulgar canto llano y con órgano grande y sonoro, bien tañido, porque siempre se busca oficial diestro. No se canta el canto figurado que es capilla de voces porque no hay posibilidad y porque la iglesia católica tiene más aprobado el primero, el cual han de saber todos, aunque sean dignidades y han de cantar so pena que en conciencia no ganarán distribuciones”.

A comienzos del siglo XVII había cuatro infantes, llamados también mozos de coro, que cantaban los versos y asistían a los maitines, de dos en dos cada semana. Ayudaban a misa y servían también en la sacristía. Se estimaba que debían ser seis, para dedicar cuatro íntegramente al canto junto a los racioneros, exigiéndoles saber canto llano y órgano.

Las Constituciones del cabildo publicadas en 1791 indican que el organista era por lo general el maestro de capilla, siendo un lego quien lo desempeñaba. Aquél tenía la obligación de tañer el órgano en la misa conventual, vísperas, completas, salve diaria y maitines y, por supuesto, en todos los actos solemnes. A su cargo estaba la distribución de partituras y cuidado en su ejecución, procurando que la letra y música estuviesen acordes con “la majestad del templo”, una expresión muy cercana en su contenido y en su forma a cuanto expone el marqués de Ureña en sus Reflexiones sobre la arquitectura, ornato y música en el templo, publicada en Madrid en 1785.

Respecto a los músicos, estaban a lo que dispusiese el maestro de capilla, el prior y su cabildo. Los infantes estaban bajo la jurisdicción del maestro de capilla, debiéndoles instruir en música, con clases matutinas y vespertinas. Recibían también 18 robos de trigo, seis ducados, vestimenta, leña. Vivían en casa propia de la colegiata.

El órgano se describe en 1587 con sus registros de flauta de octava, quincena, dieciseiscena, flautado, dulzainas y temblante. En la década de los veinte del siglo XVII hizo uno nuevo Pedro de la Plaza, que se juzgaba en aquel tiempo como gran instrumento. Ese mismo maestro contrató en 1624 un órgano para Cáseda. Las listas de organistas las publicó en su estudio M. C. Peñas.
 

Entre lo ordinario y lo extraordinario: de la caza de osos y lobos a ilustres visitas

En unas disposiciones recopiladas en 1718, se señalaba que siempre que viniese algún cazador con crías de lobos, osos o sus pellejos, se les darían dos panes y dos pintas de vino, advirtiéndose que, si el canónigo hospitalero les diese primero dos reales, no se les diese otra cosa. Esas recompensas se daban siempre que las crías o pellejos que trajesen hubiesen sido cogidos en dos leguas de circunferencia en torno a la colegiata. En las cuentas de 1713, se anotaron 8 reales a los que mataron un oso en Ibañeta, 22 reales a un hombre de Abaurrea que trajo tres crías de osos, 10 reales a uno de Aézcoa que trajo cuatro crías de lobos, 2 reales a otro de Orbaiceta por cinco crías de lobos, 2 reales a uno de Mezquíriz por un lobo y otros 2 reales a otro de Orbaiceta por tres crías de lobo.

Un capítulo interesantísimo en la vida cotidiana fue el de las visitas de prelados, virreyes, militares y altos personajes de la corte española y francesa. A comienzos del siglo XVII, el subprior Huarte afirma que llegaban huéspedes cualificados y negociantes con estos párrafos: “No quiero decir nada de la gente de lustre autorizada y calificada que suele subir en buenos tiempos de ambas Navarras y de otras partes de España y Francia, por devoción o por otros respectos, con tropas de acompañamientos, a los cuales se hace mesa franca, y no se ha visto que se haga a costa de priores que no hicieran … , semejantes personas suelen subir por las fiestas de Nuestra Señora de septiembre que llaman de las sueltas… Tampoco quiero alargar en cuanto a otras gentes que todos los días llegan a Roncesvalles por negocios, como son los arrendadores, claveros, censeros y otros administradores de las haciendas que tiene en ambas Navarras, mayormente cuando se averiguan en Roncesvalles las cuentas generales de las rentas y haciendas y las de los bustos de ganados mayores y menores, en las cuales ocasiones suelen acudir tantas gentes que cansan, inquietan y gastan”.

En tales ocasiones, por la noche, según Martín de Azpilicueta, los canónigos con velas encendidas se dirigían al hospital, denominado como Caritat, un gran edificio, semejante a Itzandegia, de más de 500 metros cuadrados. Allí estaban los peregrinos dispuestos a cenar, a los que saludaban. Los canónigos, junto a los ilustres visitantes subían a un estrado, rezando con los peregrinos por los bienhechores, nombrados expresamente. Tras la bendición de la mesa, el prior, subprior o la persona de distinción bajaban del estrado para repartir un pan, después de besarlo, mientras los ministros del hospital suministraban el resto de los alimentos, caldos, carnes o pescados, según el día, sin que faltase el vino. Sin duda, ésta es una descripción muy apta para una recreación escenográfica.
 

Las visitas reales

En 1560 pasó por la colegiata la hija de los reyes de Francia, Isabel de Valois, que casaría con Felipe II en Guadalajara a comienzos de febrero de aquel año. La mayor parte de la comitiva que le acompañaba con Antonio de Borbón, rey consorte de la Baja Navarra de Ultrapuertos y su hermano el cardenal Borbón, tras un horrible viaje complicado por la nieve y los ventisqueros, llegó a la colegiata el 5 de enero, en donde esperaban por parte española el duque del Infantado y el arzobispo de Burgos. La recepción fue en el mencionado edificio de la Caritat, convenientemente tapizado y con un estrado ricamente alfombrado y trono rojo. Siguieron los discursos del arzobispo de Burgos y de don Antonio de Borbón que, tras recordar que entregaba a los españoles lo mejor de Francia, reivindicó, como rey de Navarra, sus derechos. A continuación, asistieron a la cena los trescientos peregrinos que había aquel día, repartiendo un escudo a cada uno el mencionado duque de Vendôme y rey de Navarra, don Antonio de Borbón. En la visita que hicieron a la capilla de Sancti Spiritus, los franceses se llevaron, como reliquias, los últimos huesos de los que murieron en la batalla de Roncesvalles. Cuando la comitiva abandonó la colegiata había vara y media de nieve en lo bajo.

Felipe V visitó fugazmente la colegiata el 1 de junio de 1706 en un día primaveral y se hospedó, no en la casa prioral, sino en la del canónigo Simeón de Guinda y Apeztegui, natural de Esparza de Salazar, que antes había estado en París más de dos años como procurador de la colegiata y entabló amistad con el confesor del duque de Anjou, después Felipe V. El canónigo sería nombrado abad de San Isidoro de León y obispo de Urgel, en 1708 y 1714, respectivamente.

De la estancia en Roncesvalles, en 1714, de Isabel de Farnesio, segunda esposa de Felipe V, se tienen más noticias, en parte por la relación del jesuita Manuel Quiñones. La reina llegó el 8 de diciembre por la noche y fue recibida por el cabildo colegial al completo con repique de campanas y muchas hachas encendidas. En la iglesia, que estaba lujosamente adornada con ricas colgaduras y alhajas, fue recibida bajo palio y se cantó un Te Deum y la Salve. Al día siguiente, hubo besamanos y el 10 partió hacia Pamplona con dos capitulares que se unieron al séquito. En la estancia se gastaron 218 capones, 21 carneros y 134 libras de carnes que se compraron aparte, 300 perdices, 18 pavos, 97 cajas de conservas de diferentes clases suministradas por las clarisas de Santa Engracia de Pamplona. Se consumieron también 18 cántaros de vino rancio y el gasto en pescado de mar ascendió a 338 reales. A la reina se le obsequió con dos arrobas de dulces secos y una carga de vino rancio.

Cerraremos estos párrafos relativos a las visitas reales con la de la viuda de Carlos II, Mariana de Neoburgo que, en su regreso tras años de exilio, fue recibida en Roncesvalles el 22 de septiembre de 1738, antes de llegar a Pamplona en donde pasó la navidad. Fue la primera visita real, tras el pavoroso incendio en Roncesvalles de 1724. 


La fiesta de septiembre, denominada de “las sueltas”

Junto a las grandes romerías de junio de las cofradías mayores, la gran fiesta de la titular de la colegiata del día 8 de septiembre se denominaba de “las sueltas”. Ibarra en su monografía supone que, etimológicamente, procederá de “absolvere”. Por tanto, serían las gracias e indulgencias por visitar el santuario en tal ocasión lo que determinó el nombre. Era aquel día y el de su víspera de ferias, en que se recogían numerosas limosnas de devotos y cofrades que llegaban de Navarra, Aragón y Francia. En aras a conservar el orden y evitar riñas, desórdenes y atropellos, solía llegar un alcalde de Corte desde Pamplona con soldados de los valles circunvecinos. A aquellas guardias se les daba una remuneración, aceite, un panecillo y una pinta de vino a cada uno el día 7, y el día 8, dos panes y tres pintas de vino. Finalmente, el día nueve, otros dos panes y dos pintas de vino.

El mencionado subprior Huarte afirma que en la citada festividad de la Natividad de la Virgen se celebran las sueltas “y bien sueltas, pues todos los sentidos sensuales andan sueltos… Concurre tanta gente que, de ordinario pasan de ocho mil y son tantas las pesadumbres y gastos…”.

Algunas fuentes señalan la llegada de ocho o diez mil peregrinos, lo que parece una cifra abultada. Al respecto, hay que tener en cuenta que los cronistas señalaban esas cantidades para significar simplemente que hubo un gran gentío. En cualquier caso, hay datos concretos, como las 1.200 raciones que se dieron el 8 de septiembre de 1772 y 1680 raciones en el mismo día de 1773.

Las actas capitulares recogen protestas de varios canónigos en diferentes fechas con motivo de aquellos festejos. Hubo años en que la noche del 7 al 8 de septiembre se tuvo que cerrar la iglesia que, de ordinario, solía quedar abierta en tal ocasión. A este respecto, hay que recordar que en la catedral de Pamplona, el día de su titular, el 15 de agosto, las aglomeraciones eran tales que se disponía guardia armada dentro del recinto para evitar desórdenes.

En 1768, se registró gran concurso de fieles, los más con “devota edificación”. Sin embargo, se anotó que desde hacía algunos años se venía comprobando intolerables escándalos a juicio de los canónigos por la llegada de cierta tiendera o marchante de Pamplona, que comenzó a llevar distintos géneros de baratijas y, a imitación suya, su criada y otros quincalleros, marchantes, plateros y tienderos de distinta especie. Todos aquellos puestos atraían a mozos y mozas franceses y navarros “que pasan las noches en los montes próximos y en parajes muy proporcionados para las disoluciones y ofensas de Dios”

Ante ello, el cabildo venía solicitando ayuda a los alcaldes y virreyes para poner soldados en el puerto, pero no era posible remediar “tan vicioso concurso”. Al no atajarse aquello y deseando que todo infundiese a la devoción, sin querer obstaculizar el traer bastimentos y comida, pidieron a los tribunales que se prohibiesen la venta de “marchanterías, alhajitas de plata y otras menudencias, causa de atraer el vicioso y perjudicial concurso”.