Pablo Pérez López, catedrático de historia contemporánea en la Universidad de Navarra
La historia no se detiene
En 1989 Francis Fukuyama publicó en la revista The National Interest su ensayo «¿El fin de la historia?», llamado a tener un eco mundial, reforzado por su libro de 1992, El fin de la historia y el último hombre. El autor proponía una interpretación de los impresionantes hechos recientemente vividos del final del socialismo en los satélites soviéticos en Europa y en la misma Unión Soviética, desaparecida como país entre la publicación del artículo y del libro. Su tesis era que el final del socialismo suponía el triunfo de la democracia liberal y el final de una dialéctica ideológica que había vertebrado el debate político en los últimos siglos. El autor sabía perfectamente que la vida continuaba, pero entendía que el final de la dialéctica ideológica terminaba un tiempo y señalaba el comienzo de otro del que solo sabíamos una cosa: nadie dudaría sobre el fracaso de la alternativa socialista ni cuestionaría la democracia liberal.
Los más de 25 años transcurridos desde entonces han sido suficientes para que nuevos acontecimientos se superpongan a los hechos que entonces parecían marcar el futuro del mundo. Los alumnos de nuestras facultades no recuerdan nada de la URSS y han nacido todos después de la publicación del ensayo de Fukuyama: son otra generación. Un breve repaso de lo sucedido en el mundo en esos años puede ayudarnos a comprender por qué actualmente crece la sensación de estar ante otro cambio de entidad.
El triunfo de la democracia liberal fue también el de los planteamientos neoliberales, que venían reclamándose como solución frente al convergentismo socialdemócrata. Los que se le oponían lo denunciaban como un «pensamiento único», esterilizador y prepotente. Para hacerle frente surgieron movimientos de denuncia de los males políticos no socialistas: dictadores como Pinochet, agravios históricos de dictaduras derechistas, denuncias del colonialismo como pecado occidental, reivindicaciones indigenistas, aspiración al multiculturalismo, etc. Pero todo eso era compatible con la continuación de la vida según un esquema en el que triunfaba de hecho la idea de que Occidente había dado con la piedra filosofal: podía garantizar el progreso indefinido y el crecimiento sin fin de la riqueza. El instrumento encargado de conseguirlo eran los organismos financieros embarcados en una mundialización que aseguraba su escalada de beneficios sin fin.
Cierto, no todo fueron buenas noticias: hubo guerras, lejanas, en la antigua Unión Soviética. Las hubo más cercanas en la antigua Yugoslavia, y no se supieron parar hasta que Estados Unidos decidió intervenir: a Bill Clinton no le bastaba el éxito financiero, necesitaba uno internacional para la reelección, y lo tuvo: en Yugoslavia y en Palestina. Aquello fue una demostración de que la Unión Europea podía poco o nada, y que lo mismo le sucedía a la ONU. El orden mundial era cosa de la intervención norteamericana. Los genocidios africanos de Ruanda y Burundi fueron una triste confirmación de lo mismo, de que a la Guerra Fría no le había seguido un nuevo orden internacional sino una especie de desorden con una sola potencia global.
Así pues, se intentó seguir adelante por esa vía, hasta que topamos con la emergencia del terrorismo internacional de signo islamista. Ante él, los norteamericanos, que sufrieron por primera vez en décadas la dentellada del ataque en su tierra, reaccionaron con un planteamiento global de su defensa. El combate se reveló más difícil de lo previsto, desestabilizó amplias zonas de Oriente Medio y de África, y ha conducido a un éxodo de personas que evidencia los desequilibrios demográficos, económicos y políticos. De paso, la potencia global norteamericana ha comprobado que no se basta para gobernar el mundo.
Los problemas no han venido solo de fuera. Dentro, el triunfante sistema financiero mundializado mostró parte de sus miserias en 2008 y generó una crisis grave que todavía hoy deja sentir sus consecuencias en el mundo rico: la promesa de crecimiento económico sin pausa y con garantía de futuro ilimitado está bajo sospecha. En realidad, para quien lo piense un poco es pura insensatez, pero los políticos han seguido actuando como si fuera posible. La solución de los males económicos y sociales se ha buscado siempre en la fusión de una defensa de los grandes medios financieros, tecnológicos y comerciales, acompañada de medidas radicales en lo social que tienen más de retórica grandilocuente que de realidad tangible para la mayor parte de la población. Con la alimentación, el vestido y puede que la salud, razonablemente satisfechos, las promesas de igualdad y autonomía individuales se han focalizado en asuntos de orientación sexual que parecen ser la frontera para la liberación de la biología, mientras que en materia de medio ambiente se nos asegura que sabremos dejar que gobierne la biología y no el capricho humano.
Pero, poco a poco, las promesas han empezado a sonar vacías. Los ciudadanos de las democracias muestran síntomas de cansancio ante el discurso de la corrección política imperante desde 1992. El lenguaje articulado por los políticos y los medios para explicar el mundo y las soluciones que tienen preparadas para que todo vaya mejor contrastan demasiado crudamente con la constatación de que hay cosas que no mejoran en absoluto o que van peor.
Las señales son relativamente abundantes. En Rusia la población aplaude la política de afirmación nacionalista de Putin sin que Europa sepa reaccionar en absoluto. Los Estados Unidos de Obama contestaron con una suerte de mini guerra fría que desconcierta a la opinión. En Europa, las ampliaciones de la Unión no han supuesto una variación institucional que abra un nuevo horizonte político, al contrario, ha crecido la sensación de burocratización y de rigidez organizativa, sospechosa de falta de legitimidad democrática. La respuesta a las dificultades en el Reino Unido ha llevado por eso a que los que denunciaban los defectos de la UE pudieran cargar en su cuenta muchas dificultades internas, muchos miedos y frustraciones de una población que se cansa de que le digan una cosa y suceda otra. En algunos países del centro de Europa como Polonia o Hungría el electorado prefiere también un lenguaje más neto sobre los problemas propios. Y el colmo ha llegado cuando en los Estados Unidos ha vencido el candidato más políticamente incorrecto. Los electores no quieren saber nada del modelo que se venía presentando como solución de futuro. Y esto en contra del poder dominante: ni la gran prensa, el New York Times, la CNN, la NBC, ni el glamouroso mundo del espectáculo con Hollywood como buque insignia, ni Wall Street, ni las redes sociales, ni la ideología que centra su discurso sobre la emancipación y la justicia en las identidades sexuales, han conseguido convencer a los americanos. Tienen otros problemas y quieren otras soluciones.
Se percibe en las democracias occidentales un retorno a los discursos de interés nacional, un rechazo de los efectos negativos de la globalización y la demanda de una nueva manera de enfocar los problemas. Está por ver si la respuesta será puro populismo o construirá algo nuevo. Hace casi cuarenta años que Alexander Solzhenitsyn denunció en Harvard la incapacidad occidental de ser alternativa al fracaso socialista. Según él la causa era el materialismo occidental, tan cerrado al espíritu como la dictadura comunista. Puede que estemos ante el momento en que la constatación de su tesis supere en validez al diagnóstico de Fukuyama. La historia no se detiene.