Tomás Trigo, Profesor de Teología Moral. Universidad de Navarra
Humildad y valentía del Papa
Los que amamos a la Iglesia podemos tener la tentación de encubrir o minimizar los defectos de nuestros hermanos, porque pensamos (erróneamente) que en caso contrario se ensucia la santidad de nuestra familia sobrenatural. Pasa algo parecido en cualquier institución, sea política, cultural, religiosa o deportiva. Sin duda, todos tenemos derecho a que se respete nuestra fama. Pero hay cosas que no se pueden encubrir, porque dañan gravemente a otras personas y exigen que se reparen los daños causados.
El papa Francisco, que ama a la Iglesia con todo su corazón y es su cabeza visible, no ha caído en esa tentación. En Chile, como en otros lugares y ocasiones, acaba de manifestar su dolor y vergüenza ante el daño irreparable causado a niños por parte de ministros de la Iglesia. Ese reconocimiento es el paso imprescindible para dar el paso siguiente, como ya viene haciendo desde hace tiempo: poner los medios que eviten eficazmente la reiteración de semejantes abusos.
La santidad de la Iglesia no resulta disminuida por reconocer los pecados de sus miembros. La Iglesia es santa no porque los cristianos lo seamos, sino porque es santa su cabeza, Cristo; y son santos los medios que nos da para que sigamos el ejemplo de Cristo: los sacramentos y la palabra de Dios.
Los que amamos a la Iglesia nos unimos a la petición de perdón del Papa, y nos duele, como a él, el daño que nuestros hermanos han provocado, y el que nosotros mismos provocamos cada día con nuestras miserias. Miserias que tenemos no por ser miembros de la Iglesia, sino a pesar de serlo: porque no vivimos como Jesucristo, a través de la Iglesia, nos enseña.
Al dolor por tantos errores, se añade la pena de ver cómo se tambalea la fe de algunos cristianos. Quizá no estaba bien asentada. Porque la fe cristiana no se apoya en los ejemplos de los curas, obispos, papas y religiosos (¡estaríamos apañados!), sino en nuestro Señor Jesucristo.