Ricardo Fernández Gracia, Director de la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro
Patrimonio e identidad (24). Un relieve repleto de historia sobre la leyenda de santa Ana: tres maridos, tres hijas y siete nietos
En la iglesia de los Dominicos de Pamplona se conserva un relieve de la Sagrada Parentela de la Virgen, realizado en 1561 por Miguel de Espinal I, imaginero de Villava, para el desaparecido retablo de la Virgen del Rosario y reaprovechado en el banco del de Nuestra Señora de Soterraña, desde 1734. Aquel tema iconográfico fue frecuente en el norte de Europa a fines del siglo XV, e incluso en la primera mitad del siglo XVI, pero fue prácticamente desterrado, por inapropiado, después del Concilio de Trento, cuando se trató, por todos los medios, de proporcionar historicidad y propiedad a las imágenes que se exponían ante los fieles. Se trata de un ejemplo único en Navarra de un tema muy excepcional en el panorama español.
Al interés iconográfico de la pieza, se añaden la vindicación de su autor, hasta el presente confundido con el escultor homónimo de los retablos de Ochagavía, así como la tasación de la obra por el célebre Juan de Anchieta, en 1572, en lo que fue su primera actividad en Navarra, hasta ahora inédita.
El autor del relieve: Miguel de Espinal I, escultor de Villava, fallecido hacia 1564
De la procedencia del relieve nos da cuenta el padre Fausto Andía en una historia del convento de Santo Domingo de Pamplona, de 1751. Al tratar del retablo de la Virgen de Soterraña, realizado en 1734 a iniciativa del alcalde de Corte don José Ezquerra, afirma que las imágenes del mismo y su medalla -con ese nombre se denomina al relieve historiado- eran propias del convento, por haber pertenecido al antiguo retablo del Rosario. El cronista señala textualmente que aquellas piezas “antes estaban en el retablo antiguo y sólo se retocaron o limpiaron”, al colocarse en el de la Soterraña.
Novedosos datos extraídos de documentación inédita nos informan de que el escultor del conjunto fue Miguel de Espinal I, un escultor de Villava, casado con Juana de Iribas, que se venía confundiendo con su homónimo, el autor del retablo de Ochagavía, fallecido en 1586 y casado con Catalina Beauves, en 1575. Para distinguirlos les aplicamos el apelativo de I y II, respectivamente, siguiendo un criterio cronológico.
Al primero de ellos, vecino de Villava y fallecido para 1564, se debieron la escultura titular del retablo de San José de la catedral de Pamplona (1560), que documentó Eduardo Morales, así como el retablo de Maquirriain y una cruz de piedra junto al puente de Lumbier, realizada en 1553.
El dorado y policromía del antiguo retablo pamplonés del Rosario se contrató, en 1577, con cuatro pintores: Antonio de Aldaz y su hijo, Sancho de Lumbier y Pedro de Alzo y Oscáriz, para que cada uno de ellos se hiciese cargo de diferentes partes de la pieza. La policromía del gran relieve “de media talla” correría a cargo de Pedro de Alzo, en el plazo de año y medio. Toda aquella labor se perdió en 1734, cuando, en realidad, se volvió a repolicromar todo el conjunto, frustrándose la unidad con la escultura.
Tasación por Juan de Anchieta, por primera vez en Pamplona en 1572
Los desacuerdos sobre el valor del retablo, en el que estaba el relieve que nos ocupa, se produjeron entre los diferentes tasadores, en 1562, pues lo estimaron en 289, 230 y 283 ducados, lo que aconsejó una última valuación que, de momento, no se hizo.
Tras el fallecimiento de su autor, Miguel de Espinal I, su viuda, Juana de Iribas, pleiteó con los cofrades del Rosario por lo que faltaba por cobrar a su marido. Un largo proceso, litigado a partir de 1570 y prolongado por las apelaciones sucesivas de las partes, terminó con una nueva tasación encomendada nada menos que a Juan de Anchieta, por parte de la cofradía y a Miguel de Espinal II, por la mencionada viuda.
Se trata de la primera vez que se documenta a Anchieta, en 1572, en Pamplona, ciudad en la que se sabía que había estado esporádicamente antes de su establecimiento definitivo en la misma, en 1577. El documento de tasación es doble, uno simple, firmado por los artistas y otro, más completo, testificado ante notario. Su contenido, en ambas redacciones, es excepcional por el detalle con que valúan las diferentes partes del retablo: madera, ensamblaje, talla decorativa y la escultura. El precio de la madera se estimó en 34 ducados, el ensamblaje en 92 ducados, a razón de tres reales y medio durante ocho meses -cada mes con 24 días laborables-, la talla de columnas y tableros en 82 ducados y la imaginería en 60 ducados, además de otras pequeñas cantidades. El montante final ascendía a 274 ducados, cantidad que se aproximaba más a la primera tasación de 289, realizada por Pedro Moret y Miguel Gárriz, diez años atrás. A los cuerpos del retablo los denominan hiladas, describiéndose todos sus elementos, con terminología de la época. El relieve que nos ocupa se describe así: “en la misma hilada y en medio de ella hay una historia grande labrada de imaginería de madera de nogal, más relevada que media talla, y tanteada y mirada cada figura por sí y toda junta dijeron que debían estimar y estimaron en 30 ducados”. Si tenemos en cuenta que las figuras de media talla de diferentes partes del retablo se evaluaron en cuatro ducados y medio cada una, el precio del relieve en treinta ducados, con siete figuras de niños y 10 de personajes, algunos sólo de medio cuerpo, es proporcional al resto de la escultura.
Los personajes del relieve
Resulta cuando menos extraño que un relieve de heterodoxa iconografía, se reaprovechase en 1734. De una parte, por ubicarse en una iglesia de una orden eminentemente intelectual y sede de la Universidad de Pamplona y, de otra, por estar en pleno siglo de las Luces. Es posible que en la elección del tema en el siglo XVI y su conservación pesase la fuente textual del mismo, obra del dominico Jacobo de la Voragine, como veremos más adelante. Al respecto, hemos de recordar que, entre las escasísimas obras con el tema iconográfico conservadas en España, destaca el fresco del palacio Vázquez de Molina, que fue convento de Dominicas de Úbeda, fechado en 1595 y apto para la meditación sobre el triunfo de la mujer en la estirpe de Jesús y su relevancia en los inicios del cristianismo, a través de la gran matriarca santa Ana.
La identificación de los personajes que no poseen filacteria ha dado lugar a equívocos, llegándose a pensar que los dos que acompañan a san Joaquín son los profetas Isaías y Daniel, algo que hay que desechar a la luz de los textos e incluso de diversas fuentes gráficas como el grabado de Lucas Cranach. Asimismo, se ha identificado erróneamente con un profeta la figura de Alfeo, el padre de los cuatro niños y marido de María Cleofás o Jacobé.
Los diecisiete personajes del tema iconográfico figuran en el gran relieve rectangular. En el centro santa Ana triplex, grupo compuesto por la citada santa con su hija la Virgen María y el Niño Jesús. Junto al grupo principal encontramos, a un lado, a san José acompañado de una filacteria con su nombre y, al otro, los tres maridos de santa Ana: san Joaquín, con su filacteria, Cleofás, de mayor edad, y Salomé, más joven y tercer consorte. En la parte inferior de la composición encontramos dos grupos familiares. A la izquierda María Cleofás o Jacobé con su marido Alfeo y sus cuatro hijos, identificados con sus inscripciones (Felipe, Judas, Santiago el menor y Simón). A la derecha la otra hermanastra de la Virgen, María Salomé, con su marido Zebedeo y sus dos hijos coronados: san Juan Evangelista y Santiago el mayor, identificados por sus atributos, el primero con la copa de vino envenenado con la serpiente y el segundo con la calabaza propia de los peregrinos.
Como veremos, todos los personajes coinciden con lo que se narra en las fuentes textuales, con la excepción de uno de los niños, hijo de María Jacobé y Alfeo que se identifica con san Felipe, en vez de con José el Justo, seguramente por haberse repintado su texto y reelaborado el diseño de la cartela. No fue la única modificación hecha en 1734, al repolicromar la pieza, ya que las filacterias correspondientes al segundo y tercer marido de santa Ana se eliminaron, como evidencian el retallado de toda esa zona, así como la letra de la cartela de san Joaquín, similar a la de las otras inscripciones que apenas respetan las antiguas grafías, salvo en la de san José.
El tema a la luz de Leyenda Dorada y otros textos medievales
Los diecisiete personajes componen la historia de la parentela de santa Ana, la madre de la Virgen, si seguimos la fuente textual, por excelencia, la Leyenda Dorada. Su autor Jacobo de la Voragine, dominico y arzobispo de Génova, compiló a mediados del siglo XIII las vidas de unos ciento ochenta santos y mártires a partir de los evangelios, los apócrifos y otros textos. Aquella antología se denominó inicialmente Legenda Sanctorum y fue uno de los libros más copiados durante la Baja Edad Media, contabilizándose actualmente más de un millar de ejemplares incunables.
La parte correspondiente a santa Ana, recoge el relato de sus tres maridos, algo que, como observó L. Réau, se aviene mal con su larga esterilidad antes de concebir a María. El texto de Jacobo de la Voragine dice así: “Según la tradición, Ana se casó tres veces y tuvo sucesivamente tres maridos, Joaquín, Cleofás y Salomé. Del primero de ellos, o sea, de Joaquín, engendró a María, la madre del Señor, la cual, andando el tiempo, fue dada en matrimonio a José y engendró y parió a Nuestro Señor Jesucristo. Muerto Joaquín, Ana se casó con Cleofás …... de este segundo matrimonio tuvo a otra hija a la que puso también el nombre de María, esta María posteriormente se casó con Alfeo y de este matrimonio nacieron cuatro hijos que fueron Santiago el Menor, José el Justo, conocido popularmente con el sobrenombre de Barsabás, Simón y Judas. Muerto Cleofás, Ana se casó con Salomé y con éste, su tercer esposo, tuvo una hija a la que puso el mismo nombre que a las otras dos, el de María. Esta tercera María se casó con Zebedeo y con él tuvo dos hijos que fueron Santiago el Mayor y san Juan Evangelista”.
A comienzos del siglo XV, la religiosa terciaria franciscana y restauradora de las clarisas, Coleta de Corbie (1381-1447) tuvo una visión de santa Ana confirmando aquella leyenda. Otros autores que recogieron el relato, sin refutarlo, fueron los teólogos y filósofos medievales Hugo de San Víctores, Pedro Comestor, Leopoldo Cartujano y Juan Gerson.
Ejemplos importantes del tema encontramos en el grabado, la pintura, la tapicería y la escultura de los Países Bajos, Alemania y norte de Francia. Citaremos, a modo de ejemplo algunas obras señeras. Los relieves escultóricos anónimos son relativamente abundantes, si bien es cierto que, en ocasiones, los personajes se reducen o amplían. Algo parecido ocurre con los grabados, entre los que figuran los de Durero (1511), Lucas Cranach (1509-1510) y uno anónimo (1495-1500) del British Museum. Las representaciones pintadas cuentan con un gran elenco de ejemplos (Quetnin Metsys, Jörg Breu, Derick Baegert, Jan Baegert, Wolf Traut, Simon de Chalons, Jan van Caninxloo). Según L. Réau, la Santa Parentela es un claro precedente de los denominados “retratos de familia”, género triunfante a partir del Renacimiento, pero apenas desarrollado en la Edad Media.
La crítica postridentina al tema y su desaparición
Como es sabido, la mayor parte de los temas que se prestaban a la confusión o a la falsa doctrina se fueron eliminando en el contexto de la aplicación del decreto de 1563, relativo a las imágenes del Concilio de Trento, en el que se estipula: “Enseñen diligentemente los obispos que por medio de las historias de los misterios de nuestra redención, expresadas en pinturas y en otras imágenes, se instruye y confirma al pueblo en los artículos de la fe, que deben ser recordados y meditados continuamente y que de todas las imágenes sagradas se saca gran fruto, no sólo porque recuerdan a los fieles los beneficios y dones que Jesucristo les ha concedido, sino también porque se ponen a la vista del pueblo los milagros que Dios ha obrado por medio de los santos y los ejemplos saludables de sus vidas, a fin de que den gracias a Dios por ellos, conformen su vida y costumbres a imitación de las de los santos, y se muevan a amar a Dios y a practicar la piedad”. A partir de ahí, la ortodoxia, el decoro, la propiedad, la historicidad, el rigor de las fuentes y la claridad en el mensaje se pusieron en marcha de la mano de las visitas pastorales de los obispos, las constituciones sinodales de las diferentes diócesis y algunos libros con preceptos seguros para los artistas y comitentes, puesto que la defensa de las imágenes jugó un papel crucial en el desarrollo del arte sacro postconciliar. Entre los textos destacan los Dialogi sex (1566) de Nicolás Harsfield; De typica et honoraria sacrarum imaginum adoratione (Lovaina, 1569), de Nicholas Sanders; el Discorso intorno alle imagini sacre et profane, del arzobispo de Bolonia G. Paleotti; De picturis et imaginibus sacris (Lovaina, 1570) de Juan Molano; y Della Pittura sacra de Federico Borromeo (Milán, 1624).
Molano en su mencionada obra trató de la sagrada generación y censuró lo inapropiado de aquella representación. También refutaron el fantasioso relato y sus imágenes san Pedro Canisio, jesuita y teólogo, los cardenales Belarmino y Baronio, así como el dominico Melchor Cano y el jesuita Francisco Suárez. Uno de los textos de crítica histórico-teológica más eruditos sobre el tema se encuentra en la nota trigésimo quinta de la primera parte de la Mística Ciudad de Dios, de la Madre Ágreda, escrita por el franciscano, fray José Ximénez de Samaniego.
Francisco Pacheco, suegro de Velázquez y autor de El arte de la pintura (1649), escribió, al respecto: “En un tiempo estuvo muy válida la pintura de la gloriosa Santa Ana asentada con la santísima Virgen y su hijo en brazos, y acompañada de tres maridos, de tres hijas, y de muchos nietos: como en algunas estampas antiguas se halla. Lo cual hoy no aprueban los doctos, y lo deben efectuar justamente los pintores cuerdos...”.
Como consecuencia de todo ello, el tema de las tres Marías y la santa parentela acabó desapareciendo, por el rechazo de la autoridad eclesiástica, ya que se juzgó comprometedor para la memoria de santa Ana, a quien se declaraba sin mancha, como a la Virgen.