Ramiro Pellitero Iglesias, Profesor de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra
El crucifijo y el Evangelio
En medio de la pandemia que nos toca vivir, irrumpe la Semana Santa y, tras ella, el tiempo de Pascua. En su audiencia general del miércoles 8 de abril, el Papa nos acompaña, prepara y aconseja, a la vez que anuncia y confirma la fe. Para ayudarnos, se plantea preguntas que quizá nos hagamos en tiempos de crisis: ¿Donde está Dios ahora? ¿Por qué permite el sufrimiento? ¿Por qué no resuelve rápidamente nuestros problemas?
También la gente que acogió a Jesús triunfalmente a su entrada en Jerusalén –observa Francisco- se preguntaba si libraría al pueblo de sus enermigos (cf.Lc 24, 21). Esperaban un Mesías poderoso y triunfante con la espada. En cambio les llega uno manso y humilde que llama a la conversión y a la misericordia. Y, curiosamente, la misma gente que lo había aclamado luego pedirá que le crucifiquen (cf. Mt 27, 23), mientras que los que le seguían lo abandonan confusos y asustados.
Lógica humana y acto de fe
Así es, y esta que podríamos llamar escena primera, nos presenta la “lógica humana”; expresada en palabras de Francisco: “si la suerte de Jesús es esta, el Mesías no es Él, porque Dios es fuerte, Dios es invencible”.
Pero, sigue señalando Francisco hay otra escena sorprendente, al final del relato de la Pasión. Cuando a la muerte de Jesús, el centurión romano, que no era creyente –no era judío, sino pagano– después de verle sufrir en la cruz y oír que había perdonado a todos, es decir, después de haber palpado su amor sin medida, confiesa: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (Mc 15, 39). El centurión dice justo lo contrario que los demás: “Dice que allí está Dios, que es Dios verdadero”. En efecto, no dice que Jesús es el “Mesías”, porque él no tenía una expectativa de ese estilo, sino que le reconoce como el Dios verdadero.
Tras mostrarnos estas dos escenas, la escena de la lógica humana y la del acto de fe del centurión, el Papa se vuelve a nosotros y nos invita a preguntarnos hoy: “¿Cuál es el verdadero rostro de Dios?” Es decir, cómo es Dios verdaderamente, no como nosotros lo imaginamos, sino cómo es realmente.
Lo cierto es que nosotros también funcionamos con una lógica puramente humana: “Habitualmente proyectamos en Él lo que somos, a la máxima potencia: nuestro éxito, nuestro sentido de justicia, e incluso nuestra indignación”. Y cuando abrimos el Evangelio vemos que Dios no es así. Es decir, que Dios es distinto a como nos lo imaginamos, y no podemos conocerlo con nuestras fuerzas.
Por eso –como nos muestra el Evangelio– Dios se hizo cercano, vino a nuestro encuentro en Jesús. Y precisamente en Pascua –en esa “primera Semana Santa” en que padeció y murió por nosotros en la cruz y resucitó– se reveló completamente. ¿Y dónde –se pregunta Francisco– se reveló completamente? En la cruz.
El crucifijo y el Evangelio
“Allí –en la cruz– aprendemos los rasgos del rostro de Dios. No olvidemos, hermanos y hermanas, que la cruz es la cátedra de Dios”.
Por eso nos propone Francisco: “Nos vendrá bien mirar el Crucifijo en silencio y ver quién es nuestro Señor”. Y va desgranando quién y cómo es Dios realmente:
“Es Aquel que no señala el dedo contra nadie, ni siquiera contra los que lo están crucificando, sino que abre sus brazos a todos; que no nos aplasta con su gloria, sino que se deja despojar por nosotros; que no nos quiere con palabras, sino que nos da la vida en silencio; que no nos obliga, sino que nos libera; que no nos trata como extraños, sino que carga con nuestro mal, carga con nuestros pecados”. De modo que, para liberarnos de los prejuicios sobre Dios, en primer lugar, miremos el Crucifijo”.
Y luego –nos aconseja Francisco– abramos el Evangelio. Un sabio consejo: “En estos días, todos en cuarentena y en casa, encerrados, tomemos estas dos cosas en la mano: el Crucifijo, mirémoslo; y abramos el Evangelio. Esa será para nosotros –digamos así– como una gran liturgia doméstica, porque en estos días no podemos ir a la iglesia. ¡Crucifijo y Evangelio!”.
Leyendo esto, me venía a la mente un punto de Camino, cuando señala los medios para caminar siguiendo a Jesús y ayudando a otros a seguirlo: “Pero... ¿y los medios? –Son los mismos de Pedro y de Pablo, de Domingo y Francisco, de Ignacio y Javier: el Crucifijo y el Evangelio... –¿Acaso te parecen pequeños?” (n. 470).
Dios omnipotente en el amor
Pero volvamos a la argumentación del Papa, dirigida ante todo a mostrarnos quién y cómo es Dios verdaderamente, su identidad real. Vuelve a repasar esas dos escenas que referíamos: la lógica humana y el salto a la fe.
¿Cómo reacciona Jesús ante la lógica humana? Jesús quiere que nos desprendamos de nuestra “lógica”, de nuestra interpretación símplemente humana. “En el Evangelio leemos que, cuando la gente va a Jesús para hacerlo rey, por ejemplo tras la multiplicación de los panes, Él se va (cfr. Jn 6,15). Y cuando los diablos querían revelar su majestad divina, Él los enmudece (cfr. Mc 1,24-25)”. ¿Por qué?, se pregunta Francisco.
“Porque –responde– Jesús no quiere ser malinterpretado, no quiere que la gente confunda al Dios verdadero, que es amor humilde, con un dios falso, un dios mundano que da espectáculo y se impone con la fuerza. No es un ídolo. Es Dios que se ha hecho hombre, como cada uno de nosotros, y se expresa como hombre pero con la fuerza de su divinidad”.
Y viene el contraste de la segunda escena, el salto a la fe. ¿Cuándo se proclama solemnemente en el Evangelio la identidad de Jesús? Cuando el centurión dice: “Verdaderamente era Hijo de Dios”. Es una proclamación de fe, al ver la entrega de Jesús en la cruz, para que ya no nos podamos equivocar: Y esta es la conclusión: “Se ve que Dios es omnipotente en el amor, y no de otro modo". Es su naturaleza, Él es así y por tanto actúa así, Él es Amor.
De nuevo se vuelve Francisco a dialogar con nosotros, y escuchar nuestras objeciones, especialmente en tiempos de dificultades: “¿Qué hago con un Dios tan débil, que muere? ¡Preferiría un dios fuerte, un dios poderoso!”. (Seguimos en nuestra lógica humana, porque pensamos que solo esa “fortaleza” y ese “poder” son los que resolverían los peligros y las enfermedades, los que terminarían con nuestros problemas, incluso nos evitarían morir).
Ese “poder” de Dios es diferente del que nos imaginamos. Veámoslos despacio. Para empezar, no es poder de la fuerza sino del amor: “El poder de este mundo pasa, mientras el amor permanece. Solo el amor conserva la vida que tenemos, porque abraza nuestras fragilidades y las transforma”. En efecto, y esto es así ya a nivel humano, si pensamos en el amor verdadero que vemos concretamente en los tiempos de epidemias: el exponer la vida por los demás, por parte de muchos héroes y “santos de la puerta de al lado”, como dice Francisco.
Pero además, llevando a plenitud ese amor y haciéndolo suyo, el amor de Dios en Jesús durante la Pascua consigue resultados que van más allá de cualquier horizonte meramente terreno. Es un amor que asume todo amor verdadero y lo abre a una vida que es más que la vida humana y que la vida terrena: “Cura nuestro pecado con su perdón, hace de la muerte un paso de vida, cambia nuestro miedo en confianza, nuestra angustia en esperanza”.
La victoria sobre el mal y sobre la muerte
En definitiva, la Pascua nos dice que “Dios puede convertir todo en bien. Que con Él podemos de verdad confiar en que todo irá bien. Y eso no es una ilusión –en el sentido de espejimo–, porque la muerte y resurrección de Jesús no es una ilusión: ¡fue una verdad!”
Por eso la mañana de Pascua se nos dice: «¡No tengáis miedo!» (cfr. Mt 28,5). “Las angustiosas preguntas sobre el mal –observa Francisco– no desaparecen de golpe, pero hallan en el Resucitado el fundamento sólido que nos permite no naufragar.
Y así termina Francisco mostrándonos, primero, lo que hizo Jesús, de donde sabemos con certeza quien es Dios y cómo actúa: “Jesús cambió la historia haciéndose cercano a nosotros y la hizo, aunque todavía marcada por el mal, historia de salvación. Ofreciendo su vida en la cruz, Jesús venció también la muerte. Del corazón abierto del Crucificado, el amor de Dios llega a cada uno de nosotros”.
Y en segundo lugar, cómo podemos actuar nosotros: “Podemos cambiar nuestras historias acercándonos a Él, acogiendo la salvación que nos ofrece”. Así pues, propone para estos días de Semana Santa y Pascua, y siempre, “abrámosle todo el corazón en la oración (...): con el Crucifijo y con el Evangelio. No lo olvidéis: Crucifijo y Evangelio”. Así comprenderemos que Dios no nos abandona, que no estamos solos, sino que somos amados, porque el Señor no se olvida de nosotros jamás.
Jesús nos pide dejar la lógica meramente humana y entrar en la lógica de la fe. Como dice el Papa en una conversación con Austen Ivereigh (cf. “ABC” 8-IV-2020), ahora es tiempo de trabajar en lo que podamos por los demás. No es tiempo de bajar los brazos, sino de servir con creatividad. Tiempo también de crecer en la experiencia y en la reflexión que nos podrán llevar después a mejorar en la atención a los más vulnerables, a fomentar una economía que replantee las prioridades, a una conversión ecológica que revise los modos de vivir, a rechazar la cultura utilitarista del descarte, a redescubrir que el verdadero progreso solo se logra desde la memoria, la conversión y la contemplación, contando con los sueños de los ancianos y las profecías –los testimonios y los compromisos– de los jóvenes.