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Patrimonio e identidad (85). El desaparecido retablo de San Joaquín de Ujué y el corazón de Carlos II

17/06/2024

Publicado en

Diario de Navarra

Ricardo Fernández Gracia |

Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro

En pleno siglo XVII residió en la capital navarra un lego carmelita, natural de Añorbe, el hermano Juan de Jesús San Joaquín (1590-1669), cuya vida se popularizó no sólo durante sus días, sino también al poco de fallecer, por haberse llevado a la imprenta su biografía con tintes de hagiografía, en 1684. Entre los numerosos sucesos, que nos narra, destaca todo lo referente a la extensión del culto a san Joaquín, tarea que tomó muy en serio el citado religioso. El nombre de Joaquín se popularizó, de modo especial, en aquellos niños que nacían de matrimonios con problemas para obtener sucesión.

El autor del libro que citamos, el padre José de la Madre de Dios, trata largamente sobre el primer caso con dicho nombre en Navarra, “y probablemente de toda España, en donde desde entonces se multiplicaron los Joaquines. Esto fue el año 1636”. El protagonista del hecho fue el matrimonio formado por don Juan de Aguirre, oidor del Real Consejo de Navarra y doña Dionisia de Álava y Santamaría, su sobrina, que se casaron tras encomendar el asunto a san Joaquín, a través del lego carmelita. No fue este caso el más famoso, sino otro, hijo de los condes de Oropesa, virreyes de Navarra, al que se impuso el nombre de Manuel Joaquín, en Pamplona, el día de Reyes del año 1644, y cuyo natalicio perpetuó Antonio de Solís en una obra titulada Eurídice y Orfeo.

El jesuita Juan Bautista León, en sendos tomos dedicados al culto a san Joaquín (Orihuela, 1700-1701), nos habla también de otros sucesos protagonizados por el lego de Añorbe y de la popularización del culto al santo y dedicación de templos y retablos a partir de su capilla en los Carmelitas Descalzos de Pamplona, en Tarazona, Toro, Valencia, Jumilla, Monóvar, Villena, Ávila, Bilbao, Játiva y Sicilia. En Navarra, algunas de las ermitas bajo su advocación, arrancan precisamente de la figura del hermano Juan.

En el siglo XVIII

El siglo XVIII fue testigo de cómo la cofradía de San Joaquín, establecida en los Carmelitas Descalzos de Pamplona, en 1722, le propició cultos muy especiales. De 1750 data la renovación de su capilla, con un hermoso conjunto de yeserías, obra proyectada por el tracista de la orden fray José de los Santos.

Entre los retablos que se le dedicaron en aquella centuria, mencionaremos los de Marcilla, la basílica de San Gregorio Ostiense (Silvestre de Soria, 1768), Comendadoras de Puente la Reina (Nicolás Pejón, 1768) y el que nos ocupa, de la misma cronología. ¿Casualidad o causalidad? Indudablemente algo se estaba moviendo y su influencia se deja notar en esos notabilísimos conjuntos navarros. Sus imágenes son, asimismo, abundantes, destacando las del periodo académico, en pleno siglo XVIII: Azpilcueta, Errazu, Goizueta, Falces, Sesma y San Gregorio Ostiense, esta última, obra del sobresaliente escultor Roberto Michel.

El retablo de Ujué y su autor

Este retablo completo de Ujué lo conocemos gracias a una excelente fotografía del fondo de Juan Mora Insa (1880-1954), conservado en el Archivo Histórico Provincial de Zaragoza. Fue encargado siendo prior del santuario Francisco Gorráiz y Oronoz, que ejerció como tal entre 1736 y 1777. Este personaje fue un hombre preocupado por la imagen del santuario, que lo engrandeció con obras diversas obras, como el gran órgano, ya desaparecido, cuya caja hizo Miguel de Zufía, mientras el instrumento propiamente dicho corrió a cargo del organero italiano Francisco Basconi. A su iniciativa se debió también el Vía Crucis de piedra, que hizo el cantero Bernardo Echeverría, en 1772, en el entorno de la basílica de San Miguel. Asimismo, dejó establecida una fundación para dotar doncellas y pleiteó con el fiscal del Consejo Real, en 1770, sobre el permiso para pedir limosna para el ornato y mantenimiento de la iglesia de Ujué.

El contrato para la ejecución del retablo se debió firmar, a fines de la década de los sesenta, con Miguel de Zufía. La cantidad del ajuste fue de 1.320 reales, sin las esculturas de bulto redondo. El reconocimiento de la pieza, una vez concluida, lo hizo el escultor Francisco Nicolás Pejón el 30 de agosto de 1772, que vino de Sangüesa en donde trabajó el retablo mayor de la parroquia de Santiago por aquel tiempo. Pejón estimó las mejoras -adornos en el pedestal y nichos- en 228 reales, que se le abonaron a Zufía, amén de 9 pesetas para los hijos y criados del maestro, como agradecimiento el día en que se montó la pieza. Precisamente, para su asentamiento el cantero Juan José Leoz hizo tres pilares.

Miguel de Zufía y Villanueva nació en Larraga en 1719, contrajo matrimonio con la hija del maestro tudelano José Labastida, lo que nos hace sospechar si realizaría su aprendizaje con este último. A mediados del siglo XVIII se estableció en Caparroso, en donde nacieron varios de sus hijos. Fue denunciado, en 1757, junto a otros artífices que vivían en Caparroso por Gregorio Ortiz ante la hermandad de carpinteros de Olite por no estar examinado. Fue el autor, entre otras obras, del retablo de la Virgen del Soto de Caparroso (1758-1759) por encargo de don Antonio de Menaut y Terés, los colaterales del Santo Cristo y la Virgen del Rosario de Cáseda (1774-1777) y las cajas de los órganos de Ujué y Larraga en 1775. Hacia 1770 ya vivía en Olite, en donde siguió avecindado durante algún tiempo. Precisamente, una declaración del mismo, datada a fines de abril de 1775, cuando dijo contar con 56 años, a propósito del alistamiento de tres de sus hijos -Miguel, Francisco y Manuel, da cuenta que, aunque desde 1765 se avecindó en Olite, en mayo de 1773 se trasladó con su familia a Cáseda para realizar el retablo del Santo Cristo. Cuando lo terminó y entregó, en 1774, le encargaron el del Rosario, con condición de residir en la localidad. En Cáseda estaba con toda su familia por razones de trabajo, por tanto, accidentalmente y tenían intención de regresar a Olite, en cuanto terminase el encargo.

Tuvo un hijo, con el que no hay que confundirle: Miguel de Zufía y Labastida (Caparroso, 1748 - Cascante, 1829) que contrajo matrimonio, con Josefa García en Larraga, en 1775 y fue muy longevo.

El interés del retablo de San Joaquín de Ujué resulta múltiple. En primer lugar, por su propia traza, ya que se aparta de lo usual en aquella década, despegándose del típico modelo rococó para inclinarse por un diseño de tipo borrominesco en su planta con columnas clásicas, como ocurre en otros conjuntos del momento, como el retablo de la Virgen de la Barda de Fitero, hoy dedicado al Cristo de la Columna. El protagonismo lo tienen sus movidas líneas mixtilíneas, que requerían un gran conocimiento y práctica del dibujo y el ensamblaje.

Las esculturas del retablo y la policromía del conjunto

Otro punto a destacar en la pieza era su imaginería, con tres grandes esculturas realizadas por el maestro de moda en la Pamplona de aquellas décadas, que no era otro que Manuel Martín de Ontañón, quien cobró 400 reales, anotados en las cuentas de 1772-1773 por las de san Antonio de Padua y san Ramón Nonato. La del titular se conserva, afortunadamente, en el Museo Diocesano de Pamplona, junto a unas exiguas partes del retablo. En Ujué se conocía a esta imagen de san Joaquín como “el de las calzas cayendo”, por la disposición de esas prendas de vestir sobre sus piernas.

Fue sufragada por el mencionado el prior don Francisco Gorráiz y ejecutada por mismo escultor. Importó 35 pesos, anotándose en las cuentas que fue por su devoción al santo. Manuel Martín de Ontañón era de origen cántabro y a él se deben, entre otras obras, las pechinas de la capilla de la Virgen del Camino, algunas esculturas del retablo mayor de Santesteban, un san José para la catedral de Pamplona y la sillería del coro de Ujué. El resto de las imágenes que aparecen en la foto del retablo corresponden a otros periodos. La de mayor tamaño que es un san Miguel es del segundo tercio del siglo XVI y ninguna de ellas pertenecía originalmente al retablo.

La policromía de todo el conjunto fue encomendada al maestro dorador de Tafalla Manuel Rey, perteneciente a una famosa familia de doradores y pintores. Era hijo de Domingo y trabajó muchísimo en el tercer cuarto del siglo XVIII, de forma continuada para varios retablos y en la caja del órgano de Miranda de Arga.

El corazón de Carlos II en el ático

Como es sabido, durante la Edad Media, se extendió la creencia de que los cuerpos de los enterrados dentro de las iglesias se beneficiaban más de los oficios litúrgicos que se celebraban en ellas y, por tanto, alcanzaban antes el perdón divino. Es por ello por lo que las sepulturas más cercanas al altar tenían más valor que las que estaban más alejadas. Destacados personajes dejaron ordenado, por vía testamentaria, el envío de sus vísceras a los santuarios de su devoción, como muestra el corazón de Carlos II en Ujué. Como es sabido, el monarca, siguiendo la tradición de los Capetos, ordenó que su cuerpo fuese eviscerado y que sus entrañas se depositasen en diferentes santuarios. Su corazón llegó al santuario en enero de 1387. En 1404, Carlos III mandó hacer una caja de madera de roble para conservar la víscera.

El corazón del rey Carlos II quedó tras el ático del retablo que nos ocupa. El padre Jacinto Clavería afirmaba en su estudio del santuario de 1919: “Sobre el altar de san Joaquín hay en la pared un nicho con su puertecilla de hierro, en la cual se lee escrito con caracteres dorados: Aquí yace el corazón de don Carlos II, Rey de Navarra. Año 1386”. A continuación, describe el cofre con su inscripción. La fotografía que presentamos muestra el ático del retablo con el texto referido por Clavería, pero con un contenido ligeramente diferente, escrito en letras mayúsculas doradas y con la siguiente distribución en sus líneas, desarrollando las abreviaturas: “AQUÍ ESTA EL / CORAZON DEL / REY D. CARLOS / SEGUNDO DE NAVARRA / MURIO AÑO DE / 1386”. El texto se encierra en una gran cartela con corona real superior y rocallas alrededor.

El retablo estuvo adosado al muro del lado del Evangelio, cubriendo la puerta norte del santuario. Se desmontó en la intervención en el santuario a mediados del siglo pasado. La huella de su presencia está en la verja de hierro, que coincide con el nicho del muro pétreo, en donde estaba el corazón de Carlos II, detrás del ático del retablo.