Maruja Moragas, Nuria Chinchilla, Profesoras del IESE
¿Quién paga los platos rotos?
A la empresa no se le puede pedir que pague las omisiones de padres, escuela y universidades
El dueño de un restaurante estaba exasperado: "Busco camareros y no encuentro. Esta semana he entrevistado a quince y todos me han dicho que no quieren ganar mil cuatrocientos euros, que en el paro cobran mil doscientos y que no les compensa. ¡No es verdad que no haya trabajo! ¿Qué ocurrirá cuando se les acabe el paro? ¿Buscarán culpables y reclamarán? ¿Cómo se corrige esto?".
La causa primera de esta situación la presenciamos en una pastelería.
Un padre esperaba su turno con su hijo pequeño, sentado en su cochecito. De repente, el niño ve un tarro lleno de caramelos y se pone a gritar. La gente se pone nerviosa, porque los berridos van en aumento. El padre pide un caramelo y se lo da: "¡Pobrecito! Toma". Este niño es un firme candidato a tener un bajo nivel de tolerancia a la frustración y de resiliencia (capacidad de pasar por dificultades sin que estas le hundan, saliendo fortalecido). Si nadie le pone límites ni le dice que no, acabará proyectando sus problemas fuera de él, reclamará y pondrá la mano siempre, pero eso no mejorará su frustración.
Durante años nos hemos centrado en el desarrollo de competencias técnicas y hemos pensado que las humanas se dan por descontado, como algo que viene dado sin fomentar su educación. A ello han contribuido factores culturales como el individualismo o la confusión entre autoridad y autoritarismo, que conforman una sociedad permisiva. La corrección de los desmanes cometidos por jóvenes y mayores requiere volver al polo opuesto: al es-fuerzo, es decir, a revitalizar la fortaleza.
El esfuerzo va más allá de ejercitar la voluntad y de hacer algo porque se debe: lo necesitamos para ser felices y tener un mayor nivel de bienestar. La fortaleza está formada por competencias como el autocontrol y la disciplina. Para ser capaces de actuar con energía y ser realmente efectivos en nuestras acciones, hay que saber contenerse cuando no toca (no tomar el caramelo) y hacer lo que toca (ordenar juguetes o estudiar), regulando las emociones e impulsos que nos llevarían a hacer lo contrario de lo que nos apetece. Sin estas competencias no se tienen los recursos precisos para defenderse ni se sabrán aprovechar las oportunidades de mejora que la misma vida y los conflictos conllevan. Tampoco somos dignos de crédito ni tenemos la capacidad de crear relaciones estables con otras personas.
Niños y jóvenes precisan de referentes a los que copiar y de alguien que los guíe en conocerse a sí mismos y en descubrir qué pueden hacer, cómo hacerlo y para qué. No actuar en este sentido pospone y aumenta los problemas en el futuro. Aparecerán igualmente y serán de más difícil solución, porque esos niños caprichosos e insolidarios serán adultos que actuarán en todos los ámbitos sociales.
Una sociedad y una empresa que funcionen requieren personas con competencias técnicas y humanas. A la empresa le corresponde desarrollar las competencias de sus trabajadores, pero no se le puede pedir que pague las omisiones de padres, escuela y universidades.
Podemos gastarnos fortunas en mejorar los sistemas, pero si padres y profesores no sabemos para qué sirve el esfuerzo ni lo practicamos, no seremos capaces de mejorar nuestro entorno. Al final, todos pagamos los platos rotos.