17/09/2021
Publicado en
Omnes
Juan Luis Lorda |
En medio de la II Guerra Mundial y con Francia ocupada, dos capellanes de las Juventudes Obreras Católicas, con el impulso del cardenal Suhard, hicieron reflexionar a muchos sobre la evangelización de las barriadas.
En la I Guerra Mundial, los seminaristas franceses fueron obligados al servicio militar y así, de golpe, conocieron la realidad que había fuera de las parroquias. Los compañeros soldados mayores todavía eran cristianos, pero la mayoría de los de su edad no sabían nada. La siguiente generación sería por fuerza pagana; especialmente, en las barriadas proletarias, nutridas de gente desarraigada y, en general, con fuerte recelo hacia la burguesía y la Iglesia.
El catolicismo francés impulsó y sostuvo grandes misiones en los siglos XVIII y XIX en muchos países africanos y asiáticos (Vietnam, Camboya), con la Societé des Missions Étrangeres, además del protectorado de Francia sobre los súbditos cristianos del Imperio otomano que estableció Francisco I, y continuó la república laica.
Estaba claro que también se necesitaba misionar en Francia. Inmediatamente, se extendió la asociación Juventud Obrera Católica (JOC, 1923) y su rama femenina (JOCF, 1924), fundadas en Bélgica por Joseph Cardijn dos años antes (1921). Era un apostolado especializado para reunir a grupos de jóvenes obreros y formarlos, al que se dedicaron algunos sacerdotes escogidos.
A este empeño evangelizador se sumará el cardenal Suhard, arzobispo de París (1935-1949) con la Misión de Francia (1941) y la Misión de París (1943), y el libro ¿Francia, tierra de misión? (1943), de dos capellanes de la JOC.
El cardenal Suhard
Emmanuel Suhard (1874-1949) es una figura señera del catolicismo francés del siglo XX. De origen muy humilde, fue destacando por sus capacidades. Se formó en Roma, teniendo como compañero al futuro Pío XII (y sacando mejores notas). Tras muchos años de enseñar en el seminario de Laval (1899-1928) y haberse negado ya una vez, lo hicieron obispo de la pequeña Bayeux et Lisieux (1928), enseguida de Reims (1930) y cardenal (1935). Quizá influyó que era contrario a la melange de política y catolicismo de L’Action Française, que había condenado Pío XI en 1926 con escándalo de muchos católicos tradicionales y bastantes obispos.
El 9 mayo de 1940 murió el cardenal Verdier de París, y el 10 los alemanes invadieron Francia. La Santa Sede nombró inmediatamente a Suhard arzobispo de París. Mal comienzo. De entrada, le detuvieron y requisaron el palacio arzobispal. Pronto lo liberarían, era un aviso. Suhard había condenado el régimen nazi antes, como el propio Verdier. Y en todo el periodo de ocupación, mantuvo dignamente su sitio y protestó con energía ante los abusos. También tuvo que convivir y marcar distancias con el régimen de Pétain, al que se habían adherido muchos católicos y obispos más tradicionales, buscando alivio de tantas contradicciones.
Lejos de bloquearse, pensó que la verdadera solución de tantos males era la evangelización. Más urgente que nunca en Francia, con tantas heridas del pasado revolucionario, tantas diócesis devastadas, tantos sectores apartados o contrarios a la fe. Y ahora humillada por la derrota y la ocupación. El 24 de julio de 1941 convocó la asamblea de cardenales y arzobispos, y les presentó el proyecto de la Misión de Francia, que debía servir tanto para repartir el clero entre las diócesis que más tenían y las que menos, como para llegar adonde no se había llegado o se había perdido. Se creó un seminario en Lisieux y se comenzó, hasta el día de hoy.
Además, estaba su inmensa diócesis, París. En la tarde del lunes de Pascua de 1943, su secretario le pasó un escrito de unas cincuenta páginas. Era un informe bien documentado de dos capellanes de la JOC, Henri Godin e Yvan Daniel, sobre cómo evangelizar el sector popular y obrero. Lo leyó por la noche. Les llamó, les pidió que lo prepararan para la publicación. Y, directamente, lanzó la Misión de París (1-VII-1943), dirigida a evangelizar los barrios populares. Buscó sacerdotes y laicos, y dedicó algunos templos, que dejaron de ser parroquias.
Los autores y el libro
Henri Godin (1906-1944) puso las ideas, un estilo ágil, y muchos testimonios que hacen la lectura impactante. Yvan Daniel (1906-1986) se ocupó, según se dice, de los datos y el análisis sociológico.
Godin no quiso ocupar ningún cargo en la nueva Misión, porque prefería mantenerse en el trabajo de base. Buscó a otros candidatos. Y murió a los pocos meses (16-I-1944) en un accidente doméstico: durante la noche una estufa quemó el colchón y los gases le intoxicaron. La masiva asistencia a su funeral testimonió la estupenda labor que había hecho en medios obreros. Yvan Daniel siguió en la Misión de París y publicó varios ensayos y recuerdos.
El libro se publicó el 11-XI-1943, y se vendieron 140.000 ejemplares hasta la misma vigilia del Concilio Vaticano II. Impresionó a Juan XXIII (nuncio en Francia de 1944 a 1953) y a Juan Pablo II, que mientras estudiaba en Roma viajó a París para conocer este apostolado. El libro llevaba un prefacio de Guerin, consiliario general de la JOC en Francia y en ese momento detenido por la Gestapo. Ha sido reeditado por las ediciones Karthala (París 2014), con amplio prefacio de Jean Pierre Guérend, biógrafo del cardenal Suhard, y otros complementos. Es la edición que citamos.
Planteamiento general
Comienzan distinguiendo tres tipos de poblaciones:
–las tradicionales donde la fe regula la cultura y la vida, aunque no penetre mucho ni convierta los comportamientos personales;
-áreas descristianizados, con práctica baja y un cristianismo de grandes ocasiones (fiestas, bodas y funerales); aunque parezca poco, es muy distinto de un paganismo;
-áreas paganas, como algunas zonas rurales profundamente descristianizadas y, sobre todo, el proletariado, la nueva clase urbana desarraigada, formada desde mediados del XIX en las grandes ciudades industriales.
La creciente secularización había producido que los cristianos más practicantes se concentraran en las parroquias y se separaran del resto: colegios cristianos, reuniones cristianas y relaciones cristianas. Pero el ambiente de una parroquia normal de París, con tono de clase media, no es atractivo ni cómodo para obreros, con otro lenguaje y costumbres. Tampoco era posible mezclar a los jóvenes de esas parroquias con jóvenes de otra extracción, con otro lenguaje y otras costumbres. Los padres protestaban. Los autores multiplican los ejemplos de iniciativas que solo han conseguido extraer algunas personas y familias del medio obrero e integrarlas con dificultad en las parroquias existentes. Pero así han dejado de pertenecer a su medio y ya no pueden ser fermento para esa “masa” desarraigada. Pero los pobres son favoritos del Señor y tienen que ser evangelizados. ¿Cómo conseguirlo?
Es preciso pensar lo que es una misión cristiana, y lo que puede ser cuando se hace en estos barrios.
La misión
Una misión “es la renovación del gesto de Cristo que se encarna y viene a la tierra para salvarnos. Es el anuncio de la buena Nueva a los que no la conocen” (p. 90). “El verdadero misionero va a construir una Iglesia. No va a aumentar la comunidad cristiana a la que pertenecía, no va a crear una sucursal” (p. 93).
Hay que recordar un dato sociológico y eclesial: aunque la conversión es individual, la misión se dirige a crear y establecer “iglesias”, comunidades, que los cristianos necesitan para respirar en cristiano, porque el ser humano (y el cristiano) es profundamente social.
“El fin último de una misión solo puede ser la recristianización de las masas: ambientes [milieux] e individuos. La masa de individuos gracias a la influencia del ambiente, el ambiente gracias a algunos individuos de élite con la ayuda de todo tipo de instituciones” (p. 244).
“Lo primero es la predicación directa del Evangelio. Es lo propio de un sacerdote cristiano […]. El segundo medio es la influencia personal. En el sacerdote se llama dirección; en el educador, educación; en el compañero, influencia” (p. 245).
“Pensamos que una gran parte de la élite del proletariado, con la gracia que viene sobre ellos, puede ser ganada por la predicación, lo mismo que en tiempos de San Pablo. La gente se plantea problemas religiosos y aunque reprochan muchas cosas a la Iglesia, quieren saber ‘qué piensan los curas’” (p. 250). Pero “un sacerdote que dirige doscientas personas está terriblemente sobrecargado” (p. 245).
Creación de comunidades cristianas
Es preciso formar alguna pequeña comunidad cristiana, porque sostiene la fe y, con su sola presencia, plantea la cuestión religiosa a los demás. “Nos permitimos insistir en este punto de la fundación de comunidades cristianas en todas las comunidades naturales porque nos parece que es la clave de todo el problema de las misiones urbanas. Nos parece probado que el 80 % de la gente del pueblo no pueden practicar el Evangelio que en y por esas comunidades. Ni siquiera pueden vivir una vida humana si no es en comunidad” (p. 253). Y citan en su apoyo a Gustave Thibon (Retour au réel, 1943).
Precisamente, una de las grandes causas de la descristianización fue el desenraizamiento masivo de la gente respecto a sus comunidades rurales de origen, motivado por la crisis de la sociedad tradicional campesina y el desarrollo de la industrialización urbana. A la vez, han perdido su inserción en la sociedad y en la Iglesia. Hay que ayudarles a crear comunidades. Muchos ya han creado comunidades de vecinos, de trabajos, de aficiones. Se trata de llegar allí. Esas comunidades son también el campo de desarrollo e influencia natural de los cristianos, que así no salen de su medio. Esto debe ir acompañado de un imprescindible trabajo de opinión pública cristiana en ese medio.
Con los estándares de otras misiones
Viene muy bien recordar cómo se han evangelizado otros pueblos. Inspirándose en lo que Pío XI decía a los misioneros, insisten en que se trata de transmitirles el Evangelio y nada más: “No hay que exigir como condición de su incorporación al cristianismo que los paganos se europeícen, no hay que pedirles más que los que pueden dar. Es preciso ser pacientes y saber recomenzar cuantas veces haga falta” (p. 159). A veces, habrá que esperar hasta una segunda o tercera generación. Los ambientes de las barriadas no son más fáciles de convertir que los pueblos antiguos.
Además, “el hombre de nuestro tiempo está enfermo, enfermo hasta el fondo de su naturaleza. Pretender que primero hace falta sanarlos para después convertirlos al cristianismo nos parece un método un poco semipelagiano. No se les sanará (al menos al hombre medio) más que con el cristianismo, y al ser sanado permitirá al cristianismo desarrollar todos sus efectos” (pp. 175-176). “Insistimos en que ese cristianismo de nuestros conversos no es siempre completo. Es todavía demasiado humano, demasiado impregnado del entusiasmo de un comienzo. Todavía se reconoce, sin embargo, la evidencia de la acción de la gracia. No es un cristianismo de un fiel, es un cristianismo de catecúmeno, un grano maravilloso que promete una cosecha, pero solo es un grano” (p. 176).
Conclusión
En la conclusión, critican el individualismo antinatural y el predominio del dinero en la vida moderna. Pero no se puede esperar a evangelizar a que las cosas se arreglen. Los primeros cristianos evangelizaron también a los esclavos.
“No nos hacemos ilusiones. El fin último no es convertir al proletariado, sino suprimirlo, pero esto es tarea de toda la Ciudad. No tratamos solo de llevar las masas a Cristo, sino que dejen de ser masas informes” (268).
¿Y después?
Esa misión despertó una oleada de generosidad auténticamente cristiana, especialmente en muchos sacerdotes y jóvenes. Muchos sacerdotes partieron con los deportados franceses a los campos de trabajo obligatorio en Alemania, para acompañarles. Otros formaron comunidades en las barriadas obreras.
El intenso influjo del comunismo, desde finales de los cuarenta, con su loca mística, su propaganda y su descarada manipulación de las instituciones, desorientó muchas aspiraciones cristianas, desviándolas hacia opciones netamente políticas y revolucionarias. Como símbolo, en 1969, la JOC dio un viraje hacia la lucha de clases, incorporando como modelos al Ché Guevara y a Mao. Esto desnaturalizó y desvió todo.
Queda todo el testimonio sacrificado de tantos que hicieron bien. Y, tras el huracán comunista, las mismas sanas inspiraciones del principio. El proletariado, como deseaban los autores, ha desaparecido con el progreso (y no con el comunismo), aunque permanece la marginación. La evangelización es hoy más necesaria que ayer, pero no para las barriadas, sino para el conjunto de la sociedad. Hay que ir a ellos, como decía entonces el cardenal Suhard, y repite hoy el Papa Francisco.