Ignacio Uría Rodríguez, , director de la revista Nuestro Tiempo, historiador de la Universidad de Navarra y especialista en historia contemporánea de América
Un cambio malogrado
La llegada de John F. Kennedy a la Casa Blanca supuso un cambio generacional en la política norteamericana. JFK fue el primero en muchas cosas: el primer presidente nacido en el siglo XX, el más joven en llegar a esa responsabilidad y, sobre todo, el primer católico en dirigir EE UU, una nación fundada y gobernada por protestantes.
El currículo personal y familiar de Kennedy era brillante. Su abuelo materno había sido alcalde de Boston y congresista demócrata, y su padre embajador en Gran Bretaña y empresario de éxito. Por su parte, él se había graduado en Harvard y era doctor en relaciones internacionales. Había vivido en Europa y recorrido Oriente Medio. Además, poseía el Corazón Púrpura, máxima distinción militar, por su heroísmo en Asia durante la Segunda Guerra Mundial, donde cayó herido.
Con 30 años llegó al Congreso, con 39 ganó el Pulitzer y con 43 se presentó a las elecciones contra Nixon, al que derrotó por el margen más estrecho conocido: apenas un 0,1% de los votos populares. Es decir, unos 100.000 votos sobre un censo de 68 millones de votantes.
A principios de la década de 1960 el mundo vivía cambios profundos. La descolonización de África y Asia era imparable, avivada en parte por la Guerra Fría. Europa sufría un rápido declive internacional y el Movimiento de los Países No Alineados propugnaba una vía alternativa a la política de bloques. Incluso la Iglesia católica quiso actualizar su mensaje e integrarlo "en el aire de los tiempos", razón por la que Juan XXIII - santo en 2014 - convocó el Vaticano II.
En ese escenario gobernó John Kennedy. Sus relaciones con la URSS se basaron en la "coexistencia pacífica", una propuesta del presidente soviético Jrushchov para que la guerra no volviera a ser la solución de las disputas internacionales. La Crisis de los Misiles de 1962 en Cuba desafió ese pacto tácito, ya que estuvo a punto de desatar una guerra nuclear.
En política exterior se enfrentó al empeoramiento del conflicto de Vietnam y a la construcción del Muro de Berlín, que toleró afirmando "un muro es mejor que una guerra". También aceptó el desafío de la extensión comunista en Latinoamérica, que intentó contrarrestar con la Alianza para el Progreso, un programa de 46.000 millones de dólares para la democratización del hemisferio.
En política interior, Kennedy abordó con determinación la cruenta discriminación racial y el narcotráfico, además de intentar estimular una economía deprimida. Para atajar los problemas sociales formuló la Política de la Nueva Frontera, un proyecto federal que quería extender la educación y la sanidad a los pobres inspirado en el New Deal del presidente Roosevelt, al que admiraba. La Mafia se convirtió en otro grave problema porque, si bien el presidente había recibido del crimen organizado decenas miles de votos en 1960, el fiscal general, su hermano Robert Kennedy, perseguía a la Cosa Nostra con una tenacidad nunca vista.
Kennedy fue un presidente contradictorio. Dubitativo (como en la invasión de Bahía de Cochinos, donde retiró el apoyo de la aviación militar sin previo aviso) y también enérgico (garantizó por la fuerza el cumplimiento de una sentencia de la Corte Suprema para que la Universidad de Misisipi admitiera al primer estudiante negro de su historia). Sofisticado y mujeriego, fue un idealista capaz de soñar con llevar al hombre a la Luna, pero también un dirigente calculador que autorizó un golpe de Estado en Vietnam del Sur o el magnicidio del dictador dominicano Rafael Trujillo.
Dentro de Kennedy vivían muchos kennedys y quizá en eso resida su hechizo. Era fascinante porque era enigmático. Era fascinante porque sus admirables virtudes públicas convivían con peligrosos vicios privados. En definitiva, era un presidente de carne y hueso, alejado de la victoriosa aureola militar de Eisenhower o de la gris apariencia de oficinista de Harry Truman.
Hace medio siglo, el 22 de noviembre de 1963, dos balas terminaron con las esperanzas de una generación y cambiaron la historia de EE UU para siempre.