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¿Es legítima una ley de Amnistía?

18 de agosto de 2023

Publicado en

Expansión

Mario Pereira Garmendia |

Profesor de Derecho Penal de la Universidad de Navarra

La situación que se plantea, en términos generales, es si se pueden perdonar los presuntos actos delictivos cometidos por Carles Puigdemont y otros líderes del procés, específicamente en lo que refiere a la malversación de caudales públicos. Para ello, tenemos que atender al instituto que se encuentra recogido expresamente tanto en la Constitución como en la ley española: el indulto. Sin embargo, de plano resulta impracticable al caso en estudio, ya que estas personas, al fugarse, han impedido la celebración de juicio alguno y, por ende, no hay condena firmeninguna.

Sin perjuicio de lo anterior, el ámbito del perdón por razones de conveniencia o utilidad pública es mucho más amplio que el del indulto propiamente dicho, pudiendo alcanzar situaciones aún no juzgadas. Y es en dicho marco donde reside el Instituto de la amnistía, que supone una gracia completa a todos aquellos sujetos que hayan estado involucrados en presuntos delitos –de cualquier naturaleza–, y hayan o no sido juzgados. Todo ello en aras de prístinas necesidades políticas: consecución de la paz y reconciliación nacional. Extremos que se aprecian dentro de lo que se ha dado en llamar, a nivel doctrinario y de las Naciones Unidas, Justicia Transicional.

Así, los castigos a determinadas personas por determinados delitos particulares quedan subordinados a la consecución de la paz y a la estabilidad político institucional. Desde la celebración del tratado de Roma de 1998 –constitutivo del Estatuto de la Corte Penal Internacional– así como del reconocimiento del principio de la responsabilidad para proteger por las Naciones Unidas en el año 2001, dichos fundamentos ostentan una –por lo menos– dudosa legitimidad. Los Estados tienen la obligación de perseguir y castigar los llamados delitos atroces: genocidio, lesa humanidad crímenes de guerra, agresión internacional, no pudiendo inobservar dichos deberes en razones de política interna.

Mas es indiscutible que fue dentro de este ámbito donde se formuló la Ley de Amnistía del año 1977, puesto que fue en aras de la reconciliación nacional, de la reinstitucionalización de los partidos políticos, cuando se procedió a celebrar dicha amnistía –o perdón general y abstracto–, a todas aquellas personas pasibles de responsabilidad penal por ciertos delitos en un determinado espacio de tiempo –la Guerra Civil y la dictadura franquista–. De ahí que la pregunta no debe ser si cabe o no una ley de amnistía desde el punto de vista formal, sino si sustantivamente –es decir, materialmente– tal ley sería legítima. Ello, en atención a las circunstancias concretas sobre las que se solicita. Dentro de este marco, entiendo que de ninguna manera tal ley podría sustentar legitimidad alguna. Me explico. No estamos ante la lógica de los delitos atroces, ni de la Justicia transicional. Resultan manifiestamente incomparables la situación de los prófugos del procés con las generadas, por ejemplo, durante la Guerra Civil o la posterior dictadura franquista.

Pretender equiparar situaciones tan dispares, resulta, como mínimo, un absurdo. No parece coherente una fundamentación sobre la base de “necesidades de reconciliación nacional y de paz pública”, cuando el mismo Estado, a través de la Fiscalía del Tribunal Supremo, sigue impulsando sendas euroórdenes a Bruselas, a efectos de la detención y entrega de estas personas por el delito de malversación. Con independencia de cuál sea el futuro Gobierno, se advertiría como una profunda bipolaridad por parte del Estado español, el que esté solicitando de otros estados de la UE la detención y entrega de una persona, y, al mismo tiempo, sustente un proyecto de ley de amnistía general sobre la base de necesidades de paz y reconciliación nacional respecto de esas mismas personas y por los mismos hechos.

En la pasada legislatura no solo se derogó el delito de sedición –que constituía el principal cargo que pendía sobre estas personas prófugas– sino que la modalidad de malversación por administración desleal se reformó en lo relativo a su pena, máxime en este caso donde dudosamente se pueda sustentar un daño o entorpecimiento graves al servicio al que estaba consignado tal dinero. De ahí que la pena sería de inhabilitación para empleo o cargo público de uno a tres años y de multa de tres a doce meses sin perjuicio de la responsabilidad civil subsidiaria, por la que deberían devolver el dinero malversado. Luego, ex ante, no estaríamos ante una pena desproporcionada que necesite ser contrarrestada a través de un perdón general y abstracto.

En todo caso, en estos tiempos que corren, el legislador no debería olvidar que el fundamento de toda amnistía radica en su utilidad pública, y en nada más. Y la utilidad pública no debería confundirse con planes o intereses político-partidarios, ni con carreras políticas de personas particulares. Esto último, como ya advertía Kant, configuraría el más obsceno de los actos del Estado, porque no sería, en lo sustantivo, más que la perpetración de un acto antijurídico.