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Patrimonio e identidad (79). El desarrollo del belén en España

18/12/2023

Publicado en

Diario de Navarra

Ricardo Fernández Gracia |

Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro

La historia del belén en España se va perfilando poco a poco. Junto a las monografías sobre los belenes reales dieciochescos y el de Francisco Salzillo, contamos con otros trabajos para afrontar y contextualizar su estudio, entre los que podemos destacar los de Leticia Arbeteta, Cristóbal Belda, Antonio Basanta, Rafael García Serrano, Ángel Peña o Isabel Gómez de Rueda. Muchos de sus textos plantean y desarrollan el tema y proponen una metodología seria y rigurosa para su investigación.

Los orígenes del belén hay que relacionarlos, más que con las lacónicas noticias del relato evangélico, con los apócrifos y, sobre todo, con el teatro de Navidad que tuvo un amplio desarrollo desde tiempos de la Edad Media, pese a las prohibiciones de Inocencio III. Un hito singular en la historia del belén fue la escenificación que ideó san Francisco de Asís en la Nochebuena de 1223, con permiso papal, en Greccio. Los franciscanos, en sus ramas masculina y femenina –clarisas-, se convirtieron en apóstoles de tan singular costumbre, combinando en los montajes aspectos naturalistas y simbólicos.

Un belén no es solamente iconografía navideña. No se trata, por tanto, de pinturas, esculturas o grabados del ciclo de la infancia de Cristo. Es una representación tridimensional y escenográfica del nacimiento de Cristo, realizada con figuras móviles, en un escenario fijo que se arma para el tiempo de Navidad. Se trata, por lo general, de construcciones efímeras y estacionales, de un pequeño universo reducido y estático que alberga personas, animales y casas. Las fuentes para su estudio en España son escasas, ya que resulta muy difícil saber cómo se realizaban los montajes con anterioridad a fines del siglo XIX. Además, las referencias documentales no abundan. Los inventarios notariales de las casas de nuestros antepasados, tan detallistas en tantos aspectos, apenas recogen la existencia de las figuras del belén. En la mayor parte de las regiones peninsulares, es en las clausuras de monjas, en donde encontramos los ejemplos más significativos, tanto en los de tamaño monumental, como en las reducciones de aquéllos, dentro de los denominados escaparates, que son unas urnas o vitrinas con el frente de vidrio, en cuyo interior aparecen figurillas de barro o cera ricamente policromadas o vestidas.

Los siglos del Barroco

Los siglos del Barroco supusieron un impulso definitivo para el desarrollo de los belenes, y no por casualidad, ya que en aquellos momentos se valoró, más que nunca, el espacio, las escenografías y los elementos populares, a la vez que se produjo una coincidencia con unos determinados valores de piedad y religiosidad, tendentes a cautivar a los fieles a través de los sentidos, con el convencimiento de que Jesús despierta, durante la Navidad, en el corazón de las almas devotas. En aquel contexto, no nos puede extrañar que fuese, en el Nápoles dieciochesco, en donde el género belenístico adquirió una relevancia especial, aunque no es sostenible que de aquellas tierras llegase tal costumbre a España ya que, en la península hay suficientes testimonios anteriores a la eclosión napolitana. Al siglo XVII pertenecen, en España, numerosos ejemplos en templos y monasterios y aún en casas particulares, destacando las obras de Luisa Roldán, La Roldana, escultora del rey y las figuritas de cera del mercedario fray Eugenio Gutiérrez de Torices, calificadas por los pintores italianos Mitelli y Colonna como “miracolo della natura”. Al respecto, no podemos dejar de recordar que el propio Lope de Vega instalaba un belén en su casa, copiándolo del retablo de una iglesia, con figuras de quita y pon, en el tiempo de Navidad.

Sin embargo, fue en el siglo XVIII, cuando se produjeron excelentes ejemplos en Alemania y todo el ámbito mediterráneo e incluso iberoamericano. Maestros como el andaluz Pedro Duque Cornejo talló figuras expresivas y de cuidadas policromías. En aquella centuria llegaron a la Corte y con destino a casas nobles los afamados conjuntos napolitanos de figuras de terracota y madera, en los que la llegada al mundo del Niño Dios pasó a considerarse como un suceso natural, en un mundo colmado de hombres que desarrollaban sus actividades y que, en un momento determinado, conocen la noticia, celebrándola como algo que les era propio en un auténtico microcosmos festivo, con gran espontaneidad y vitalidad y con unas figuras de maniquí, articuladas, que permitían movilidad.

Un verdadero hito en el desarrollo del belén hispano lo constituyó el conjunto encargado, en 1776, al escultor Francisco Salzillo por don Jesualdo de Riquelme, rico prócer murciano que, tras un viaje a Madrid, se entusiasmó con el arte belenista. El afamado artista recreó la historia de la venida de Cristo al mundo, en un ámbito popular sacado del medio pastoril, con tipos populares de la huerta murciana, e inspirados en los grabados de trajes populares, obra del célebre grabador Juan de la Cruz. Otros escultores, como el andaluz Pedro Duque Cornejo, realizaron figuras expresivas y de cuidadas policromías. Algunos maestros de la segunda mitad del siglo XVIII, no permanecerían ajenos a la influencia napolitana, haciendo maniquís ricamente vestidos. El valenciano José Esteve, llegó a realizar hasta ciento ochenta figuras de 50 cms. de altura con destino al belén del príncipe Carlos, hijo de Carlos III. El elevado número de encargos no nos ha de sorprender, pues los belenes de palacio llegaron a contar con casi seis mil figuras, muchas de las cuales se dispersaron, posteriormente, entre museos y otras colecciones particulares.

La popularización de los belenes desde la época de Carlos III

Algunas familias nobles, deseosas de emular las modas impuestas por Carlos III en la Corte madrileña, hicieron lo propio en sus mansiones. Al respecto, hay que recordar el texto de José Blanco White, recogido en sus “Cartas de España” (1808), cuyo contenido es aplicable a muchas ciudades hispanas. Así reza su contenido: “Hace treinta o cuarenta años, las familias acomodadas tenían la costumbre de preparar, para una exhibición pública, dos o tres habitaciones de la casa, en las que sobre una rústica imitación de rocas y montañas, colocaban entre lámparas y velitas una gran cantidad de figuras de barro que representaban las acciones más corrientes de la vida. En el centro de la escena se podía ver un establo medio en ruinas con las figuras de José, María y varios pastores, arrodillados en actitud de adorar al Niño reclinado en el pesebre, acción que un asno y un buey imitaban con la mayor compostura. Esta colección de muñecos llamada nacimiento se sigue exhibiendo todavía en muchas casas, aunque ya no para el público, sino para diversión y satisfacción piadosa de la familia y de los amigos más íntimos. En esta época a que me refiero, los nacimientos eran pretexto para organizar grandes fiestas y pasar varias noches bailando y entreteniéndose… Las habitaciones se iluminaban al atardecer, y no sólo los amigos de la familia tenían derecho a disfrutar de la fiesta, sino que también cualquier caballero que diera su nombre en la puerta, podía presentar a una o más señoras, a las que, aunque el dueño de la casa sólo conociera de vista, se les rogaba que participaran en las diversiones en curso. Éstas consistían en cantar, bailar y, frecuentemente recitar trazos de comedias del teatro antiguo español, conocidos con el nombre de relaciones. El recitar estaba considerado, hasta hace poco, como una buena afición en hombres y mujeres, y los que tenían esta habilidad se levantaban a petición de los reunidos para declamar, accionando al estilo de nuestra vieja escuela de oratoria, de la misma manera que otros divertían a la concurrencia tocando algún instrumento. Un ligero refrigerio de tortas navideñas, llamadas hojaldres, y de vino dulce o licores caseros, era suficiente para librar a la casa de la acusación de tacañería. De esta manera, diversión y sociedad se conseguían con un gasto muy moderado. Pero los nacimientos de hoy raramente ofrecen diversión a los extraños, y con excepción de cantar villancicos al son de la zambomba, poco es lo que queda de las antiguas fiestas”.

Gran parte de cuanto se afirma en este interesante documento, se ha venido repitiendo en numerosas ciudades y pueblos a lo largo del siglo XIX y primeras décadas del siglo pasado. Burgueses, labradores con posibles y familias con desahogada posición económica, adquirieron sus particulares montajes y figuras. Sus hogares fueron testigos de todas aquellas celebraciones en torno al belén, llegándose a organizar rondas por parte de cuadrillas y auroros para visitar tan singulares conjuntos.

El siglo XIX: el belén a los hogares

La costumbre del montaje del belén se extendió a los hogares bien entrado el siglo XIX, en plena época romántica, de la mano de notables obras, como las del artista catalán Ramón Amadeu, pero sobre todo con pequeñas figuras de barro de gran ingenuidad. Los belenes se convirtieron en pequeños oratorios festivos en torno a los cuales se reunían las familias, con pandereta o zambomba en las manos, el villancico en la voz, el movimiento de la danza en los pies y la alegría en los corazones. Los belenes de grandes proporciones y de figuras de calidad, denominadas “de fino” fueron patrimonio de las clases más acomodadas e instituciones religiosas y se adquirían por encargo, en tanto que las “de vasto” se podían comprar en los mercadillos y tiendas, que las importaban desde tierras levantinas o granadinas.

La popularidad alcanzada por los obradores murcianos y granadinos inundó el mercado desde mediados del siglo XIX, antes de que los talleres catalanes de la escuela de Olot cautivasen con su particular visión historicista, derivada del grupo de los nazarenos, pintores alemanes que reaccionaron contra el Neoclasicismo imperante en base a los descubrimientos arqueológicos en Palestina. En la misma sintonía, los artistas de la calle parisina de Saint Sulpice influyeron decisivamente en Cataluña en la escuela olotina con un estilo correcto, algo dulzón y con influencia de la estética nazarena. Con esos presupuestos, numerosas instituciones y personas se decantaron por aquellas figuras, uniformizando todo lo relativo al belén, siempre desde la perspectiva orientalista. De momento, las figuras salidas de los talleres de Olot convivieron con las tradicionales de barro cocido, pero acabarían por imponerse estas últimas.

Respecto a los valores antropológicos de nuestros viejos belenes, citaremos el testimonio de Julio Caro Baroja.  En su libro de memorias familiares, confiesa su afición, desde la infancia, por adquirir figuras. Allí nos relata cómo, en el Madrid de hace un siglo, aún se podían adquirir modelos salidos de moldes decimonónicos granadinos y murcianos. Entre los párrafos del citado trabajo, leemos: “Toda la vieja sociedad campesina del Sur se podía encontrar representada en figuras y grupos, con independencia de la formación física o de acuerdo a un canon del Nacimiento navideño…. Tampoco me interesaban porque creyera que eran humildes o pobres de espíritu, sino porque me divertía pensar en sus trabajos cotidianos, en sus yuntas, pozos, fuentes con cántaras y borriquilla con albardas o aguaderas, en los aparejos para hilar o efectuar otra tarea”.