Ricardo Fernández Gracia, Director de la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro
Fiesta e imágenes en torno a San Antón
La vida de San Antón, guía espiritual de eremitas y del primer monacato, fallecido a mediados del siglo IV y cuya fiesta se acaba de celebrar, fue divulgada por San Atanasio y popularizada, como tantas otras, por Jacobo de la Vorágine en la Leyenda Dorada, en pleno siglo XIII, si bien su culto ya se venía difundiendo por la orden hospitalaria de los antonianos, que recordaban al santo por haber distribuido sus bienes entre los pobres y como vencedor de no pocas tentaciones. A fines de la Edad Media, los antonianos atendían enfermos contagiosos, contando entre sus recursos, la crianza de cerdos que gozaban del privilegio de vagar por las calles con sus campanillas al cuello, pudiendo hozar en basuras y comunales. En algunas localidades, hasta tiempos recientes, se mantuvo la tradición del "cerdo de San Antón" que mantenían los vecinos y luego rifaban.
Navarra contó con tres sedes antonianas en Tudela, Pamplona y Olite. En esta última localidad radicaba una encomienda, en el actual monasterio de Clarisas, de la que dependían las tres navarras y las de Zaragoza, Calatayud y Huesca, Valencia, Orihuela, Barcelona, Cervera, Lérida, Tárrega, Valls y Palma de Mallorca.
Entre los patronazgos del santo figuran numerosas corporaciones: los cesteros porque los solitarios monjes de la Tebaida se dedicaban a trenzar cestos y los sepultureros, porque San Antón enterró a San Pablo ermitaño en el desierto, según podemos ver en numerosas pinturas, entre ellas una de Velázquez. Sin embargo, la mayoría de sus patronazgos tienen que ver con los animales domésticos -en relación con el cerdo, su atributo más popular- y con la curación de enfermos, como santo sanador.
Los antonianos destacaron por la atención y cuidado de los enfermos de dolencias como la peste, lepra, sarna y sobre todo el ergotismo, denominado "fuego de San Antón". Contaron con varios establecimientos en las afueras de las ciudades del Camino de Santiago, en los que se practicaban distintas terapias, como ha estudiado Juan Ramón Corpas. El citado mal atacaba, mayormente, a los agricultores del centro y norte de Europa, especialmente durante el otoño, después de un verano cálido y lluvioso, al ingerir pan de centeno contaminado por un hongo.
En tiempos en que muchas enfermedades en que como ésta, no tenían cura y se atribuían a un castigo divino los pecados cometidos, se aconsejaba la penitencia y postrarse ante el apóstol Santiago. Entre las terapias de la orden figuraban los toques con el báculo antoniano y los repartos de escapularios, pan y vino. Hay que hacer notar que el mero hecho del cambio de dieta fue fundamental en la curación de muchos contagiados, pues ellos, sin saberlo, elaboraban pan de trigo sin el hongo parásito.
La tau y otros atributos
San Antonio abad es de los santos que mejor se identifican por representarse siempre como un anciano barbudo -por haber alcanzado los 105 años de edad-con sayal y capucha, y acompañado de la tau en sus ropas y en el báculo abacial, la esquila, el cerdo y las llamas del "fuego de San Antón".
Respecto a la tau, hay que recordar que se interpretó como amuleto apotropaico y preservativo contra la muerte súbita y las enfermedades contagiosas. Su origen hay que relacionarlo con el texto de Ezequiel que trata de salvar de la muerte a los marcados con la tau. Los exegetas del santo la interpretaron como signo de las victorias y triunfos que, en virtud de la Santa Cruz, el San Antón lograba sobre el demonio, los infiernos y el fuego. Algunos autores hicieron una digresión curiosa sobre el porqué los antonianos eligieron la tau, al señalar que el travesaño superior de la cruz de Cristo con el INRI se debía filiar con "flores reinos y glorias", no así las otras partes de la misma, ligadas a clavos, penas, dolores y tormentos que quiso abrazar el santo.
El cerdo a sus pies alude a la lujuria dominada, saliendo triunfante en las numerosas tentaciones que nos narran textos y pinturas de todas escuelas y épocas (Grünewald, El Bosco, Cézanne o Dalí). Sin embargo, el pueblo siempre lo interpretó como signo inequívoco de la protección de los animales domésticos, en tiempos en que la vida de los hombres dependía de ellos, ya que les servían de ayuda y de alimento.
La campanilla que acompaña a tantos retratos infantiles de siglos pasados, por entender que su sonido alejaba a los malos espíritus, se asimila en el caso del santo a la licencia de los antonianos para pedir limosna por parte de las autoridades romanas. Asimismo, era atributo de ermitaños por su capacidad para rechazar los ataques de los demonios que huían ante su ruido, al igual que de la luz de las velas. Las campanillas de plata y las esquilas de metal con la tau eran propias de las casas de antonianos, las primeras para los religiosos, y las segundas para el ganado.
A las llamas de fuego ya nos hemos referido al tratar del fuego de San Antón, si bien hay que hacer también alusión al poder que Dios le dio contra el fuego. Unas cuentas de rosario, un báculo abacial y el libro del saber y de fundador completan su iconografía. En ocasiones el mismo demonio, en forma de monstruo, aparece a sus pies vencido y alanceado, como hiciera el famoso Francisco Salzillo.
La fiesta en nuestros pueblos
La sociedad rural, hasta hace pocas décadas, ha festejado su fiesta de distintos modos, pero siempre con el protagonismo de los animales domésticos. Las celebraciones en su honor son variadas y abundantes, sin duda de las más importantes del calendario invernal. Jimeno Jurío recuerda cómo su estampa no faltaba en cuadras y establos, así como la obligatoriedad de que en su fiesta los animales descansasen, e incluso tuviesen doble ración de pienso.
El 17 de enero se bendecían tanto alimentos, el famoso pan del santo, marcado con la tau, así como cereales y piensos para los animales y en muchos casos a los propios animales. José María Iribarren dio buena cuenta de numerosos festejos. Las hogueras de la víspera han sido una constante en numerosas localidades, así como el desfile delante de las imágenes del santo y de las hogueras. Las "revueltillas" entorno a sus pilares o ermitas se practicaban en la zona Media y la Ribera, mientras en la merindad de Sangüesa los animales desfilaban bajo una estola cogida en sus extremos de balcón a balcón, mientras el sacerdote procedía a la bendición. En Fitero, un curioso bando de 1818 ordenaba que "ninguno sea osado de llevar las caballerías corriendo por las calles con motivo de las vueltas que acostumbran dar por los San Antonios, afin de evitar las desgracias que pueden ocurrir y al que quisiere salir se le encarga lleven aquéllas al paso natural, bajo la pena al que contraviniere de tres días de cárcel y las costas de prisión y carcelajes".
La fiesta tenía sus ecos en los monasterios de clausura, especialmente entre las cocineras. Sirva de ejemplo el caso de las Capuchinas de Tudela, en donde, de víspera, se llevaba su imagen a la cocina, disponiendo un altar, en donde se cantaba una Salve y se rezaba, con los brazos en cruz, por todos los protectores de la casa, vivos y difuntos.
En Buñuel, por ejemplo, aún se reparte pan y queso y se encienden las hogueras tradicionales, como en otras muchas localidades. Las novenas y los gozos al santo se recitaban y cantaban en templos delante de sus esculturas y pinturas y, en algunas casas particulares, ante estampas e imágenes de candelero de factura popular. En general, sus letrillas le invocaban como protector ante el demonio, el fuego, el mal y el dolor.
Sus cofradías en Navarra sumaban algo más de tres decenas. Según Gregorio Silanes, se encontraban en su mayor parte radicadas en el norte (Bera, Zugarramurdi, Urdax, Goizueta, Erratzu, Sumbilla, Elizondo, Santesteban, Etxarri-Aranatz, Alsasua, Urdiain, Bacaicoa, Iturmendi, Lizoáin, Urricelqui, Ibiricu, Redín, Ardanaz, Yelz, Arzoz, Reta y Unciti), lo que se ha de relacionar con la respuesta a algunas epidemias de ganado, aunque varias como la de Iturmendi y Urdiáin agrupaban a los arrieros que cruzaban, en el siglo XVII, la sierra de Urbasa, en una travesía comercial entre la costa y la meseta castellana. Otras cofradías radicaban en Tafalla, Sangüesa, Corella, Tudela, Cascante, Monteagudoy Buñuel. La última fundada en 1945, con carácter asistencial, fuela de Fitero.
Por lo que respecta a sus representaciones, mucho más abundantes en escultura que en pintura, destacan por su número y calidad, las del siglo XVI, tanto las pertenecientes al Primer Renacimiento (El Busto, Genevilla, Uharte-Arakil, Irañeta, Esquíroz y Orkoien, entre otras) como las de marcado estilo romanista (Olazagutía, Narcue, Zubielqui, Arróniz, Jaurrieta, Añorbe o Ituren), sin que falten tablas del tardogótico y del siglo XVI. En el XVII destacan los relieves del colateral de la catedral de Pamplona y del retablo de San Sebastián de Lodosa, la escultura titular de su retablo en el santuario de Codés y algunos lienzos. Del siglo XVIII son algunas delicadas tallas como la de Cárcar, aunque la mayor parte son de factura popular. Todas son testimonios de una gran veneración y un culto extendido a lo largo de los pueblos de la geografía foral, lo mismo que el número de refranes que tienen como protagonista al santo en relación con el tiempo, la duración del día y los animales.
Prodigios y maravillas
Como cabría esperar en una hagiografía de época barroca, que lleva el retórico título Nacimiento, vida y milagros del terror de el infierno y pasmo de penitencia...(Pamplona, F. Picart, 1716), encontramos algunos milagros obrados por el santo en tierras de Navarra, junto a numerosos hechos portentosos y fabulosos que relata su autor, el tudelano y antoniano fray Manuel Liñán, y que ha dado a conocer Ricardo Ollaquindia. Particularmente, se detiene en tres casos ocurridos en Sangüesa, Caparroso y Tudela. El primero se relaciona con una señora que, haciendo caso omiso a su criada, no quiso guardar la fiesta del santo con una colada frustrada al empezar a arder la ropa. En Caparroso, en 1691, el milagro sobrevino al caer un carro con los bueyes por un barranco, quedando carga y animales a salvo gracias a la invocación al santo que hicieron diversas personas que contemplaron el suceso y en Tudela el prodigio vino cuando se sofocó un pavoroso incendio arrojando al fuego una estampa del santo, repitiéndose un hecho frecuentísimo en otros lugares.