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Europa en la encrucijada de Ucrania

19 de febrero de 2025

Publicado en

The Conversation

Salvador Sánchez Tapia |

Profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad de Navarra

Los acontecimientos del pasado fin de semana han dejado en muchos observadores la sensación de estar viendo el drama de la historia desarrollarse ante sus ojos. El contenido de los discursos pronunciados por el secretario de Defensa y el vicepresidente de Estados Unidos en el Cuartel General de la OTAN y en la Conferencia de Seguridad de Múnich, respectivamente, eran esperados y esperables en su fondo, pero han sido demoledores en la forma: una reprimenda sin paliativos a sus socios y aliados europeos.

Las consecuencias prácticas de ambos discursos están aún por verse del todo, y pueden llegar a cambiar el curso de la historia. Cualesquiera que sean, es innegable a estas alturas que el vínculo transatlántico ha sufrido un daño considerable. Los Estados Unidos parece que ya no están dispuestos a cubrir incondicionalmente las espaldas de Europa, y que la garantía de seguridad que extienden al continente desde 1945 dependerá ahora de que los aliados satisfagan los requerimientos impuestos desde Washington; una relación asimétrica en la que todo tiene un precio.

El tenor de ambos discursos manifiesta con toda crudeza el poco respeto que Norteamérica dispensa a sus socios europeos, a quienes considera decadentes e inoperantes; la visión netamente realista y transaccional que Trump tiene sobre las relaciones exteriores -obviando que la presencia norteamericana en Europa responde, ante todo, a la necesidad de satisfacer sus intereses geoestratégicos; y las tristes realidades de la indefensión europea ante las amenazas que sobre ella se ciernen, y de que, si no reacciona, está condenada a la irrelevancia, si es que no está ya plenamente instalada en ella. La reunión de países europeos organizada apresuradamente en París, con su liturgia de quejas de los no convocados y de diferencias sobre el papel europeo en esta grave circunstancia, no hace sino hurgar en la herida.

No faltará quien considere que Europa cosecha hoy lo que ha sembrado a lo largo de varias décadas ignorando las demandas de una defensa digna de tal nombre. Europa optó por convertirse en un enano militar y, consecuentemente, el presidente Trump ha decidido ahora, porque puede hacerlo, dirimir el futuro de Ucrania bilateralmente con Rusia y sin tener en cuenta ni a Ucrania ni al continente. Tal visión no está exenta de mérito, pero es injusta en este caso concreto porque, con todas las limitaciones que se quiera, la asistencia financiera y material europea a Ucrania no ha sido menor, y porque el continente ha debido hacer un importante esfuerzo -del que Estados Unidos se ha beneficiado- para reducir su dependencia de los recursos energéticos rusos. Además, la cuestión que se dirime le afecta directamente, toda vez que convive con Rusia en Eurasia sin poder beneficiarse del foso protector del Atlántico.

Las negociaciones no han hecho sino comenzar y sus contornos son aún imprecisos. La idea de desplegar en Ucrania una fuerza multinacional europea para mantener la paz parece abrirse paso como una de las demandas que Trump podría hacer a sus socios. Si, finalmente, Rusia aceptara tal despliegue, probablemente los europeos aceptarían la decisión para no indisponer más a Estados Unidos. Hacerlo, sin embargo, requiere aclarar antes aspectos cruciales como el de la necesidad de contar con una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU -donde, no se olvide, Gran Bretaña y Francia tienen derecho de veto; o los de la misión específica que deberán cumplir las fuerzas, las condiciones para el uso de la fuerza, o la situación final deseada para proceder al redespliegue. La fuerza, además, debería contar con un sistema robusto de mando y control, y de capacitadores esenciales como comunicaciones, inteligencia, o defensa aérea. Finalmente, tendría que disponer de una reserva potente, y del respaldo creíble de otros medios para disuadir a Rusia de atacar u hostigar a las fuerzas desplegadas en Ucrania. Todo ello, hoy por hoy, hace imprescindible una contribución norteamericana mínima.


Aceptar el despliegue sin una respuesta satisfactoria a estas cuestiones entraña aceptar importantes riesgos -¿qué pasa si, por ejemplo, un miembro de la OTAN es atacado por Rusia?. La de participar es una decisión soberana de cada uno de los países europeos afectados quienes, en aras de su propia seguridad, no deberían cejar en su demanda de tener una voz en la toma de decisiones que tan gravemente les afectan.

La llegada de Trump ha abierto un paréntesis que puede cerrarse, retornando a la normalidad, cuando concluya su mandato. Europa debe prepararse, no obstante, para el peor de los escenarios; considerar que las relaciones transatlánticas ya nunca volverán a ser como antes; y hacer, de la necesidad, virtud, avanzando en la dirección de lograr una auténtica autonomía estratégica de la mano de la OTAN que, a pesar de los pesares, sigue siendo vital para la seguridad continental.