Ricardo Fernández Gracia, Director de la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro
El Crucificado en Navarra: culto, arte y relatos legendarios
Los archivos y el patrimonio cultural atesoran numerosísimos testimonios sobre lo que ha supuesto en la sociedad occidental el misterio de la cruz. A las imágenes esculpidas, pintadas o grabadas, se unen un gran número de cofradías, cultos y leyendas. En estas últimas, no faltan paisajes, ríos, catástrofes, guerras, pestes, judíos, cruzados, anónimos artistas, peregrinos y marginados. Ambientes y actores, en definitiva, para desarrollar intensos relatos que acrecentaban la atracción y la imaginación en torno a venerados iconos.
Sin embargo, hay que considerar que, si bien el pasado nos ha legado ricos testimonios, también se ha llevado, para siempre, otros referidos a numerosos Crucificados que, en otros tiempos, fueron motivo de inspiración para el artista, el poeta, el músico, el predicador y los fieles. Los tiempos cambian y el devenir histórico, en muchas ocasiones, todo lo engulle, omnia vorat.
Las grandes imágenes desde el siglo XII
Las imágenes del Crucificado variaron, formalmente, en las etapas históricas, de acuerdo con unos modelos de devoción cambiantes y acordes con los distintos contextos. Unas características determinadas, sirvieron tanto para grandes iconos devocionales, como para cruces procesionales, miniaturas y obras de artes suntuarias. Desde la Biblia de Sancho el Fuerte a las obras contemporáneas, un sinfín de imágenes han expresado el misterio del Crucificado, también en tierras navarras.
El siglo XII presentaba a Cristo majestuoso, vivo, sin grandes signos de padecimiento, con corona real, largo perizonium, cuatro clavos y actitud hierática. Excelentes ejemplos son las tallas de Estella, Cizur Mayor, Torres del Río, Caparroso o Pitillas. Por el contrario, en la etapa gótica, el naturalismo propio del momento, propició esculturas patéticas y expresivas, con abundantes signos de sufrimiento. Un gran conjunto de esculturas bajomedievales, con diferentes influencias, estudiado por Clara Fernández-Ladreda, presenta unos modelos en los que se fue intensificando la fuerza expresiva en paños, posturas y rostros. Por su originalidad destacaremos los de Puente la Reina y Aibar, el primero de la segunda década del siglo XIV, vinculado con obras de Giovanni Pisano y el segundo, de mediados de aquella centuria, derivado del Devot Christ de Perpiñán.
A lo largo del siglo XVI se sucedieron dos tipos, con ejemplares por doquier: el expresivista con paños de pureza ajustados y grandes nudos (Piedramillera, Huarte-Araquil) y el romanista, dependiente de modelos miguelangelescos, impuestos en el último tercio de la centuria por Juan de Anchieta (Miserere de Tafalla y Trascoro de Pamplona). A comienzos del siglo XVII, triunfaron los modelos realistas, con un excelente conjunto debido a Juan de Biniés en tierras de la Ribera (Cintruénigo, Cortes) y a Juan de Bazcardo. La barroquización en posturas, paños y expresiones, tendentes a lograr instantáneas basadas en las siete palabras, se observa en ejemplos posteriores como los del Carmen de Tudela o Roncesvalles. Pieza excepcional, aunque de llegada tardía a Navarra, es el Cristo de Alonso Cano, hoy en Capuchinos de Pamplona, estudiado por la profesora García Gaínza. El academicismo tiene sus mejores representaciones en ejemplares dependientes de Luis Salvador Carmona, en Azpilcueta y Errazu, ya en el tercer cuarto del siglo XVIII.
No podemos olvidar un rico conjunto de imágenes articuladas, encargadas para la ceremonia del descendimiento, conservadas en localidades como Corella, Los Arcos, Cintruénigo, Villafranca o la catedral de Tudela. En esta última ciudad, contamos con la descripción de aquella función, escrita por el clérigo francés José Branet, en 1798.
Muchas de aquellas imágenes procesionaban durante la Semana Santa, pero también, en ocasiones extraordinarias y grandes sequías, como ocurría, entre otros, con el Cristo del Carmen de Tudela, el de las Aguas de Allo y el de la Guía de Fitero. En este último caso, la procesión, vetada para las mujeres, era nocturna y con asistencia de los monjes cistercienses, el regimiento y los capuchinos de Cintruénigo, encargados de portar la imagen, como hoy trasladan los legionarios al Cristo de la Buena Muerte.
Leyendas y sucesos milagrosos
Escasos textos hemos recibido sobre sus leyendas y milagros. A muchas imágenes se les describe en la documentación como “milagrosas”. El padre Jacinto Clavería, autor de la monografía Crucifijos en Navarra, apenas recogió nada al respecto, al contrario de lo que hizo en su estudio de imágenes marianas. Muchos relatos legendarios, por haberse transmitido sólo oralmente, se han perdido. Algunas advocaciones deben estar ligadas a leyendas y milagros, sin que podamos precisar mucho más.
Repasemos algunos relatos sobre su origen. Para el titular de la ermita de la Santa Cruz de Tudela, la tradición situaba su origen en las aguas del Ebro y se filiaba con una cofradía, de tipo militar, autorizada por don Rodrigo Ximénez de Rada. En Puente la Reina, es bien conocido el relato del peregrino alemán que habría dejado la imagen a su regreso de Compostela. En Allo, existen dos versiones legendarias: la aparición a un criminal en un pajar, diciéndole: “No temas”, o en unos matorrales, junto al pajar. Tras llevarlo a la parroquia, volvió a aparecer en el mismo lugar, en el que se edificó la ermita. En Aibar también hay diferentes versiones y se relatan misteriosas manos labrando la talla o a los aibareses participantes en las cruzadas, como portadores de la escultura. Otro relato habla de un pordiosero que, en tres días, desapareció misteriosamente, quedando la imagen en donde se había hospedado. La leyenda del Cristo de Belén de Estella, trasladado del Santo Sepulcro a San Pedro, nos habla de cómo fue arrojado al agua por un judío, pero el Crucifijo subió contra corriente hasta la iglesia del Santo Sepulcro.
En cuanto a otros milagros, hay que recordar que muchas de aquellas imágenes se asociaron con sucesos extraordinarios y portentosos, muy del gusto popular. Veamos algunos testimonios del siglo XVII, calificado como “milagrero” por su afán maravillosista. A la cabeza de todos el de Javier, del que varios autores -Moret o Raimundo Lumbier- afirman que sudó sangre los viernes del año en que murió San Francisco Javier. En Olite, el Santo Cristo de la Buena Muerte, custodiado en Santa María y procedente de la ermita de San Lázaro, sanó en 1640, a Pedro Cestago, vecino de San Martín de Unx, que llegó con muletas y dolores de muerte, mandando untar su cuerpo con aceite de la lámpara que alumbraba a la imagen.
En la misma centuria, el biógrafo del hermano carmelita Juan de Jesús San Joaquín, recogió en 1684, sendos milagros obrados por los Cristos de Cataláin y Otadía de Alsasua. En este último caso, nada menos que la resurrección del niño de dos años Joaquín San Román López de Gainza, en 1653. En Cataláin, se relata cómo su imagen titular se dirigió al hermano carmelita para que dignificase su iglesia, con las palabras “Límpiame”. Por intercesión del mismo Cristo, un cerero de Puente la Reina, llamado Diego Lezaun, recobró la vida y relató la visión del encargo de servir a un Crucificado que resultó ser el de Catálain, como ratificó el cerero en visita a la ermita en 1644.
El Crucificado de la Merced de Pamplona se veneraba bajo la advocación de los Milagros, sin duda, por sus portentos. Se identificó con el de la parroquia de San Nicolás de Pamplona, pero Goñi Gaztambide demostró que es el que, desde 1834, se venera en la basílica de San Fermín de Aldapa. Un exvoto, descrito por Iribarren, de una enorme cadena con grillos, ante el Cristo de Peña, habla de la liberación de un cautivo en Orán que invocó al Cristo.
Un Crucifijo, destinado a Pamplona, realizado en Valencia por el escultor Marcos de Angós, quedó en Villarquemado (Teruel) en marzo de 1721, tras algunos sucesos inspirados por la Divina Providencia. Quizás el último protagonista de supuestos hechos extraordinarios haya sido el Cristo de Piedramillera, que hace casi un siglo, en 1920, saltó a la prensa, como consecuencia de visiones y curaciones, asegurando que la imagen movía algunos de sus miembros o sonreía mirando con intensidad. Postales, estampas y la hemeroteca dan testimonio de todo ello, en un fenómeno coetáneo a los eventos extraordinarios del Santo Cristo de Limpias. En Diario de Navarra de 27 de agosto de 1920 se daba cuenta de “los prodigios vistos por lo menos por una docena de personas, entre ellos algunos mozos” y de los preparativos de una peregrinación desde Lezáun con un himno compuesto para la ocasión por el padre Mauricio, escolapio residente en Alcañiz. Por su parte, en La Avalancha de 24 de junio de 1921 se publicó una fotografía del Cristo con faldón, firmada por Luciano, con este texto explicativo: “A esta sagrada efigie se le atribuyen varios prodigios realizados muy recientemente a distintos devotos suyos”.
Cofradías, advocaciones, ermitas, retablos y grandes capillas
Gregorio Silanes, en su estudio sobre las cofradías en Navarra, afirma que la mayor parte de las de la Vera Cruz se difundieron a partir de la segunda mitad del siglo XVI con un triple componente: penitencial, indulgencial y pasional. En su propagación jugaron gran papel los franciscanos y en cuanto a su composición, no hubo uniformidad, ya que, en algunas localidades como Estella, la integraban todos, mientras que, en otras como Falces, sólo eran para las élites. Tuvieron amplio eco en las zonas rurales y jugaron un papel social importantísimo en casos de enfermedad o desgracia familiar, con un sistema de socorros y ayudas. Asimismo, sus miembros se obligaban a ayudar a bien morir, incluso a los condenados a muerte. En la tarde de Jueves Santo, fiestas de la Santa Cruz en mayo y septiembre y ocasiones especiales, sus cofrades participaban en las procesiones, entunicados, junto a las imágenes de sus Crucificados.
Por lo que respecta a advocaciones, muchas se han perdido o han quedado relegadas en la documentación. Entre las que se conservan, algunas aluden a su titularidad, como el de los Capellanes de la catedral de Pamplona o los de los Curiales y de los Pelaires de la misma ciudad. En otras ocasiones la referencia nos lleva a su ubicación, como el del Trascoro catedralicio. Una característica, como las Enagüillas da título al de Valtierra, por haberlas llevado hasta tiempos recientes, al igual que el de la Sangre de los Agustinos de Monteagudo, por abundancia de la misma. La advocación de la Agonía o las Agonías encontramos en Urbasa y Morentin, y la del Consuelo en la parroquia de Monteagudo -donativo del marqués de San Adrián- y la capilla del Espíritu Santo de la catedral de Tudela. Finalmente, los del Socorro -Larraga-, la Buena muerte -Olite-, la Guía de Fitero, o de las Aguas -Allo- nos remiten a su uso y función o singulares favores personales o colectivos.
Fernando Pérez Ollo contabilizó, en Navarra, sesenta y tres ermitas dedicadas a la Santa Cruz, una a la Vera Cruz y catorce al Santo Cristo. Ello habla per se, junto a su situación en lo alto, emulando al calvario, de su importancia y significación. Cofradías, parroquias, santuarios y conventos se afanaron por contar con ricos retablos para dar culto a los Crucificados, en sus correspondientes capillas. En general, a los esquemas sencillos y clasicistas de los siglos XVI y XVII de un gran cuerpo -Salinas de Oro, Tafalla, Fitero-, sucedieron los salomónicos en la segunda mitad del seiscientos y otros más decorativos en el siglo XVIII, en los que la caja adoptó un esquema trilobulado en la parte superior -Capellanes de Pamplona, Larraga o Morentin-. La segunda mitad del siglo XVIII dejó paso a soluciones más barrocas en sus diseños -Desojo, Cáseda, Armañanzas-. Este último, obra de José López de Porras (1765), incorpora una enmarcación sinuosa con las arma Christi esculpidas.
Respecto a las grandes capillas, como organismos espaciales adheridos a templos preexistentes y de gran proyección, hay que mencionar por su carácter monumental un par. La del Cristo de la Guía en el monasterio de Fitero (1732-1736) con una planta combinada y ricos frescos de escuela aragonesa y la del Cristo de la Buena Muerte en Santa María de Olite, erigida en 1767 con planos llegados desde Madrid, con un plan centralizado. Todavía se pueden ver en la estancia, reconvertida en sacristía, unos ángeles con las arma Christi.
Un par de referencias en la oratoria sagrada: Urbasa y Fitero
Escasísimas son las referencias en obras impresas a Crucificados en tierras navarras hasta el siglo XIX. Si exceptuamos lo que hemos referido del Cristo de Villarquemado y textos y gozos de algunas novenas, apenas en un par de libros impresos se glosan aquellas imágenes.
El primero es la Quaresma continua, obra del afamado carmelita sangüesino fray Jacinto Aranaz (Pamplona, 1713), dedicada al Cristo de Urbasa. A esta imagen napolitana, obra de Jacobo Bonavita (1703), la califica de “hermosa, elegante y gloriosa”. Sobre la atracción de la escultura, el poder de la vista sobre el oído y la relación del orador sagrado y la imagen, afirma que se postra ante la talla “para que ponga a los ojos lo que no ha conseguido mi doctrina a los oídos. El último combate del predicador es mostrar a los oyentes el Crucifijo, porque abriendo la brecha por los ojos, el corazón que se obstinó a la batería del oído, rinda su fortaleza, embriagando suspiros y lágrimas”.
El otro impreso es un sermón predicado por el monje de Veruela fray Antonio Bozal y Andrés de Ustárroz (Pamplona, 1736), el día de la inauguración de la capilla del Cristo de la Guía en el monasterio de Fitero, hoy dedicada a la Virgen de la Barda. Entre sus líneas destacamos éstas dedicadas a la imagen: “no vengo a despeñar torrentes de facundia, a labrar babeles de sabiduría, sino a mostraos este lastimoso Crucifijo .., a señalaros esa perfectísima imagen, en quien apostando competencias la naturaleza y el arte, llegó con sus primores el arte a burlar las obras de la naturaleza”.