Javier Caspitegui, profesor de Historia Contemporánea
La coronación como símbolo histórico
El poder se ha manifestado a través de los tiempos mediante el uso de mecanismos simbólicos y rituales. Quizá la institución política que más partido ha obtenido de ello ha sido la monarquía, debido fundamentalmente a sus hondas y universales raíces, a su capacidad de adaptación a las circunstancias históricas y a sus conexiones con otra gran presencia social: la religión. Estos tres elementos se revelaron a través de ritos y ceremonias cuya finalidad principal era mostrar al conjunto de la población la majestad del gobernante. Las solemnidades públicas servían como instrumento de enlace entre la sociedad y un poder monárquico que antes del siglo XIX era lejano y cuya ausencia se conjuraba mediante invocaciones y ritos en conexión íntima con la divinidad. Pero incluso aunque las monarquías entraron en retroceso desde mediados del siglo XVIII, pasando de norma a excepción, las supervivientes lo lograron mediante la adaptación a los nuevos marcos políticos y a la primacía de la nación. Buscaron entonces encarnar simbólicamente esta nueva soberanía como antes habían personificado una autoridad absoluta de origen divino. Y en el tránsito de un sistema a otro, conservaron y adaptaron buena parte de los ceremoniales, modificando aquello que sirviera para mantener lo esencial.
De entre los rituales que caracterizaron el ceremonial regio -entradas reales, natalicios, juras y matrimonios, tratados y declaraciones-, uno de los que adquirió una presencia más significativa fue el de la coronación. La Real Academia de la Lengua lo definía en 1729 como el "acto y función pública dispuesta para que se corone algún príncipe, la cual se celebra poniéndole en la cabeza la corona con ciertas ceremonias y solemnidades". Los académicos recogían un ritual cuyo origen se remontaba a los comienzos de la propia monarquía como forma de poder y que conservaba muchos elementos de procedencia remota.
De hecho, los primeros testimonios del ritual de coronación nos remiten al mundo mesopotámico y egipcio, en los que ingredientes como el cetro, las insignias reales o el trono eran habituales hacia el III milenio a.C. El monarca era el centro simbólico de la sociedad, garante del orden divino frente al caos que representaban los enemigos, las plagas o inundaciones, el hambre o la enfermedad. Por eso su misión debía legitimarse con toda la solidez y pompa posible. Dentro de este contexto hay que incluir el modelo bíblico, especialmente importante para occidente. Las referencias a la coronación de reyes de Israel establecieron un conjunto de rituales que asociaban lo religioso con lo político y señalaban unos pasos que, a través del filtro de Roma y los matices del tiempo, buena parte de las monarquías europeas mantuvieron hasta el siglo XVIII, reflejando simbólicamente los dos cuerpos del rey. La aclamación, el juramento del monarca, la unción, la investidura con los símbolos de poder y realeza, la coronación y la entronización, fueron habituales incluso hasta el siglo XX, aunque en cada momento el sentido de estos rituales variara o se adaptara. Al tratarse de creaciones de un momento histórico concreto, se buscó que tuvieran significado más allá de él, lo que llevó a la recopilación de libros ceremoniales donde se fijaba el contenido de los ritos de coronación, desde el japonés Daijo-sai (927), al Libro de la Coronación de los Reyes de Castilla (s. XIV).
Llegado el siglo XIX se fue relajando el componente religioso, aunque incluso en un ceremonial liberal como la entronización del rey Pedro I de Brasil se mantuviera esa presencia religiosa. Sin embargo, aumentaron las oportunidades para la aclamación popular como forma de legitimar un poder que dejó de ser de origen divino para reposar en la nación. La calle y el pueblo ganaron protagonismo. Se exaltaron los símbolos reales y el juramento se hizo laico, pasando de la catedral al parlamento. Cambios todos ellos que buscaban salvaguardar su presencia y el simbolismo dentro de un nuevo marco, pero que mantuvieron el carácter ceremonial y dramático de la institución y favorecieron la idea de una mayor participación popular en los rituales y actos, lo que facilitó la identificación de las masas con la nación y con la representación simbólica de la misma en el monarca constitucional.
La España de los siglos XIX y XX vivió coronaciones problemáticas. Si la de Fernando VII fue semi-clandestina, en pugna con su padre Carlos IV y en competencia con José I Bonaparte, su hija Isabel II hubo de rivalizar con el pretendiente Carlos V. Amadeo de Saboya llegó como rey constitucional, pero careció de respaldo tras la muerte de Prim y abdicó. En 1875 Alfonso XII tampoco llegó al trono en un ambiente favorable, sumergido en varias guerras (carlista, cantonal, cubana). Su hijo Alfonso XIII fue rey en 1902, tras una larga regencia. Consciente del cambio de los tiempos, buscó incrementar su visibilidad mediante viajes, ceremonias públicas, los medios de comunicación y una intensa actividad política no siempre acorde con la constitución. Tampoco su salida del trono permitió una sucesión normalizada. Su hijo d. Juan abdicó en Juan Carlos I después de la instauración de la monarquía por el franquismo, que buscaba romper la legitimidad borbónica para instaurar un reinado que no dependiera de la continuidad dinástica. La de 1975, más que una coronación regularizada, buscó solventar una situación inédita. Por ello, tal vez la de Felipe VI sea la primera con cierto grado de normalidad. No es de extrañar que una consecuencia haya sido la austeridad de los ritos de coronación en España y su menor relevancia simbólica, al menos si los comparamos con el ejemplo británico.
Por tanto, ¿tiene hoy sentido un ceremonial así? Parece evidente que solo podrá tenerlo si se adapta a las circunstancias, a una sociedad que no entendería el sentido ni la oportunidad de muchos ritos que fueron habituales en otros tiempos. Solo si la institución encarna efectivamente la nación y esta asume como propia la monarquía, el ceremonial simbólico podrá ser acogido con la naturalidad de un rito público que cohesione y, por tanto, cree comunidad. Pese a los cambios, en las sociedades contemporáneas seguimos necesitando mitos y ritos, y la coronación es una posibilidad ritual que la nación ha de aceptar sintiéndola como propia.