19/08/2024
Publicado en
Expansión
Luis E. Echarte |
Profesor de Ética Médica y del Máster en Cristianismo y Cultura Contemporánea
El pasado está repleto de ideas nuevas. En 1914, Bertrand Russell y su discípulo Ludwig Wittgenstein tomaron caminos opuestos. Russell abandonaría la filosofía y matemática para centrarse en su pacifismo radical, acabando en prisión en 1918, y Wittgenstein comenzaría a colaborar con el gobierno austriaco. Luchó en el frente en 1916 y en las trincheras su Tractatus tomó un nuevo rumbo: establecer puentes entre la lógica y el sentido de la vida, la belleza y Dios. Creía que solo en el horror de la guerra sería capaz de levantarlos.
Para Wittgenstein, la labor filosófica consiste en la búsqueda del sentido de la vida, una actividad que saca a la persona de su inercia intelectual. Pero hacer filosofía no es fácil; como escribe, “pensar sobre estas cosas no es estremecedor, sino a menudo repugnante. Y cuando es repugnante, es lo más importante.” El disgusto de pensar se basa en descubrir los errores y sinsentidos que sostienen la cómoda prisión donde habita el yo ficticio. El bienestar de esa prisión es frágil. La guerra sería el peor fruto de esta inercia intelectual.
Pero la palabra no basta. Ni siquiera con un testimonio de cárcel como el de Russell. Para Wittgenstein, la guerra empieza en el pensamiento y solo se supera en la vida, atendiendo primero a los propios picores. “Para mejorar el mundo, mejórese a sí mismo”. No excluye la acción social; indica su punto de partida, el “trabajo sobre sí mismo”. ¿Y luego? Nada asegura la correcta recepción del discurso antibelicista. “Es imposible decir en mi libro ni una palabra acerca de lo que la música ha significado en mi vida. ¿Cómo puedo esperar ser comprendido?”. Pero experiencia bélica no es menos importante que la artística. “Ayer fui tiroteado. Sentí miedo. Deseo vivir. Es difícil renunciar a la vida cuando se le ha tomado gusto. Pero eso es ‘pecado’, vida irrazonable, falsa concepción de la vida.”
Está convencido de que solo quienes recorren el mismo pathos pueden compartir plenamente los actos comunicativos. Esta plenitud la alcanza la actividad poética, donde “al no intentar expresar lo inexpresable conseguimos que nada se pierda. Pero lo inexpresable estará –inexpresablemente– contenido en lo expresado.” Solo este tipo de no-liderazgo estético puede prevenir la guerra, formando sensibilidades antes que inteligencias. En un contexto generalizado de corrupción de la sensibilidad, asume que solo experiencias tan intensas como las bélicas pueden “abrir más los ojos”. Aunque, se lamenta, sin garantías.
Una de las peores manifestaciones de la inercia intelectual es permanecer ajenos a los límites del lenguaje, que son también los del método científico. El error de absolutizar la razón matematizante, de no entender que hay cosas que solo se pueden mostrar (mostrar viviendo), lleva a pensar como máquinas –y a delegar en las máquinas los juicios éticos. Puede que Wittgenstein exagere al identificar este error como la principal raíz de la violencia, pero sus consejos siguen teniendo plena validez hoy, un tiempo en el que los meros cómputos, que quizá ya estén siendo procesados con Inteligencia Artificial, parecen estar imponiéndose en las más importantes decisiones geopolíticas.
Tres décadas después, con la bomba atómica, Wittgenstein escribe: “Saca a relucir el fin, la destrucción, la maldad de una ciencia repugnante”. El uso potencial de la IA con fines bélicos no haría más que reforzar su opinión sobre la confianza acrítica en la ciencia. Wittgenstein acompaña esta idea con una predicción inquietante: “No es insensato pensar que la era científica y técnica es el principio del fin de la humanidad.” Habrá que trabajar para que no sea así. Pero, ¿es posible revertir esta confianza acrítica sin que pasemos todos, padres e hijos, por la barbarie? ¿Podría evitarse si volviéramos a los tiempos de los reyes guerreros del primer milenio? ¿Serían otras las decisiones si los gobernantes lideraran sus ejércitos desde la primera línea de batalla? Reyes guerreros convertidos en reyes filósofos, en reyes poetas; una política embellecida, revitalizada con mentes menos frías. Quizá luego la paz.