Gabriel Insausti, Doctor en Filología Inglesa y Filología Hispánica, Universidad de Navarra
Una estampa de John H. Newman
La tengo frente a mí, mientras escribo: en el anverso, una reproducción de un retrato al óleo de Newman, ya anciano, con el capelo cardenalicio; en el reverso, una breve plegaria por su beatificación; entre lo uno y lo otro, al desdoblar el pliego, su epitafio –ex umbris et imaginibus in veritatem–.
El lema que escogió como cardenal –cor ad cor loquitur–, el poema que escribió a su regreso de Roma –"¡Guíame, Luz!– y un resumen de su vida. Doctores tiene la Iglesia: ¿por qué no repetir aquí esas palabras, si se trata de esbozar una imagen del beato en ciernes?
"John Henry Newman nació el 21 de febrero de 1801 en Londres. Fue bautizado en la Iglesia anglicana. El primero de mayo de 1808 entró en el colegio de Ealing. Allí fue donde, en el otoño de 1816, experimentó lo que él consideró siempre su "conversión a la fe". En 1817 fue recibido en el Trinity College de Oxford, "llevado por la mano de Dios", siendo miembro del Oriel College. Párroco de Santa María, y uno de los más importantes representantes del llamado Movimiento de Oxford, se convenció de la importancia del hecho de que una religión revelada haya sido comunicada y enseñada por Dios mismo, y preservada y transmitida por la Iglesia. Su predicación y su vida produjeron un efecto profundo en la Iglesia anglicana, y todavía lo siguen produciendo. En 1845 llegó a convencerse de que la Iglesia católica romana era "el único redil de Cristo". Fue recibido en la Iglesia el 9 de octubre de 1845".
Lo bueno de los santos es que ofrecen perfiles para todos los gustos, y cada cual se queda con lo que prefiere. Algunos, de hecho, han querido fijarse en sus defectos, que ya es. Y en Newman –en su biografía, quiero decir, no en sus defectos– hay donde elegir. Uno puede quedarse con el niño que conoce ya a Dios en lo más recóndito del alma o con el adolescente que, llevado de esa llamada, se acerca al evangelismo. O con el brillante universitario que funda junto con Keble, Pusey y un puñado de poetas e intelectuales ese Movimiento de Oxford empeñado en recuperar la idea de Tradición y revitalizar la maltrecha High Church anglicana. O con el teólogo profundo que vindica la Antigüedad como fuente de legitimidad, escribe unos encendidos tracts o folletos donde divulga sus ideas anglocatólicas sobre la Via Media y pronuncia unos sermones alejados del patetismo más gesticulante y retórico que sugería la moda. O con el asceta de acendrada espiritualidad que se retira a Littlemore a una vida de oración y lectura. O con el hombre coherente que sabe que con las cosas de Dios no se juega y es preferible pisar sobre seguro.
Hace años, ante un café y unas pastas, su biógrafo Ian Ker me describió fascinado la imagen romántica de Newman que se agitaba en su cabeza: una suerte de Atanasio en liza con los arrianos, que explicaría cuánto de sí mismo habría proyectado el joven teólogo en su ensayo San Atanasio y los arrianos en el siglo IV. Y es cierto, sin duda: con el tiempo, el argumento frente al que el propio Newman tuvo que rendirse fue precisamente que si se aceptaba el paralelismo, él en cuanto anglicano era un semiarriano, mientras que los católicos permanecían en su sitio. Si a esto se le añadía el criterio agustiniano de que securus iudicat orbis terrarum, la conclusión estaba servida: no cabía invocar a la Antigüedad como criterio para rechazar lo católico, porque precisamente los antiguos tenían muy claro que era lo católico y romano lo que debía prevalecer sobre los errores doctrinales locales.
A mí, a estas alturas, y pareciéndome fascinante el intelectual riguroso, el activista que repetía a Froude y sus amigos que "la vida es para la acción", o incluso el paladín más o menos épico al estilo de Ker, el Newman que me habla al oído es el que se decidió a abandonar el dulce redil de los salones oxonienses, el que traicionó las altas expectativas de quienes veían en él el futuro primado de la Iglesia de Inglaterra, el que rompió con lo que más amaba por verse obligado en conciencia, y pese a no haber tratado nunca con católico alguno. O quizá precisamente por eso. Hay que entender qué significaba socialmente ser católico en la Inglaterra de 1845, pese a la reciente Emancipación: el itinerario de Newman no sólo muestra la pureza de su conversión, ajena por completo a inclinaciones temperamentales o asociaciones culturales, a zozobra alguna por prebendas y conveniencias, sino además las irónicas dificultades procedentes de los propios católicos que tuvo que soportar: los malentendidos con parte de la jerarquía, las prohibiciones y reticencias de Ullathorne, la desafortunada relación con Manning. Ahora que, dicen, el tema no es ya cuál es la verdadera Iglesia sino si existe un Dios en absoluto, la figura de Newman nos recuerda cómo ambas preguntas van unidas. Y en Inglaterra, desde Chesterton, Hopkins y Waugh hasta Muriel Spark, Elisabeth Bishop o la duquesa de Kent, un puñado de almas no ha dejado de atender a la respuesta de Newman. ¿Lecturas? Imprescindible la autobiografía, Apologia pro vita; interesante también la novela autobiográfica Perder y ganar, o el ensayo La idea de Universidad, tan válido hoy en muchos aspectos; para eruditos, los Ensayos críticos e históricos; y no olvidemos Geroncio, el poema sobre las postrimerías. En fin, no sé qué hace usted ahí, leyendo esto.