José Luis Álvarez Arce, Profesor de la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales , Universidad de Navarra
¿Están en peligro las pensiones?
En la ceremonia de la confusión en que se han convertido los anuncios de política económica por parte del gobierno, pocos asuntos podrían haber causado tanto impacto público como el de la propuesta gubernamental de retrasar la edad de jubilación y modificar las reglas del cálculo de las pensiones. La publicación de la propuesta - esperpéntica en las formas, falta de claridad en los contenidos y en flagrante contradicción con las críticas que hace unos meses lanzó el gobierno contra una propuesta casi idéntica del Banco de España- ha tenido el efecto opuesto al deseado. En vez de calmar a los mercados y generar confianza entre los ciudadanos, ha originado gran incertidumbre, hasta incluso despertar el miedo de los españoles a perder sus pensiones.
¿Están justificados esos temores? Creo que no. Los españoles desean mantener su Estado del Bienestar, cuya columna vertebral es el sistema público de pensiones. Es más, según las encuestas, estarían dispuestos a soportar más impuestos si los mismos se dedicaran a sus pensiones. También los partidos políticos y los llamados interlocutores sociales creen en el mantenimiento del sistema, como demuestran los Pactos de Toledo. En esas condiciones, no hay razones para creer en el brutal golpe que para el Estado del bienestar supondría la desaparición o el recorte drástico de las prestaciones.
Ahora bien, los españoles deben saber que, en ausencia de reformas, el sistema público de pensiones va a atravesar, en un futuro no muy lejano, enormes dificultades financieras, lo que encarecerá su sostenimiento y provocará problemas macroeconómicos. Tenemos, como saben, un sistema de reparto cuyo funcionamiento es el de un instrumento de redistribución o transferencia de renta: los trabajadores sufragan con sus cotizaciones las prestaciones que reciben los pasivos. Algunos fenómenos han incrementado, al margen de las decisiones discrecionales de política sobre la materia, la generosidad de ese mecanismo. Por un lado, se ha retrasado la edad de incorporación al mercado laboral, reduciendo así la duración de la vida activa de cotización. Por otro, ha aumentado la esperanza de vida, prolongando el periodo vital a lo largo del cual se percibe la pensión. Si bien la dedicación de más años a la formación y el disfrute de una vida más prolongada son excelentes noticias, ambas añaden presión sobre la salud financiera de las pensiones.
Esa presión se ha podido soportar en el pasado reciente gracias a factores económicos y demográficos. En concreto, la inmigración ha supuesto una inyección de población joven que, sumada a la incorporación de la mujer al mercado de trabajo, ha tirado hacia arriba de la población activa. A esto se ha sumado un largo periodo de crecimiento económico e intensa creación de empleo y, por tanto, de aumento del número de cotizantes y de los ingresos de la Seguridad Social. Pero, desgraciadamente, ahora la crisis está generando paro a marchas forzadas y las proyecciones para la recuperación no son optimistas. Además, las previsiones demográficas indican que, dentro de cuatro décadas, el envejecimiento de la población española habrá incrementado la ratio entre población mayor de 64 años y población en edad de trabajar del 20% actual a un 60%. La presión será excesiva y el sistema, en su actual diseño, no podrá sostenerse por sí solo. ¿Se puede evitar esa situación? Desde luego que sí, siempre que se actúe desde ya mismo en la dirección correcta. Creo que lo primero que debe exigirse de nuestros gobernantes es un esfuerzo de comunicación y pedagógico, para lograr que los ciudadanos conozcan la situación y las opciones de cambio. A partir de ahí y del consiguiente debate, se precisa una reforma en profundidad del sistema de pensiones, y no pequeños parches como el retraso de la edad de jubilación. Pero, sobre todo, lo que se necesita es una batería de reformas estructurales que dinamicen la actividad económica, la creación de puestos de trabajo y el avance de la productividad. Claro que todo esto exige del brazo firme y la mente despejada de quien maneja el timón de la política económica. Los mercados internacionales no parecen muy convencidos de que contemos con ese timonel.