Núria Mas, Profesora del IESE, Universidad de Navarra
La salud de nuestro sistema
Catalunya habla del ticket moderador, en Madrid Esperanza Aguirre ha propuesto ajustar el pago de fármacos a la renta del paciente, Baleares está considerando si cobrar para renovar la tarjeta sanitaria, Galicia se plantea penalizar el mal uso de los servicios sanitarios... Últimamente parece que quien más quien menos está intentando encontrar su versión de copago. ¿Sin embargo, sabemos algo realmente de qué impacto puede tener el copago sobre la salud de la población, que al fin y al cabo es la variable más importante de un sistema de salud?
Es la pregunta que intentamos responder en un estudio donde revisamos los resultados del impacto sobre la salud y la utilización de los servicios de los diferentes tipos de copago implantados a las economías europeas y norteamericanas.
Estas son las principales conclusiones: primero, en todos los casos considerados el copago disminuye la utilización de los servicios. Segundo –un resultado clásico desde el Rand Health Insurance Experiment en los años 70– los pacientes no son expertos y, por lo tanto, cometen errores. Así el copago desincentiva la utilización tanto de servicios muy valiosos como de servicios poco valiosos para la salud. Tercero, la reacción de los pacientes al pago varía según el tipo de servicio. Por ejemplo, un mismo copago implicaría una reducción más elevada por visitas preventivas –donde nada duele– que por dolencias más agudas. Cuarto, de promedio, los copagos analizados no se traducen en una peor salud de la población, pero hay dos excepciones importantes: el caso de los enfermos más frágiles, sobre todo crónicos, y el caso de las rentas más bajas.
Así, en caso de optar por el copago, este no tendría que ser indiscriminado, sino que habría que diferenciar entre pacientes y entre servicios. Tendría que tener en cuenta la fragilidad de los pacientes y la renta de la población, con exenciones por las rentas más bajas (¡no por edad de jubilación!) y con un límite máximo de gasto anual. Además, dado que los pacientes podemos cometer errores en nuestras decisiones, tendríamos que poner el copago allí donde tenga el menor impacto sobre la salud de la población. Entre la opción de un copago en la primaria o en urgencias, la experiencia de los países que lo han probado parece indicar que cuando un paciente tiene un problema realmente grave, el copago no desincentiva el acceso a urgencias siempre que haya una exoneración adecuada por renta. Si se aplica a la atención primaria parece claro que se tendrían que tomar medidas con el fin de que no repercuta en las actuaciones preventivas.
Pero no podemos olvidar que el copago es sólo una herramienta más para ayudar a racionalizar el gasto en sanidad pero en ningún caso tendría que sustituir un debate más profundo sobre una reforma estructural del sistema. Si alguna cosa hemos aprendido los que estudiamos los sistemas de salud es que los impactos más importantes sobre la salud de la población no acostumbran a venir tanto por actuaciones que afectan a las decisiones de unos pacientes con demanda inducida, sino por cambios en la manera como se organiza y se coordina la provisión del sistema sanitario.
Nuestro sistema –que ha alcanzado niveles de excelencia de reputación mundial– se está volviendo obsoleto poco a poco. Se diseñó hace unas décadas, cuando la mayoría de problemas de salud de la población eran enfermedades agudas. Hoy el gasto de pacientes con al menos una condición crónica supone ya el 70-80% del total. Necesitamos un sistema más integrado con una atención continuada, más centrado en el paciente y menos en la enfermedad. Un sistema que utilice de la mejor manera posible los recursos disponibles alejándonos de un simple debate sobre la contención de costes y cambiándolo por una mayor exigencia sobre la eficiencia y asegurándonos que cualquier gasto adicional esté justificado por su valor terapéutico.
Es imprescindible entender qué funciona y por qué. Aquí los profesionales tienen un papel fundamental ya que ellos son los expertos. Pero no nos engañamos, todos estamos implicados: desde el paciente con el uso que hace de los servicios y su comportamiento saludable, a los políticos que pueden facilitar el proceso, pasando por la industria, las farmacias y todos los proveedores. Y es precisamente por eso que ahora más que nunca es el momento de coordinar esfuerzos, de compartir experiencias, de evaluar resultados y desarrollar indicadores que nos permitan entender, por ejemplo, cómo es que un hospital de EE.UU. ha conseguido un aumento espectacular en la adherencia al tratamiento de los crónicos o qué ha estado haciendo Catalunya para tener mucho mejores resultados con la gestión de diabéticos que la mayoría de los países europeos y EE.UU. ¡La buena noticia es que en la mayoría de los casos de éxito que tenemos a nuestro alrededor –¡y hay muchos!–, lo que han hecho no ha sido reinventar la rueda sino encontrar fórmulas imaginativas que los han facilitado hacer bien lo que ya sabemos por la evidencia médica que funciona.