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La ejecutoria de hidalguía de los Iriarte de Corella y un relato familiar de novelón

20/02/2023

Publicado en

Diario de Navarra

Ricardo Fernández Gracia |

Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro

La documentación de muchas familias ha llegado, por distintas circunstancias, a lugares insospechados. Tal ocurrió con los legajos de un hombre de negocios del siglo XVIII, José de Iriarte y Estañán, establecido en Corella y con amplias relaciones comerciales. Toda su herencia y sus papeles fueron a parar a las Benedictinas de Corella, en donde habían ingresado tres de sus hermanas. Al abandonar el monasterio y trasladarse las religiosas a Miralbueno (Zaragoza) el archivo y gran parte del patrimonio mueble de la comunidad se mudó de sitio, en 1968 y, más recientemente, en 2022, al monasterio de Jaca. Con motivo de nuestro estudio sobre el patrimonio material e inmaterial de las clausuras femeninas navarras, pudimos localizar, entre otros documentos, la ejecutoria de hidalguía que nos ocupa, perteneciente al padre del mencionado José de Iriarte y Estañán, Miguel de Iriarte y Erviti, en un grueso volumen lujosamente encuadernado, que contiene el blasón pintado y protegido por un rosáceo tafetán.

El escudo, iluminado a todo color, representa las armas que Miguel de Iriarte y sus hijos José, Benito y Gregorio, obtuvieron por sentencia del Real Consejo de Navarra el 14 de junio de 1738, en la que se reconocía a los demandantes la hidalguía de origen por todos sus abolorios, probando además limpieza de sangre y derecho de uso de escudo de armas como originarios de casa Iriartea en Muguiro en el valle de Larráun y del palacio cabo de armería de Erviti en Basaburúa Mayor.

Esta ejecutoria se suma a las conservadas de otros corellanos que, a lo largo de la segunda mitad del XVII y el siglo siguiente, obtuvieron sentencias favorables para ostentar su escudo, como parte de una nobleza mercantil que, como observan F. J. Alfaro y B. Domínguez, se aficionaron al lujo y la ostentación, al amparo del desarrollo económico.

Casa y familia

El blasón de la ejecutoria coincide con el escudo de la casa número 37 de la calle Mayor de Corella, durante tiempo sin identificar y reconocido y publicado por A. Erdozáin. La piedra armera nos sitúa ante la casa de los Iriarte, actualmente muy restaurada, con rica rejería en los balcones, que sigue modelos de la segunda mitad del siglo XVIII. Se trata de un conjunto armónico, de amplio desarrollo horizontal, dos plantas y severidad en sus líneas, lo que hace barajar una gran reforma a fines del Siglo de las Luces sobre la vieja construcción barroca.

Ejecutoria y escudo de alabastro, presentan los mismos motivos en un escudo cuartelado: primero y cuarto, de oro con cuatro palos de gules; segundo y tercero, también en oro, cuatro lobos de sable andantes, uno sobre otro; y escusón de plata, con árbol de sinople y un lobo de sable, pasante al pie del tronco. Bordura de gules, con las cadenas de Navarra en oro. El escudo combina los lobos de los Erviti, el lobo con los palos del valle de Larráun. Se trata de uno de los numerosos escudos conservados en la ciudad, pese a la desaparición de muchos. Al respecto, recordemos que, hace ocho décadas, un anticuario arrancó, en un solo día, nada menos que dieciséis de otras tantas casas solariegas.

Miguel Iriarte nació en Pamplona, era hijo de Miguel de Iriarte y Astiz, que casó en la capital navarra con Ana de Erviti, originaria del palacio de Erviti. La familia paterna procedía de Muguiro.

En julio de 1711, Miguel de Iriarte estaba en Corella al servicio del rey, cuando dio un poder para contraer matrimonio con Graciosa Istúriz, de Pamplona. Si quedó viudo pronto, como supone Arrese, o no se celebró el matrimonio no nos consta, lo cierto es que casó con María Estañán en Corella el 25 de junio de 1713.

Miguel de Iriarte dictó su testamento en Corella el 23 de diciembre de 1748 y falleció poco más tarde, el día de Navidad. Se intentó que recibiese sepultura en el monasterio de San Benito, pero no lo autorizó el obispo, siendo enterrado en el convento de la Merced. En su testamento dejó encargadas 2.000 misas por su alma.

El linaje se extingue: párvulos que mueren, religiosos y un matrimonio sin descendencia

De la numerosa prole de los Iriarte-Estañán, algunos murieron muy pronto. Tal fue el caso de Gregorio José, bautizado el 13 de marzo de 1719, fallecido a los cuatro años; María Bernarda, bautizada el 8 de abril de 1725, que murió cuatro meses después y Juan Plácido, bautizado el 30 de marzo de 1727, que apenas vivió diez meses.

Tres varones abrazaron la vida religiosa: Miguel, nacido 1715, que fue fraile mercedario y Benito Silvestre, bautizado en 1725, que ingresó benedictino en Sahagún en 1743 y llegó a ser definidor, abad de Sahagún, definidor general y general de la Congregación de Valladolid. A los dos añadiremos a Gregorio Leandro, bautizado el 13 de marzo de 1732, supuesto hermano natural del conde de Aranda, del que trataremos al final de este artículo.

Tres ingresaron en las Benedictinas de Corella, a saber: Ana María (1714-1786) que profesó en 1723 con el nombre de María Ana de San Benito; María Teresa (1717-1791) que lo hizo como sor Benita de la Purísima Concepción en 1732 y María Josefa (1722-1794) bajo el nombre de María Josefa de San Fermín en 1733.

Quedaba como hijo de la casa para llevarla a flote y continuar el linaje José, nacido en 1723, que contrajo matrimonio con María Francisca Garisoain, biznieta del arquitecto José de Iturmendi, e hija primogénita de Juan Francisco Garisoain, uno de los más prósperos comerciantes navarros del momento, con dote de 68.000 reales.

José heredó el pingüe negocio de su padre, se enriqueció mucho y mantuvo correspondencia y relaciones con numerosas personas de Cádiz, el Puerto de Santa María y la corte madrileña. Sufragó el dorado del retablo de Santa Gertrudis y del retablo de San José de las Benedictinas de Corella, en donde tenía, como hemos señalado, tres hermanas. José el 11 de mayo de 1803. Su partida de defunción afirma que tenía 81 años y recibió sepultura en la Merced. Tras realizar algunas fundaciones, dejó heredero al citado monasterio, lo que trajo importantes pleitos y desavenencias con los parientes de su mujer. Su mujer, María Francisca Garisoain murió unos meses antes, 11 de marzo de 1803 a los 71 años y también fue enterrada en la Merced, dejando varias mandas pías, entre ellas 100 ducados para el Hospital de Corella.

Gregorio, jesuita y hermano natural del conde de Aranda

Sobre la figura del jesuita exclaustrado y chantre de Tarazona, Gregorio Iriarte y Estañán (1732-1774), al que nos hemos referido, se han publicado dos estudios monográficos de los padres Castillo (1895) y Olaechea (1964). Este último hace un apurado y agudo estudio, aunque los datos que aporta de algunos de sus hermanos son totalmente erróneos. Arrese trató de indagar en Corella más, pero sus conclusiones no fueron nada claras, deslizando que todo podría ser una fantasía.

Como hemos visto, Gregorio nació en Corella en 1732, cuando dos de sus hermanas ya eran profesas y la tercera había tomado el hábito, pues profesó en 1733. Su partida de bautismo tiene la “peculiaridad” de que los padres que constan como tales en la misma, actúan también de padrinos, algo nada frecuente. Las investigaciones de Olaechea concluyen que la madre del conde de Aranda, doña María Josefa Pons de Mendoza, tuvo una aventura extramatrimonial, cuando su marido estuvo ausente varios años y, como en los grandes novelones, vino a pasar los últimos meses del embarazo a Corella, en donde dio a luz y se bautizó al neófito como hijo de quienes le hospedaban, que tenían excelentes relaciones con los condes de Aranda, e incluso les habían prestado otros servicios.

A los 16 años, en 1748, fue estudiar a Valladolid al elitista Colegio de los Ingleses. Allí estuvo dos años, en los que vivió “con mucha decencia, y no se le conoció más travesura que la de su afición a torear, inclinación que ya su padre le había procurado moderar antes de enviarlo a Valladolid”. En 1750 pidió su ingreso en la Compañía de Jesús, al amparo del corellano José Estañán, provincial entre 1748 y 1751 y hermano de su madre adoptiva. Gregorio se ordenó sacerdote en 1758 y residió como profesor en varios colegios como La Coruña, Segovia, Valladolid y Pamplona.

A finales de enero de 1767, fue llamado misteriosamente por el presidente de la Chancillería de Valladolid para indicarle que debía salir inmediatamente hacia la Corte. Sus compañeros pensaron en lo peor, en que fuese objeto de la vigilancia y persecución que ya se cernía sobre los jesuitas. Sin embargo, pronto se supo que nada de eso tenía fundamento. Más bien por el contrario, fue recibido con todos los honores antes de llegar a la capital, siendo conducido al palacio del conde de Aranda, entonces todopoderoso presidente del Consejo de Castilla, que le dispensó todo tipo de honores y protegió, ordenando que tuviese todo tipo de libertad en el Colegio Imperial, mientras pedía al padre Idiáquez, que había sido su provincial, un informe detallado de su vida y costumbres.

¿Qué había ocurrido en aquel mismo mes de enero? El padre Olaechea pierde la pista a su verdadera madre, doña Josefa Pons de Mendoza, en torno a 1760, pero hoy sabemos que falleció el 16 de enero del año 1767. Por tanto, no hay ninguna casualidad, sino más bien causalidad, en la llamada del conde a su hermanastro a fines de aquel mes y la llegada del padre Gregorio a Madrid a comienzos de febrero, cuando el conde, por el medio que fuese, comprobó su existencia, cuando su madre ya no podía sufrir afrenta alguna contra su honor.

A partir de ahí, el conde le plantearía o salir con sus hermanos al exilio o abandonar la Compañía y seguir bajo su protección. El padre Gregorio, que no debía tener madera de héroe, optó por lo segundo, pidiendo las dimisorias, aunque fue el conde de Aranda quien se encargó de gestionar su salida de la Compañía, en unos momentos tumultuosos, pues los papeles se tramitaron cuando se estaba ejecutando el decreto de expulsión de los jesuitas.

Gregorio fue promovido inmediatamente a la chantría de la catedral de Tarazona, contando con el beneplácito de José Laplana, obispo regalista de aquella diócesis, pero no así de su cabildo catedralicio. En septiembre de 1767 tomó posesión de aquella prebenda. Varios canónigos le hicieron el vacío y le mostraron su enemistad y hostilidad, por lo que, transcurridos cinco años, se refugió en su Corella natal, en donde bien por escrúpulos de conciencia o por la fama de traidor que le adjudicaron muchos jesuitas en el exilio, le llevaron al suicidio el día 18 de julio de 1774, cuando contaba con cuarenta y dos años. Su partida de defunción, como la de nacimiento, resulta sospechosísima, pues achaca su óbito a una caída, añadiendo que “no recibió ningún sacramento por haber muerto repentinamente de una caída, pero ese mismo día se confesó y celebró misa”. Sin embargo, sabemos, por una carta enviada desde Corella al padre Luis Labastida, el mismo día del deceso, que “un cuarto de hora después que se le había visto a don Gregorio Leandro entrar en su casa, sano y bueno, se le halló muerto en el corral de ella, bajo los canalones del tejado, con una herida muy grande en la cabeza, y todo el cuerpo descoyuntado y con grandes contusiones, y que todos suponen que esto no había podido suponer sino por haberse arrojado él mismo por la ventana de su habitación”.

Este trágico final sería comentado por algunos jesuitas en el exilio, entre ellos el padre Luengo, con un grueso y terrorífico epifonema, interpretando lo ocurrido como justo castigo hacia quien había traicionado y calumniado a la Compañía de Jesús en aquellos difíciles momentos.