Alejandro Navas, Profesor de Sociología, Universidad de Navarra
La juventud toma la calle
"Por fin", podríamos decir. Las dimensiones y la profundidad de la crisis hacían inevitable algún tipo de revuelta callejera, si es que las cifras oficiales sobre el paro son verdaderas. "La imprudencia de las élites", titulaba el premio Nobel de Economía, Paul Krugman, un artículo reciente. Por supuesto que todos –la clase política, la banca, las empresas, la gente normal- somos responsables de la situación actual, pero las élites tienen más culpa.
Un Gobierno ciego e incompetente. Un sistema financiero egoísta y especulador. Unos representantes políticos que no están a la altura. Una justicia sometida a quienes mandan. Unos sindicatos financiados por el erario. Buena parte de los medios de comunicación vendidos al poder y al dinero. Un sistema educativo mediocre… No todo parece desastroso, en algunos ámbitos somos incluso punteros en el mundo: deporte, gastronomía, artes plásticas, algunas empresas líderes en sus sectores.
El deterioro político y económico ha conducido a nuestra sociedad a un callejón sin aparente salida, y la gente se ha hartado. Diagnosticar nuestros males resulta sencillo, y los acampados en la Puerta del Sol no han dicho nada novedoso al respecto. Los problemas surgirán cuando se trate de articular acciones positivas, constructoras de ese nuevo orden más justo que la calle reclama.
Las autoridades y el ministro Rubalcaba –supongo- permitirán que los manifestantes sigan ocupando las plazas de nuestras ciudades hasta que termine la jornada electoral. Al Gobierno no le interesan imágenes de enfrentamientos entre policías y ciudadanos, y, mucho menos, de heridos o de mobiliario urbano incendiado. Pero el lunes 23, con la resaca electoral, habrá que volver a trabajar y esas plazas públicas deberán quedar despejadas. Dejar los centros urbanos en manos de los acampados daría una impresión tercermundista que el Ejecutivo tampoco se podrá permitir (hablo de imagen por ser el principal criterio que inspira la acción del Gobierno).
Veremos qué sesgo adquiere el movimiento popular. Grupos opuestos, antisistema y representantes del establishment político, intentan capitalizar el éxito y sacar tajada. En momentos de confusión se abren posibilidades para la gente audaz y preparada. "Una revolución no se hace, se organiza", decía Lenin. La pura espontaneidad conduce a la inoperancia, por lo que los gestores deberán tomar el mando si es que el movimiento aspira a durar.
La protesta muestra un indudable carácter transversal, pero los jóvenes asumen el protagonismo. Comprendo cómo se sienten, y entiendo su indignación con un régimen social que los adula y, a la vez, les cierra casi todas las puertas. Muchos están excelentemente preparados y con ilusión por trabajar –considero un privilegio tenerlos en el aula-, y resulta indignante que les ofrezcamos tan solo contratos precarios y sueldos de hambre. Así no se puede formar una familia ni acceder a una vivienda. Es lógico que desprecien a la clase política. Pero encuentro incoherente que, a continuación, planteen una serie de exigencias, en forma de derechos, dirigidas justamente al Estado.
De una parte, parecen ignorar que el Estado se encarna precisamente en esa clase política tan denostada. No es un ente abstracto que aletea en el cielo, por encima de la sociedad terrenal, dispuesto a regalarnos con sus dones. Y de otra parte, llama la atención el planteamiento reivindicativo que pide todo a título de derecho –educación, sanidad, trabajo, vivienda, cultura, medio ambiente, etcétera-. ¿Quién va a proporcionar todo eso? ¿Con qué recursos? ¿Dónde quedan los deberes correlativos a los derechos? No hay que esperar que "alguien" venga -¿desde dónde?- a resolver nuestros problemas. Si la mención a la sociedad civil va en serio, es la hora de ponerse a trabajar de verdad. Los jóvenes tunecinos y egipcios han mostrado que la libertad no es una concesión otorgada de modo discrecional por el que manda, sino algo que la gente normal puede y debe tomarse por las bravas, directamente. Un poco de ese talante vendría muy bien en nuestro país: durante demasiado tiempo hemos esperado demasiado de un Estado al que hemos entregado tanto poder sobre nuestras vidas.