Fernando Simón Yarza, , Profesor de Derecho Constitucional
El discurso del Rey
La proclamación del Rey Felipe VI ha sido, indudablemente, una bocanada de aire fresco en un contexto de desilusión generalizada. Con el prestigio de la Corona mermado, su reinado se presenta cargado de retos. En este sentido, el discurso del Rey ha sido prometedor, espejo de una firme voluntad de integrar a los españoles en un proyecto ilusionante. Don Felipe ha expresado su compromiso de «velar por la dignidad de la institución, preservar su prestigio y observar una conducta íntegra, honesta y transparente, como corresponde a su función institucional y a su responsabilidad social». Devolver el lustre perdido a la Corona y acomodar la magistratura regia a los tiempos que corren es, probablemente, lo primero que se le va a demandar. Afortunadamente, para ello cuenta con un voto de confianza de tantos españoles que reconocen —que reconocemos— su preparación.
El nuevo Rey se ha presentado como «un Jefe del Estado leal y dispuesto a escuchar, a comprender, a advertir y a aconsejar; y también a defender siempre los intereses generales». Ha profesado «un gran respeto a nuestra historia», y ha manifestado su aprecio a los pueblos de esa España, «unida y diversa», en la que «cabemos todos». La voluntad integradora que impregna todo su discurso merece el aplauso colectivo, en unos tiempos en que el malestar suele conducir a la autoafirmación. Ha apostado, en fin, por una Monarquía parlamentaria «abierta y comprometida con la sociedad a la que sirve», «fiel y leal intérprete de las aspiraciones y esperanzas de los ciudadanos», dispuesta a «compartir —y sentir como propios— sus éxitos y sus fracasos». No han faltado, en esta línea, muestras de apoyo y afecto a los más desfavorecidos por la crisis y a las víctimas del terrorismo. Ha sido, pues, un Rey cercano, que a buen seguro se hará querer.
Cabría sacar a relucir muchos más brillos de un discurso, como he anticipado, esperanzador. No quisiera concluir estas líneas, sin embargo, sin advertir una omisión que, siendo relevante en el conjunto de su discurso, manifiesta a mi juicio un vacío más grave en la sociedad. Me refiero a la falta de referencias trascendentes, puesto que no se ha mencionado a Dios ni a las raíces cristianas de nuestro pueblo. Más allá de nuestro legado histórico y de la presencia social del hecho religioso —que de por sí justificarían, a mi juicio, alguna alusión—, la indiferencia da testimonio de un proyecto del que parece excluido lo religioso, al menos del lenguaje público. Sociedades muy pluralistas y abiertas han considerado necesarias tales referencias y sobre ellas han erigido sus cimientos —basta leer, y lo aconsejo vivamente, el Farewell Adress de George Washington. El discurso del Rey es, con todas sus luces, una buena ocasión para advertir del riesgo del inmanentismo, de estar excluyendo a Dios, de construir una sociedad recurva in seipsa, replegada sobre sí misma.