20/10/22
Publicado en
El Día
Gerardo Castillo |
Profesor Facultad de Educación y Psicología
Cada persona posee un potencial creativo, mayor o menor en cada caso, pero no en todas se actualiza de la misma forma y con la misma fuerza. Se manifiesta con menos intensidad cuando las personas ignoran que tienen ese potencial o cuando no se deciden a utilizarlo. Los genios nacen con características potencialmente especiales y una vez que maduran, si existe esfuerzo perseverante y un entorno favorable, afloran las capacidades latentes. Alexander Gerard afirma que lo específico del genio es la invención: la capacidad de producir nuevas bellezas en las obras de arte y nuevas verdades en la ciencia. Los genios nacen y se hacen.
En mi opinión, este proceso es atribuible actualmente, entre otros, al cineasta Woody Allen. Leo en la prensa que con sus 86 años y 49 películas, después de su película número 50, quiere descansar del cine para retomar su faceta de escritor, iniciada con su autobiografía A propósito de nada. Confiesa que ya no disfruta tanto haciendo cine. Actualmente está escribiendo ensayos de humor. Woody Allen nació en un barrio humilde de Brooklyn. Con 11 años se iba en metro con un amigo a Manhattan, donde descubrió el mundo del vodevil y de los cómicos. Con 15 años fue contratado como escritor de chistes y publicaba gags en varios periódicos. Posteriormente trabajó como cómico y guionista. En 1969 dirigió su primera película: la comedia Toma el dinero y corre. Seguirían muchas más, hasta ser uno de los directores más prolíficos y galardonados de la historia del cine, en el que destaca la soltura en la narración y la originalidad de su humor.
Woody Allen crea diálogos chispeantes con un trasfondo de tristeza. Su película más famosa es la comedia romántica Dos extraños amantes, una obra maestra premiada con cuatro Oscar. El cineasta mostraba talento y trabajo. Pero, ¿en qué proporción? ¿Es cierto que lo que prima –como suele creerse– es el talento o inspiración? Transcribo la respuesta de tres genios: «El genio es un uno por ciento de inspiración y un nueve por ciento de sudor» (Thomas A. Edison); «El genio se compone de un dos por ciento de inspiración y de un noventa y ocho por ciento de perseverante aplicación» (Ludwig Van Beethoven); «Cuando llegue la inspiración, que me encuentre trabajando» (Pablo Picasso).
Esa es la tesis que desarrolla el catedrático de Psiquiatría Alonso Fernández en su interesante estudio sobre el talento creador: «Todos los progresos capitales habidos en las sociedades humanas, desde el Homo habilis hasta nuestros días, se deben al trabajo y al esfuerzo salpicado con inspiraciones de alguna mentalidad genial. No hay genio sin aplicarse en el esfuerzo requerido por el trabajo. Una mentalidad alentada por la chispa del genio se detiene en el diletantismo, si no se compromete en el empeño con sangre, sudor y lágrimas».
Se puede ser muy inteligente y no ser un genio. La condición de genio añade pensamiento creativo y personalidad creadora. Hay algo común al buen profesional y al genio: ambos necesitaron encontrar a tiempo qué era lo suyo: lo que hacían con gusto y lo que hacían bien. Además, se atrevieron a realizarlo superando todo tipo de dificultades y barreras. Ken Robinson, especialista en creatividad, para designar el lugar donde convergen las cosas que nos gusta hacer y las que se nos dan especialmente bien, utiliza el término Elemento. Lo considera el punto de encuentro entre las aptitudes naturales y las inclinaciones personales. Sostiene que cuando nos apasiona lo que hacemos estamos en nuestro elemento, un estado en el que trabajamos con gran creatividad. Por ello, propone que cada persona conecte con sus verdaderos talentos naturales; así descubrirá que posee capacidades de imaginación e intuición que, con frecuencia, utiliza muy poco. Sobre la base de haber descubierto qué era lo suyo y de haberse encontrado en su Elemento, el genio va más allá en su creatividad que el promedio de los profesionales.
El pensamiento creativo es un pensamiento mixto que combina el aspecto lógico-racional e intuitivo con el imaginativo. Se le denomina también pensamiento divergente (implica ver un problema desde distintas perspectivas y con mirada nueva, removiendo los supuestos establecidos. Ofrece así múltiples opciones creativas). Las escuelas deben favorecer este tipo de pensamiento. Se trata de evitar la instrucción masiva, excesivamente normativa, así como la que fomenta el conformismo, porque todo eso cierra el camino a la creatividad