Juan Ignacio Ruiz Aldaz, Facultad de Teología , Universidad de Navarra
En Belén de Judá
Todos los años la Navidad irrumpe en el calendario con el calor de las vivencias más entrañables. Es un tiempo en que se nos invita a experimentar la alegría en su sentido más profundo. Pero la Navidad no es una celebración puramente sentimental. La irresistible sencillez de estos días mana de su más robusta seriedad. Y por eso nos abre a los humanos las puertas de la alegría. Consiste en recordarnos una verdad imperecedera: que Dios nos toma completamente en serio. Y lo ha hecho hasta el punto de asumir personalmente nuestra condición humana y nacer como uno más entre nosotros. La Navidad no es un cuento pueril y ñoño. Es la historia del nacimiento del Dios hecho hombre entre nosotros los humanos. Dios no ha querido limitarse a amarnos desde fuera. Ha querido que su indecible Amor por nosotros sea visible, audible y palpable. Esa es la fuente de la alegre sencillez de este tiempo: el Hijo de Dios hecho hombre para que podamos participar de su Vida y de su Amor. Este es el verdadero núcleo de la Navidad. En definitiva, Jesús nos ha traído toda Novedad trayéndose a Sí mismo: Él es Dios con nosotros.
Sin embargo, a veces se han propuesto algunas interpretaciones de la Navidad bastante recortadas. Unas veces, se ha interpretado de forma sensiblera, acaramelada y cursi. Otras veces se ha promovido una visión racionalista, desencantada y seca. En apariencia, estas dos visiones, la sensiblera y la racionalista, son interpretaciones diametralmente opuestas. Pero, en realidad, se encuentran estrechamente emparentadas. Donde subjetivistas y racionalistas coinciden es en no tener lo suficientemente en cuenta la verdad del acontecimiento humano y divino de la Navidad.
Una visión sentimental de la Navidad puede prescindir de la verdad del acontecimiento histórico. Le basta con las interpretaciones, vivencias y sentimientos individuales. En una visión así, el hecho mismo es de una importancia muy relativa. Se limita a ser un mero símbolo que suscita algunas experiencias subjetivas. Esta forma sensiblera de comprender la Navidad no necesita estar fundada en la verdad de los hechos. La visión cursi y blanda de la Navidad habita exclusivamente en el terreno de una vivencia puramente subjetivista.
Por el otro lado, una perspectiva racionalista rechaza de antemano todo lo que suponga una intervención divina. Quienes ven así las cosas se cierran a sí mismos el acceso al acontecimiento histórico del Hijo de Dios hecho hombre. A veces sucede que el racionalista se hace exaltado, radical e incomprensiblemente agresivo. En el fondo, la visión racionalista descansa sobre una actitud férreamente dogmática: aquella que consiste en decretar desde el inapelable tribunal de su [recortada] razón que no es posible que Dios haya intervenido en la historia. Si se mira bien, esta idea implica asumir de antemano un postulado que no ha sido justificado y que por lo tanto es irracional. De modo que el dogma racionalista es profundamente irracional. A quienes defienden una perspectiva como esta, la actitud subjetivista no les suele molestar. Que uno considere el relato de la Navidad como un mero símbolo evocador no les parece contrario a sus ideas. Lo que cada uno sienta es cosa suya. Por eso, racionalistas y subjetivistas pueden tener algunos puntos de encuentro. Es más, en el fondo, son dos caras de una misma moneda.
La Navidad significa que Dios ha tomado absolutamente en serio al hombre, a todo el hombre: razón y corazón, verdad y amor, pensamiento y emoción, espíritu y cuerpo, historia y eternidad. El acontecimiento de la Navidad no rehúye ni reniega de nada de lo humano. El reciente libro del Papa sobre la infancia de Jesús es un buen testimonio de ello. Por eso, la fe cristiana es amiga tanto de la inteligencia más audaz como de la sensibilidad más limpia. Lo que racionalistas y subjetivistas han de recuperar es el afán de encontrar la verdad. Se trata de asumir en toda su amplitud el conocido slogan ilustrado «atrévete a saber». Unos y otros se han autoimpuesto un uso recortado de la razón. La apertura de la inteligencia del hombre a la verdad es también apertura a la entrada de Dios en nuestro mundo. La razón humana es totalmente fiel a sí misma cuando se abre para participar de la Razón misma de Dios.
Chesterton decía que sólo por Cristo hay noticias que son verdaderamente nuevas y verdaderamente buenas. «Evangelio» significa precisamente eso, buena noticia. En la Antigüedad, la palabra «evangelio» aparece en la obra de Homero para significar la notificación de una victoria, una noticia favorable. Más adelante, en el Imperio Romano, pasó a significar un mensaje que viene del emperador, una noticia que se presuponía positiva, buena, renovadora. Pero cuando lo miramos bien, lo que queda siempre claro es lo relativo de cualquier novedad solamente humana. Una y otra vez se hace evidente la soledad y la impotencia de los humanos ante sus límites y sus derrotas. El acontecimiento de Belén es precisamente la irrupción de una verdadera buena Noticia. Es la respuesta de Dios al drama del hombre. Desde el silencio de aquella cueva de Belén de Judá, hace poco más de dos mil años, resonó amable y vibrante el auténtico Evangelio, la Noticia verdaderamente nueva y verdaderamente buena. En aquel lugar concreto de nuestro mundo apareció para todos los humanos el Evangelio del Amor de Dios. ¡Feliz Navidad, amigo lector!