19/12/2023
Publicado en
El Diario Montañés y El Comercio
Gerardo Castillo |
Facultad de Educación y Psicología de la Universidad de Navarra
Cuando un mentiroso es descubierto intenta confundir a quien lo descubrió alegando, por ejemplo, que no hubo mentiras, sino cambios de opinión
La mentira ya no conlleva el estigma de antes y últimamente se validad socialmente, sobre todo en el ámbito de la política. Pero eso no puede evitar que sea y siga siendo un antivalor moral. La raíz de actual tolerancia con la mentira es el nuevo nihilismo del siglo XXI, que anula la distinción entre la verdad y la mentira. En la posverdad o mentira emotiva priman las emociones sobre los hechos objetivos: la apariencia de verdad es para algunos más importante que la propia verdad.
Alfonso López Quintás, catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid, afirma que actualmente la mentira se considera rentable, en cuanto le permite a uno salir airoso de ciertos apuros y montar estrategias eficaces para vencer sin necesidad de convencer. Si se va con la verdad por delante, no se llega lejos; en cambio, la mentira es un recurso de éxito.
La actual ‘cultura’ de la mentira está propiciando la mitonomia, que es la adicción de las personas a mentir de forma compulsiva. El mitómano tiene como principal origen de sus mentiras el narcisismo, que es una tapadera de sus inseguridades. El mentiroso compulsivo construye su propia identidad con el propio entrenamiento de las mentiras que dice y que repite.
Algunos síntomas del mentiroso patológico compulsivo son: la sonrisa involuntaria producida por el placer que produce una mentira exitosa; no es capaz de aguantar la mirada; usa demasiadas palabras para intentar ser creíble; alardea de sí mismo; y tiene necesidad permanente de ser admirado.
Las mentiras estimulan al mitómano y le confieren de un escudo para protegerse frente a realidades incómodas. A pesar de ello, la ansiedad suele formar parte de la vida del mentiroso compulsivo, ya que posee una preocupación desmesurada por ser descubierto. Y cuando esto le pasa, intenta confundir y manipular a quien lo descubrió, por ejemplo, alegando que no hubo mentiras, sino cambios de opinión. En ese caso se intenta suplantar la mentira por la rectificación de un error.
La mentira es un acto consciente y de liberado, pero no tiene por qué ser intencional, ya que existe la mentira inconsciente, que se relaciona íntimamente con el autoengaño, el mentirse a uno mismo. Se debe a un proceso de razonamiento incorrecto, según el cual se distorsiona la interpretación de un suceso para protegerse de una realidad desagradable que no se quiere asumir.
La mentira consciente provoca un serio perjuicio tanto al mentiroso como al engañado. Al que miente le perjudica en el sentido que altera seriamente su sentido de la realidad, y provoca que poco a poco pierda la capacidad de diferenciar lo que es verdad de lo que es falso, y acabe creyendo sus propias mentiras. La consecuencia más directa que surge de la mentira es el daño emocional que hace a la persona engañada. Además, se la induce a tomar decisiones que nunca habría tomado.
Frente a la ‘cultura’ de la mentira urge promover la ‘cultura’ de la verdad. Se podrá objetar que esta propuesta no es realista, porque, ¿qué posibilidades tiene si la verdad sigue siendo irrelevante e ignorada por algunos políticos e intelectuales? O peor aún: la dificultad de contrarrestar la mentalidad relativista de nuestro tiempo, que afirma que la verdad es relativa y niega la existencia de verdades absolutas. Pero de ser esto así tal afirmación se refuta a sí misma.
Michael Lynch, profesor de Filosofía de la Universidad de Connecticut, sostiene que la verdad sí importa, tanto en la vida personal como en la vida política. Explica que el creciente cinismo acerca de la verdad parte en buena medida de nuestra confusión sobre qué es. «Necesitamos superar nuestra confusión y despojarnos de nuestro cinismo acerca del valor de la verdad».
La verdad es un valor vinculado a la honestidad, que implica la actitud de mantener en todo momento la veracidad en las palabras y en las acciones. La familia y la escuela deben fomentar el amor a la verdad desde edades tempranas, tanto con la enseñanza como con el ejemplo. El amor a la verdad posibilita una sana convivencia y es condición para cualquier otro amor.