21/01/2022
Publicado en
Diario de Navarra
Ricardo Fernández Gracia |
Director de la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro
Entre las piezas de amueblamiento litúrgico que más han sufrido, tras la última reforma litúrgica, hemos de señalar los púlpitos, hasta tal punto que en una gran mayoría de los templos han desaparecido. Por esa razón, los que han subsistido poseen un interés añadido.
Púlpito es la plataforma elevada desde la que se predicaba en las iglesias. Disponen de antepecho o pretil y tornavoz o sombrero superior. Se utilizaron en las primitivas basílicas llamándose ambones. Se disponían a modo de tribuna rectangular sobre una plataforma de poca elevación, a la cual se subía por unas gradas laterales y en ellos se cantaban la epístola y el evangelio en las misas solemnes y se anunciaban al pueblo las fiestas.
Los ambones continuaron con mayor o menor amplitud y elevación hasta el siglo XIV en que se fue adoptando el sistema de púlpitos, que en la Baja Edad Media y el primer Renacimiento tendieron más a la forma hexagonal adornándose en todas las épocas con elementos propios del estilo vigente. El tornavoz o guardavoz se generalizó desde el siglo XVI y servía para recoger, dirigir y amplificar la voz del predicador . A partir del siglo XVII, contó con un amplio desarrollo, destacando sus ricas cátedras, escalinatas, barandillas y suntuosos tornavoces que airosamente se elevan hacia las bóvedas y rematan, frecuentemente, con la figura alegórica de la Fe con la cruz y la Eucaristía en sus manos y los ojos vendados.
Sede de los predicadores
Los recursos retóricos y teatrales en los sermones estuvieron en sintonía con las imágenes. Los sermones eran actos muy frecuentados y los predicadores cuidaron mucho de cuanto decían en el púlpito, preparando panegíricos ad hoc, según el auditorio, con el correspondiente ornatus, repleto de la retórica imperante y siempre con el triple contenido de enseñar, deleitar y mover conductas. Al predicador se le exigía oración y estudio, así como excitar al fervor, haciendo gala de ciencia, elocuencia e ingenio. Junto a todo ello, el predicador debía dominar el lenguaje gestual, fundamentalmente de las manos, con el estudio de las codificaciones
Los afectos eran diana fija en las palabras y los argumentos de los predicadores. San Francisco de Sales recordaba, a propósito de los sermones, que “La prueba de un predicador es cuando su congregación no sale diciendo qué sermón más bonito, sino: haré algo”. En sintonía con ese pensamiento, Juan de Palafox, en pleno siglo XVII, proponía como características de los sermones la brevedad, la fortaleza y la eficacia, “tres solas palabras solas que pesan mas que infinitas librerías”. Abogaba por la claridad, la certeza y la verdad, más que por la retórica de los grandes oradores. En no pocas ocasiones arremetió contra algunos de los denominados “picos oro” de su tiempo, que entretenían en los púlpitos, pero ni enseñaban, ni movían conductas. Así se expresa al respecto: “Sermón de pico solo, y que sólo se reduce a la voz y que sale de la boca y no del alma, deleitar puede, pero persuadir con grande dificultad. Es menester que salgan las palabras desde el corazón, para que calienten los corazones fríos”.
Huarte de San Juan, en su Examen de los ingenios (1575), exigía al predicador ocho componentes, entre los que figuran la elocuencia, la invención, la disposición del discurso, la pronunciación con voz sonora y apacible, las comparaciones y la soltura al expresarse.
No olvidemos que el dar el púlpito a predicadores por parte de pueblos a determinados oradores fue motivo de problemas y controversias en siglos pasados, con motivo de sermones de cuaresma o misiones populares. Incluso el cabildo de la catedral de Pamplona pleiteó en 1576 contra el obispo sobre derecho a franquear el púlpito de dicha catedral y hacer elección de predicadores.
También en los refectorios
No sólo en las iglesias había púlpitos, sino también en los refectorios monacales y de aquellas catedrales cuyo cabildo se regía por la regla comunitaria. La regla monástica de san Benito estipulaba que “en la mesa de los hermanos no debe faltar la lectura. Pero no debe leer allí el que de buenas a primeras toma el libro, sino... el lector... guárdese sumo silencio, de modo que no se oiga en la mesa ni el susurro ni la voz de nadie, sino sólo la del lector...”.
El púlpito del refectorio de la catedral de Pamplona es un excelente ejemplo, realizado hacia 1430. Su ménsula ha sido estudiada por Isabel Mateo. En ella se representa la difícil caza del unicornio, un tema mítico que se difundió a lo largo de la Edad Media, a través de diferentes manifestaciones artísticas y literarias. La razón de su representación en el refectorio pamplonés estriba en que el unicornio se identificaba con Cristo y su castidad, como animal piadoso. En base a las palabras de Moisés en el Deuteronomio y en el Salmo de David que dice, al referirse a la Encarnación: “Pues suscitó en medio de nosotros el cuerno de la salvación, en la Casa de David, su siervo. Al bajar del cielo saltó al regazo de la Virgen María: Dilecto como hijo de unicornio”.
Algunos ejemplos renacentistas
Al siglo XVI pertenecen, entre otros, los de Valtierra, Ochagavía, Roncal, Cáseda y Zulueta. Los de Valtierra se adosan a los pilares del crucero y se datan en la década de los setenta. Sus antepechos se decoran con grutescos, medallones circulares con bustos y columnas abalaustradas. En la escalinata de acceso se despliega un enorme telamón que surge de una cartela de cueros retorcidos.
Particular interés poseen los de Ochagavía por haberse conservado también los tornavoces renacentistas, con las típicas formas poligonales y volutas exentas. Ambos son obra de Miguel de Espinal y su taller, que se hizo cargo de los retablos de la parroquia, en 1574. Ambos presentan pilastras con grutescos y trofeos, entre las cuales figuran diversos santos bajo hornacinas aveneradas muy planas. Los relieves representan, entre otros, a los evangelistas y al Resucitado.
Los de Roncal presentan base troncopiramidal que surge de una curiosa cabeza humana. Sus tableros se decoran con grutescos vegetales, de cuyos tallos surgen en algunos casos cabezas. Datarán de hacia 1580. En yeso están realizados los de la parroquia de Cáseda, desmontados en 1987. El de Zulueta se conserva en la sacristía de su parroquia y contiene los relieves de los cuatro evangelistas.
En los siglos del Barroco
Han desaparecido notables ejemplos, de modo especial en lo que se refiere a los tornavoces. Quedan algunos, realmente señeros, como los de la basílica de la Purísima de Cintruénigo y las parroquias de Viana con rica rejería, Piedramillera, Sesma, Ujué, Mendigorría, Sesma, Corella o Los Arcos, todos ellos barrocos. El diseño del de Viana es obra del maestro de la localidad Juan Bautista de Suso y se data en 1723. Los tornavoces de Mendigorría, pertenecen al maestro estellés Juan Ángel Nagusia (1715) y destacan por los calados de su media naranja. De grandes proporciones son los tornavoces de nogal dorado de la parroquia de Santiago de Puente la Reina, por los que cobraba 3.744 reales el escultor José de Lesaca, de Lerín, en 1725. El de Legaria es obra de Lucas de Mena y lo talló en 1722. El de Sesma se debe datar en 1715, cuando el rejero Antonio de Elorza se hizo cargo de su barandilla.
El de Ujué, obra del primer tercio del siglo XVIII, resulta colorista y retardatario en su época, por incorporar figuras en relieve de los evangelistas. Su tornavoz incorpora el escudo de los monarcas navarros de la dinastía Evreux y se remata, como otros muchos con la figura alegórica de la fe.
De extraordinaria altura, sin duda el mayor de Navarra, es el tornavoz del monasterio de Fitero, obra de José Serrano, maestro de Cascante hacia 1734, corriendo con su tasación Baltasar de Gambarte y José de Lesaca, que lo evaluaron en 3.124 reales. En su traza copia una linterna arquitectónica, con un basamento con niños atlantes que sostienen el cuerpo octogonal con ocho ventanas de medio punto, tambor con óculos y pequeña cúpula coronada por la figura alegórica de la Fe, portando la eucaristía y con los ojos vendados. En el mismo año de 1734 se hizo cargo de los guardavoces de la parroquia de Lodosa el maestro de Cárcar Tomás Martínez, en los que llama la atención su delicadísima talla decorativa.
Mediado el siglo, en 1757, por determinación del patronato de la parroquia de Cárcar, el maestro de la localidad Tomás Martínez Puelles se hizo cargo de los dos tornavoces, obras de exquisita factura y de una altura bastante considerable. A la etapa rococó pertenecen, entre otros, los guardavoces de las parroquias de Valtierra, Errazu y de Peralta, con más dominio de la arquitectura de líneas movidas y con una decoración muy contenida y leve de rocallas. A ese momento pertenecieron la pareja desaparecida de Cintruénigo, que contrató el maestro de Fitero Juan de Angós, en 1764. Los de la parroquia de San Juan Evangelista de Peralta fueron realizados por Miguel Zufía y examinados en 1766 por Tomás Martínez Egúzquiza.
Siglos XIX y XX: neogóticos y eclecticistas
En 1809 el arquitecto Juan Antonio Pagola presentó el plan para la ejecución de los púlpitos de la parroquia pamplonesa de San Lorenzo, con la condición que fuesen como el de la capilla de San Fermín. Al año siguiente, en 1910, el contratista Francisco Cruz de Aramburu realizó el convenio para su ejecución.
No faltaron ejemplos neogóticos, neobarrocos y eclecticistas en las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX, aprovechando la pujanza de algunos talleres de carpintería artística, establecidos en Pamplona. Entre los neogóticos destacan los espléndidos de la parroquia de San Saturnino (1908, Florentino Istúriz) y el de las Salesas (1905, Talleres Istúriz), con sus inconfundibles agujas de madera sin policromar. El de Recoletas es neobarroco y de carácter ecléctico eran los desaparecidos y espectaculares de la parroquia de San Nicolás de Pamplona (1914), realizados bajo la dirección de Ángel Goicoechea, por los Talleres Artieda y Arrieta y mosaicos de la Casa Maumejean (1914). El de la parroquia de Lesaca data de 1917.