21/03/2025
Publicado en
Manuel Casado Velarde |
Catedrático emérito de la Universidad de Navarra
Los problemas de salud mental continúan al alza, según noticias diarias de los medios. La Agencia Española del Medicamento avisa, con inquietud, del crecimiento continuado, desde el año 2000, del consumo de ansiolíticos, de sedantes y de antidepresivos. Psicólogos y psiquiatras relacionan estos desarreglos con la carencia de un sentido de la vida. Y es que los seres humanos buscamos afanosamente comprender y ser comprendidos; encontrar o recuperar la pulsión del sentido que ayuda a vivir; tener un apoyo que pueda orientar nuestros esfuerzos y evitar que nos hundamos en la desesperación.
Y una de las fuentes del sentido, junto con la religión, es precisamente la poesía, ese empleo del lenguaje que trata de apresar, como ha escrito Bellamy, "lo que permanece fijo y estable para dar sentido a nuestras vidas". Son los profetas y los poetas, "esos poderosos mediadores y mensajeros del sentido", quienes tienen la capacidad de colmar o atenuar esa sed humana de infinito. De ellos "provienen todas nuestras experiencias de sentido, de ese en el que creemos incluso cuando su verdad no es ni podrá ser jamás 'verificada' o contabilizada con la ayuda de los métodos de la ciencia experimental" (Jean Grondin), ese ídolo que aspira a dominarlo todo, pero que permanece absolutamente mudo frente a las preguntas acerca del bien y del mal, y ante la cuestión del sentido de la vida en general.
Pero la pregunta por el sentido surge siempre de nuevo, puesto que nos define y se encuentra en lo más íntimo de nuestro ser y estar en el mundo. Y es de ingenuos pensar que la ciencia pueda iluminar la cuestión del sentido. Es el arte, la poesía, aparte de la religión, los que tienen el poder de descubrirnos una forma de verdad distinta a la de la ciencia, de interpelarnos, de llegar al corazón y de decirnos, con el verso de Rilke, "debes cambiar tu vida". Con el poeta Gabriel D'Annunzio, se puede afirmar que una lograda combinación de palabras puede ser más medicinal, más saludable, que una fórmula química.
Los poetas, independientemente de sus credos, han sido los más sagaces a la hora de intuir las heridas abiertas por las ideologías materialistas en la concepción de la persona; heridas que desembocan en el absurdo y el sinsentido. Y la poesía alimenta el intento, rayano en lo divino, de ofrecer, colmado de manera armónica, lo que el ser humano requiere para vivir en plenitud, para satisfacer esa "nostalgia de una armonía espiritual y corpórea rota y desterrada siglos atrás de entre las gentes" (Luis Cernuda). No es otra la ambición que han abrigado todos los poetas, la que Jorge Guillén esculpió en estos versos: "La voz en luz erguida / requiero yo para integrar mi vida".
La poesía, la gran literatura de todos los tiempos y latitudes, ese frágil legado, esas palabras que ayudan a vivir mejor (Todorov), poseen, además de un reconocido poder elevador, una virtud sanadora; en primer lugar, como escribió Novalis, de las heridas que inflige la pura racionalidad, pues la vida se compone de algo más que mera razón; y "un libro con vida tiene un poder inimaginable de sanación. Hay libros que son como refugios de montaña o bombonas de oxígeno. Farmacias portátiles" (Jesús Montiel).
Nos quejamos con frecuencia, y con razón, del empleo del lenguaje por parte de muchos políticos, de su uso como arma arrojadiza, de su práctica polarizadora, de su degradación expresiva e infamante. Un discurso, en suma, situado en los antípodas de la palabra poética, pues si "la poesía es el umbral de la palabra por arriba, […] el insulto lo es por abajo" (José Mateos).
Para los cristianos, el sentido último de la vida nos lo ofreció la Palabra, el Verbo de Dios, que se hizo carne para redimirnos del mal del pecado y del abismo de la angustia y del sinsentido. ¿Intuyeron algo de esto el último Óscar Wilde cuando afirmó que "el lugar de Cristo se encuentra entre los poetas", o Franz Kafka al definir al poeta como "un telégrafo vivo entre Dios y los hombres"?