21/05/2021
Publicado en
Diario de Navarra
Ricardo Fernández Gracia |
Director de la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro
Corría la segunda mitad del siglo XVII, cuando un particular devoto de San Ignacio tomó la iniciativa para la construcción de la basílica pamplonesa. Fue don Diego de Benavides, conde de Santesteban, virrey de Navarra entre 1653 y 1661, de donde pasó a Perú con el mismo cargo. En este último virreinato, contactó con algunos jesuitas navarros, que juntaron donativos que se remitieron para la realización de un monumento al santo, en recuerdo de su herida en la defensa del castillo de Pamplona.
El interés del conjunto, mutilado en 1927 y casi desapercibido entre la iglesia de los Redentoristas (1927) y la ampliación de la Diputación (1965), radica en que a día de hoy es el único edificio con gran parte de su exorno de la Compañía de Jesús en Pamplona, destacando varios lienzos de pintura llegados desde Roma. En último extremo es una expresión del nivel cultural, artístico y religioso que los jesuitas alcanzaron a lo largo de los siglos XVII y XVIII.
La primera memoria en 1601
En 1601, otro virrey de Navarra, don Juan de Cardona, ordenó levantar una memoria con una larga inscripción conmemorativa. Poco sabemos de su forma, posiblemente fue un arco triunfal. Cuando se erigió la actual basílica, las piedras que contenían la inscripción, se embutieron en los muros del interior, con el título de vetus inscriptio. Aquellos sillares se conservan hoy en la Cámara de Comptos. El largo texto, fue recogido por el padre Alesón en el tomo V de los Anales de Navarra.
El templo fue erigido en un contexto de crisis
Pese a la crisis de las décadas centrales del siglo XVII, la construcción de santuarios, especialmente marianos, fue relativamente importante. A diferencia de aquéllos, supervisados por sus correspondientes patronos y trazados por los maestros de la tierra, el santuario ignaciano de Pamplona fue inspeccionado por los jesuitas, que contaron entre sus miembros con tracistas y arquitectos de toda solvencia, amén de excelentes administradores.
Existe una rica correspondencia entre el padre Juan de Ribadeneyra, procurador de los jesuitas para los asuntos de Indias y el padre Baltasar López († Pamplona, 1670), muy relacionado con la Diputación del Reino, por haber sido su agente en el pleito del copatronato. Sabemos, asimismo, que los jesuitas andaluces, encargados de recoger el dinero que llegaba de Indias, propusieron en 1662 la erección de un triunfo, similar al de la Inmaculada en Granada, obra de Alonso de Mena (1628-1631). Los pamploneses, anclados en la tradición, sugerían un humilladero. Desechadas ambas ideas, se pasó a planificar el edificio en el que intervino el hermano Alonso Gómez, residente en Génova, a fines de 1668, concretando con el padre López la disposición, con una planta longitudinal combinada, cubierta por bóvedas de cañón con lunetos y cúpula.
Financiación y etapas constructivas entre 1661-1694
Tal y como hemos indicado, la primera cantidad llegó desde la Provincia jesuítica de Perú, en donde se recolectaron 2.000 pesos. Destacaremos igualmente los 500 pesos remitidos desde Indias por el padre Hernando de Labayen, natural de Berrioplano, que también mandó legados de plata para la Virgen de Codés. Asimismo, destacan los 500 ducados entregados por el prior de la catedral, don Juan de Echalaz, así como los donativos del futuro provincial de Castilla, el padre Antonio Carabeo, de don Martín de San Martín, contador de azogues y tributos de la Nueva España o el sueldo de historiador del reino que aportó el padre Francisco Alesón. Al final, cuando los fondos se agotaron, el rector del colegio de Pamplona, el padre Ignacio Zabala, pidió el “sueldo de capitán de San Ignacio”, para aplicarlo a la fábrica.
El mencionado rector pedía “que se libre y pague perpetuamente un sueldo de capitán reformado, en la forma de los demás que sirven en este presidio”, teniendo en cuenta que el santo “defendió el castillo de esta ciudad… donde fue herido y tuvo principio el haberse consagrado … a la mayor Gloria y honra de Dios, para cuyo fin fundó la Compañía de Jesús”. El virrey contestó afirmativamente, ordenando pagar “su sueldo en la forma de los demás que sirven en este presidio, cuya porción se ha de entregar al Padre Rector que es y en adelante fuere de la casa de la Compañía de esta ciudad, para continuar en la obra de la capilla o ermita que está fabricando en la puerta de San Nicolás, y después de fenecida ésta, se aplicará este sueldo al sustento de dos pobres”.
El montante de gastos ascendió, en la primera etapa, hasta 1672, a 29.653 reales. Pedro de Azpíroz trabajó con su cuadrilla, bajo la superintendencia del padre Gaspar López. Azpíroz fue el mejor cantero del momento en la capital navarra, contando entre sus obras la fachada de los Carmelitas (1667 – 1670). Fue muy devoto de San Ignacio y testó en 1697, dejando una capellanía en la basílica y perdonando diferentes deudas.
Los siguientes veinte años fueron de inacción por falta de dinero. Por fin, los gastos de la conclusión del edificio, entre junio de 1692 y marzo de 1693, ascendieron a 4.469 reales. Las obras estuvieron a cargo del cantero Francisco de Iztueta, que firmó compromiso con el padre Alesón. Supervisó la construcción el hermano Diego Castellanos, levantándose la fábrica desde la cornisa.
La inauguración: octubre de 1694
Excepcionalmente, se ha conservado el sermón del día de la inauguración, el 13 de octubre de 1694. Contamos con pocas ediciones de sermones, pronunciados con motivos similares. Junto al de inauguración del retablo de San Nicolás de Pamplona (1715) o el de la consagración de la capilla del Cristo de la Guía del monasterio de Fitero (1736), el de San Ignacio es una pieza rara.
Al respecto, hemos de recordar que la oratoria sagrada jugó en siglos pasados un alto papel desde el punto de vista cultural y religioso. Los sermones eran actos muy frecuentados y los predicadores preparaban panegíricos ad hoc, según el auditorio, con el correspondiente ornatus repleto de la retórica imperante, siempre con el triple fin de enseñar, deleitar y mover conductas. Al predicador se le exigía oración y estudio, así como excitar al fervor, haciendo gala de ciencia, elocuencia e ingenio.
El encargado de predicar fue el carmelita observante y sangüesino fray Jacinto Aranaz (1650-1724), predicador real, sabio y limado. Utilizó la siguiente proposición: “Derribó Dios a Ignacio para levantar la Compañía, porque arrasando muros, suele su gracia echar el cordel para erigir los más altos edificios”. Presidió la misa el prior de la catedral y asistieron el virrey Baltasar de Zúñiga y Guzmán y diversas autoridades. Mientras duró la ceremonia, se lanzaron desde la ciudadela, salvas de artillería y descargas de fusilería.
El antiguo retablo, hoy en la parroquia de Azoz: una pieza itinerante
Para la inauguración del edificio era imprescindible un retablo, que fue el que los jesuitas retiraron de su iglesia, justamente en 1690, cuando encargó uno nuevo a Francisco San Juan.
El antiguo retablo, realizado hacia 1630-1635, se trasladó a la basílica. Al hacer el nuevo para esta última (1727), se vendió a la localidad de Azoz, en donde se conserva, con un interesante ciclo ignaciano de pinturas, basado en grabados de la vida del santo, del padre Pedro de Ribadeneyra, editada en Amberes, en 1610. Las escenas representadas se habían dado a conocer en libros, grabados y en la oratoria desde comienzos del siglo XVII, en pleno periodo de “construcción” de santidad de Ignacio de Loyola.
La fachada inacabada
Gracias al texto del padre Alesón en los Anales de Navarra, sabemos que la fachada con forma de fortificación, con dos almenas-espadañas, se iba a completar con una escultura de san Ignacio con un emblema. Este es el texto del cronista: “Toda ella, que aunque es pequeña muy aseada, consiste en los adornos de la arquitectura, en que tienen su cebo los ojos; pero no faltan otros que pueden ser pasto más delicado y aún delicioso de los entendimientos. Estos son muchos jeroglíficos expresivos del sujeto. Sólo pondremos aquí el más potente de todos por estar esculpido en el pedestal en que se ha de plantar la estatua militar de mármol de nuestro glorioso capitán, armado, como estaba cuando fue herido y cayó de aquel mismo puesto, y está en lo más alto, en medio de la fachada almenada, en remedo de castillo antiguo. El cuerpo de esta empresa es una planta de trigo muy lozana, cuyo deshecho caen en tierra, y el alma de la empresa consiste en esta letra tomada del Evangelio: Cadens in terram multum fructum affert (Joannes cap. 12)”. Parte de esa inscripción se repite en el óvalo decorativo central que contenía el IHS, obra de Juan Miguel Goyeneta (1743).
A la moda del siglo XVIII: el triunfo del barroco castizo
Poco tiempo transcurrió entre la inauguración y la decoración con la que se dotó el interior. La explicación no era otra que el triunfo del barroco castizo en obras tan significativas en la ciudad, como la capilla de San Fermín o los retablos de la Recoletas. De acuerdo con el desarrollo del estilo en su fase decorativa, las bóvedas se cubrieron de ricas yeserías, con rameados vegetales, realizadas en torno a 1720. Las pechinas con cuatro escenas de la vida del santo y el medallón con el momento de la caída, completaron el conjunto. Importaron aquellas labores 210 reales (albañil), 1.249 (tallista), 176 (bultos), 458 (pintor), 770 (colores), 108 (blanqueador) y 75 (andamios)
Poco más tarde hacia, 1726-1727 se realizó el retablo, que destaca por su decorativismo y sus soportes: estípites tan poco utilizados en el taller pamplonés y las columnas de fuste liso con guirnaldas que por aquellos años se abrían paso en el retablo navarro. La imagen titular es de gran calidad. El santo aparece con sotana y manteo, sosteniendo las Constituciones de la Compañía y el sol, que nos recuerda lo que el santo escribió en su Autobiografía: “Veía a Cristo como al sol, especialmente cuando estaba tratando cosas importantes”. La escultura es de la tercera década del siglo XVII y procede, sin duda, de Valladolid, desde donde los jesuitas trajeron diversas imágenes a su colegio pamplonés. Sigue el tipo del escultor Gregorio Fernández y es copia de la que el citado escultor hizo en 1614 para el colegio de Vergara.
El frontal resulta excepcional en Navarra. Fue realizado, en 1755, por los maestros que trabajaban en el santuario de Loyola, con jaspes y embutidos de Génova y Villabona. Costó 1.408 reales. Se trata de una de las contadas obras de mármoles embutidos, junto al frontal de Santa Ana de Tudela y el desaparecido mausoleo del marqués de Castelfuerte en los Dominicos de Pamplona, obras estas últimas de Juan Bautista Eizmendi.
Acorde con aquel despliegue decorativo estuvo la fiesta de la caída del santo, dotada magníficamente, en 1754, por el duque de Granada de Ega y conde de Javier, don Antonio de Idiáquez, con misa cantada, sermón, música y siesta. Los libros de cuentas registran pagos por música, mantequilla, manjar blanco, empanadas de ternera y docenas de cohetes. Sobre la siesta, hay que recordar que era frecuente en las grandes festividades en las que, a lo largo de dos o tres horas de la tarde, hasta la función vespertina, los músicos lucían sus habilidades, improvisando e interpretando música vocal e instrumental.
Algunos lienzos y objetos de culto desde Indias, la Corte madrileña y Roma
Los dos antiguos colaterales estaban dedicados a San Ignacio, velando las armas ante la Virgen de Montserrat y a San Francisco Javier, intercediendo por los apestados. El primero de ellos se ha conservado. En los muros del templo cuelgan algunas pinturas interesantes como el santo con armadura, enviado hacia 1715 de Roma por el hermano Emeterio Montoto que, años atrás, había estado al cuidado de los jóvenes jesuitas en Villagarcía. Es una copia de otra pintura, conservada en San Ignacio de Roma. De la misma procedencia es el gran lienzo apaisado de la caída del santo, remitido en 1729 por el padre Manuel de la Reguera (1668-1747), teólogo particular del cardenal Belluga. La composición es copia exacta de la que se encuentra en las bóvedas de la iglesia de San Ignacio de Roma, obra del padre Pozzo (1685-1686). De la Ciudad Eterna también llegaron otras pinturas, una de gran tamaño del santo ante el Resucitado, una pareja de San Ignacio y dos más pequeñas de San Luis Gonzaga y San Estanislao de Kostka, enmarcadas todas en 1749. El de la aparición del Resucitado es, en realidad y como me ha hecho notar el padre Javier Sagüés, la aprobación del nombre de la Compañía con el beneplácito del mismísimo Cristo, allá por 1537.
Entre otras dádivas, destacaremos: dos cálices sobredorados, enviados desde Potosí por Tomás Rodríguez en 1719, un Jesús de plata remitido en 1722, un cáliz del confesor real, el padre Rubinet, en 1709; un relicario de plata, costeado por el rector Juan de Loyola; láminas calcográficas para estampar imágenes del Corazón de Jesús, cantidades en metálico por el padre Juan José Eraso desde Chile en 1750; 782 pesos por el indiano de Puente la Reina Francisco Miguel de Gambarte, en 1767…
Los últimos años de los jesuitas y el conjunto hasta hoy
Los últimos años de la presencia de los jesuitas en Pamplona estuvieron marcados por el intento de levantar junto a la basílica una casa de ejercicios y un seminario de nobles. La oposición de las Carmelitas y la llegada al trono de Carlos III frustraron el proyecto, para el que se requirieron planos de Roma. El famoso padre Sebastián de Mendiburu ya tenía apalabrada la cantidad de 20.000 pesos.
Tras la salida de los jesuitas, la basílica quedó bajo la jurisdicción de la parroquia de San Nicolás. En 1783 hubo intentos de derribo para la construcción de un jardín botánico y en 1886 para hacer un lavadero público. En 1890 se restauró y pavimentó bajo proyecto del arquitecto Ángel Goicoechea. En 1891 se entregó a los Redentoristas y desde 1915-1917, tuvo que aguantar nuevos intentos de derribo, que fueron frenados por la Comisión de Monumentos de Navarra. Sin embargo, en 1927, tras la construcción del complejo de los Redentoristas y la alineación de la calle, se vió mutilada en un tercio de su longitud. En 1974 se restauró y desde 2008 sirve de capilla de la Adoración Perpetua.