21/05/24
Publicado en
ABC
José María Torralba |
Subdirector del Máster en Cristianismo y Cultura Contemporánea
El cristianismo burgués es una forma defectuosa de entender y vivir el Evangelio, presente en algunas sociedades contemporáneas como la nuestra. ¿En qué consiste? Al igual que otros conceptos relevantes, burgués es una expresión polisémica. En su sentido más común, sirve para referirse a un miembro de la clase social acomodada, que desempeña una profesión liberal o –en terminología marxista– es dueño de los medios de producción. En otro sentido frecuente, describe la actitud de quien evita la exigencia y procura llevar una vida aburguesada, cómoda. De este modo se emplea, a veces, en contextos religiosos para recriminar a quienes viven un cristianismo que excluye la cruz. Sin embargo, ninguno de estos sentidos es el relevante para lo aquí se pretende explicar.
A un cristiano burgués le definen dos rasgos característicos. Primero, concebir la religión de manera individualista y, segundo, haber olvidado el fuerte sentido de misión presente en la Iglesia desde sus orígenes. Podría decirse que se trata de una fe egoísta, pues la máxima preocupación consiste en salvar la propia alma. Además, y esto es quizá lo más distintivo, su principal deseo es alcanzar la seguridad y la estabilidad. De este modo se anega el ímpetu creador de quien concibe la vida como respuesta a una llamada. El horizonte espiritual de alguien así resulta previsible, incluso aburrido.
Empleando conceptos de Ortega y Gasset, podría hablarse de un cristianismo con mentalidad de masa, que no desea salir de la vulgaridad –la media sociológica– ni aspirar a la existencia noble de quien pone sus talentos al servicio de un ideal superior. Reina el conformismo y la asimilación. Al igual que sucede con el hombre-masa de Ortega, el cristianismo burgués no es un fenómeno exclusivo de una clase social, puede darse en personas de distinta condición. De modo paradójico, esta mentalidad a veces se encuentra entre aquellos que respetan los principales mandamientos, participan en actos piadosos y dan limosna, es decir, quienes parecen llevar una vida cristiana exigente.
La clave para explicar este fenómeno se encuentra en la sociología religiosa, pues la cultura propia de cada momento histórico configura la manera en que las personas encarnan la fe. Cultura y religión forman un binomio difícil de separar. Incluso en sociedades post-cristianas como la española, resulta innegable el influjo que lo religioso sigue ejerciendo. A la vez, como en todo binomio, también hay influencia en la otra dirección. Por su carácter histórico, la religión cristiana no es impermeable a los valores dominantes de cada época.
Fue Benedicto XVI quien más claramente denunció semejante deriva del mensaje de Jesús. Según sostiene en Spe Salvi, se ha llegado a pensar en el cristianismo como algo “estrictamente individualista” o una “búsqueda egoísta de la salvación” por influjo de algunas ideas propias de las sociedades modernas. En concreto, sería el resultado de haber privatizado la noción cristiana de esperanza. El intento de resolver los problemas del mundo “como si Dios no existiera” provocó que la religión quedara recluida en la esfera de la conciencia, el hogar y el templo, como bien ha explicado Charles Taylor en La era secular.
Es cierto que esta evolución histórica trajo efectos positivos como la separación Iglesia-Estado y la consagración de la conciencia personal como un ámbito inviolable. Sin embargo, también tuvo secuelas negativas. Los creyentes olvidaron la dimensión social de su fe, según advirtió Henri de Lubac en Catolicismo. Aspectos sociales del dogma. Además, surgieron actitudes moralistas, que reducen la religión a lo ético (es decir, a lo puramente natural), traicionando así la esencia del cristianismo, por utilizar la conocida expresión de Romano Guardini.
Lo que falta en un cristiano burgués es el interés por transformar la realidad. Aunque la fe no se identifica con ninguna estructura política u organización social concreta, tampoco se desentiende del destino del mundo. En nuestras manos está tratar de abrir los corazones –el propio y el de los demás– para que Dios pueda actuar en ellos. Tal es la aportación específica de los cristianos a la sociedad: compartir la alegría del Evangelio, la ley de la caridad y la visión esperanzada sobre el futuro.
En nuestro país se echa en falta la contribución cristiana, que tanto beneficiaría a todos. Esta situación se debe más a la inacción o indiferencia de los creyentes que al laicismo rampante. Es, con gran probabilidad, la principal consecuencia del cristianismo burgués. En una sociedad de profundas raíces religiosas y con una red tan extensa de instituciones educativas de ideario católico –muchas de ellas de primer nivel– resulta sorprendente la escasa presencia pública (en la cultura, la economía o la política) del mensaje evangélico. Los números no cuadran. Ha habido una clara dejación de funciones: quienes estaban en condiciones de liderar no han querido o no han sabido hacerlo. Puede que hayan confundido el triunfo profesional con el brillo del rendimiento y la eficacia, en vez de medirlo en términos de fecundidad y contribución al bien común. Más allá de la imprescindible, generosa y meritoria actividad de organizaciones como Cáritas en la atención de los marginados, ¿dónde está la respuesta cristiana ante la “cultura del pelotazo” de nuestro sistema económico, la desesperada búsqueda de sentido de tantos jóvenes o la creciente fractura cívica que lamina, día a día, el tejido social?
“Es frecuente, aun entre católicos que parecen responsables y piadosos, el error de pensar que sólo están obligados a cumplir sus deberes familiares y religiosos, y apenas quieren oír hablar de deberes cívicos”. Así se expresaba un contemporáneo español, Josemaría Escrivá. Incluso, cabría añadir, esos deberes cívicos se identifican –en el mejor de los casos– con pagar impuestos y cumplir las leyes, es decir, lo propio de una persona respetable, un buen burgués. En su diagnóstico, este santo contemporáneo concluía que en la mayor parte de los casos el problema no es de mala voluntad, sino de falta de formación. Ha habido una deficiente transmisión de la fe en la familia, la parroquia y la escuela. Por ello, la solución se halla, como para casi todos las cuestiones importantes, en la educación.
Una expresión que un amigo emplea con frecuencia sintetiza bien lo que aquí se ha expuesto: quien cree, crea. El creyente crea familia, crea cultura, crea comunidad. Todo lo vivo es fecundo. En cambio, una fe burguesa resulta estéril. No se trata necesariamente de crear algo nuevo (estructuras, instituciones o partidos), sino de realizar de otra manera –con sentido de misión– lo ordinario, de modo particular el trabajo, pues es donde habitualmente convivimos con los otros ciudadanos y podría convertirse en el lugar por excelencia de participación social. Las profesiones –en todas sus formas: de las más reputadas a las más humildes– poseen un extraordinario poder transformador cuando se realizan con mentalidad de servicio y no meramente como un medio para obtener sustento, satisfacción personal o éxito.