Rafael Domingo, Catedrático de Derecho Romano, Universidad de Navarra
El Cincinato hispano
En estas horas amargas de la sociedad española, en parte por la mediocre gestión económica de nuestros políticos, y en mayor medida por el canibalismo crematístico de torpes especuladores internacionales, conviene rescatar la figura del patricio romano Lucio Quincio Cincinato, a quien Catón el Viejo propuso como modelo de ciudadano virtuoso por su patriotismo y frugalidad.
Poco conocemos de la vida de este gran político romano, toda ella envuelta en una majestuosa y sugerente leyenda. Nos llegan datos de su cursus honorum, entre otros, de Tito Livio, Aurelio Víctor, Dionisio de Halicarnaso y Lucio Anneo Floro. Cincinato, apodado así por sus cabellos rizados, nació en torno al 519 a.C., aún durante la Monarquía, que luego resultaría tan odiosa a los romanos de estirpe. Hombre de fortuna, perteneciente a la gens Quinctia, Cincinato se abrió camino en la política impulsado por su posible hermano Tito Quincio Capitolino Barbado, el primer Quincio que accedió al consulado. Lo haría, en total, seis veces.
Cincinato se vio obligado a abandonar la política y vender gran parte de sus propiedades para pagar una elevada fianza en favor de su brillante e intrépido hijo Cesón Quincio, a quien desheredó. Condenado a muerte en contumacia en un proceso orquestado contra él por los plebeyos, Cesón hubo de exiliarse a Etruria. El conflicto permanente entre patricios y plebeyos marcó toda la carrera de nuestro ilustre Cincinato como también el devenir de la República romana, que se fue consolidando, poco a poco, al ritmo en que se fueron superando estas tensiones. Fue por entonces, en 445 a.C., cuando la ley Canuleya dio validez al matrimonio entre patricios y plebeyos.
En 460 a.C. Cincinato fue elegido cónsul suplente de Roma, tras la muerte de Publio Valerio Publícola en el asalto al Capitolio. Durante su consulado, Cincinato logró frenar con audacia a sus enemigos plebeyos deseosos de limitar el poder consular. Consumida su alta magistratura, regresó a las labores agrícolas. Dos años después, hallándose el ejército romano del cónsul Marco Minucio cercado por los ecuos y los volscos, el pueblo de Roma clamó por un dictador que resolviera el conflicto.
Cuenta la tradición que Cincinato recibió a la delegación del Senado que le llevaba la noticia de su nombramiento mientras estaba arando sus propias tierras, a orillas del río Tíber. El pintor neoclásico español Juan Antonio Rivera ha inmortalizado este momento en su óleo Cincinato abandona el arado para dictar leyes a Roma (1806). La reacción de Cincinato fue inmediata: se vistió su toga, se colgó las insignias correspondientes y fue aclamado como dictador. Tras despedirse de su mujer y pedirle encarecidamente que velara por la granja, nuestro héroe cruzó el Tíber en una embarcación facilitada por el Senado. Al otro lado le esperaban sus hijos y la mayoría de los senadores.
A la mañana siguiente, acudió al foro, organizó un ejército en el campo de Marte y, con la ayuda de Lucio Tarquicio, a quien encargó guiar la caballería, consiguió liberar del cerco al cónsul Minucio, quien le premió con una corona de oro y otra obsidional. Tomó prisionero al general enemigo y el día de la victoria lo paseó junto a él en el carro triunfal. Pasados 16 días, Cincinato abdicó de la dictadura y regresó a su granja para atender otra vez las tareas agrestes.
Según cuenta la tradición, Cincinato fue investido por segunda vez dictador en 439, siendo ya un octogenario, por indicación de su hermano Capitolino Barbado, entonces en su sexto consulado. Los patricios, viendo que sus privilegios peligraban a causa de las conspiraciones de los tribunos de la plebe, y de las amenazas de golpe de Estado del tribuno Espurio Melio, acudieron de nuevo a él, a causa de su inteligencia práctica, dominio de la estrategia y arraigadas virtudes cívicas. El jefe de la caballería, por orden de Cincinato, se encargó de dar muerte a Melio, quien se había provisto de armas para lograr controlar la ciudad, devastada por el hambre.
Lucio Quincio Cincinato murió en torno al 430 a.C., posiblemente antes que su hermano Barbado. Dante no dudó en mencionarlo dos veces en su Paraíso, ni Petrarca en dedicarle una biografía de sus Hombres ilustres. Para George Washington, Cincinato fue siempre un modelo al que imitar y le gustaba ser comparado con él. Bajo su ejemplo se cobijó cuando decidió retirarse de la política en 1796, renunciado a un tercer mandato como presidente de los Estados Unidos, en un momento en que su autoridad moral no conocía rival. Por eso, en América, Cincinato continúa siendo un referente de libertad, un símbolo de virtuosismo cívico, que ha dado incluso nombre a dos ciudades: Cincinnatus, en el Estado de Nueva York, y la más conocida, Cincinnati, en Ohio.
Los pueblos necesitan símbolos de estabilidad, personas virtuosas que transmitan confianza, especialmente en momentos de crisis, cuando las cosas van mal. Líderes que decidan con acierto y rapidez cuando aprietan las sombras. Las gentes claman por cincinatos, mujeres y hombres dispuestos a dejar el arado, su trabajo profesional, cualquiera que sea, en servicio de la res publica, en el más noble sentido del término. Estrategas fiables que den órdenes seguras, firmes, claras, exigentes para salvaguardar la comunidad política.
España está pidiendo a gritos un Cincinato que nos libere del Maelstrom en que el gobierno de Zapatero nos quiere hundir. España está asediada por el paro, la recesión, los elevados gastos sociales, el endeudamiento de nuestras empresas, la baja productividad y la falta de confianza en las instituciones. España necesita, hoy más que nunca, de un Cincinato aceptado y apoyado por la izquierda, el centro y la derecha, que, con el máximo favor de los partidos políticos, sirva de timonel durante esta maldita crisis, que destruye la convivencia. Ya no sirve siquiera una convocatoria anticipada de elecciones. No hay tiempo para ello.
Nuestro querido presidente Zapatero, hoy por hoy, está muy lejos de ser un Cincinato. Menos todavía nuestra ministra Salgado. A ellos hay que compararlos con el cónsul Municio, a quien el dictador romano acudió en auxilio. A los hechos me remito. Pero tampoco Mariano Rajoy. Estoy pensando más bien en un Rato, en un Almunia, en un Solana; en definitiva, en un político con una auctoritas reconocida internacionalmente que, con un cargo de superministro plenipotenciario, someta al mismísimo presidente del Gobierno, por unos meses, hasta que el temporal amaine. Un superministro que se codee con Merkel y Sarkozy, con Obama o con el sursuncorda sin necesidad de traductores ni intermediarios: en directo, con aplomo y convicción. Con liderazgo. Y luego, una vez encaminada la crisis, tras un paseo triunfal, aclamado victorioso por el pueblo soberano, que retorne al arado de sus quebrantos. Una persona que no haga política de partido, sino de Estado, que no se sirva de la crisis para meter más presión ideológica, ni para generar anomias y diletantismos estériles.
Urge un Cincinato con conocimientos económicos, que apueste en serio por los trabajadores, que goce del apoyo incondicional de los empresarios y de todos los actores sociales. Un político al que no le tiemble el pulso si se trata de tomar medidas urgentes en situaciones de emergencia. Es la hora de un zar anticrisis.
Porque la gestión de una hecatombe económica es algo que ya está muy estudiado. Hay, sobre ese tema, miles de libros, cientos de webs. Existen protocolos por doquier. Y funcionan. La primera regla, la regla de oro en la que coinciden todos los expertos, es que «quien te mete en una crisis no te saca de ella». Es injusto afirmar que Zapatero haya sido el causante de una crisis galopante que ha amenazado el sistema capitalista como nunca, pero lo cierto es que, en la foto de la crisis económica española, aparecerán, en primer plano, ZP y su equipo, de la misma manera que en la foto de las Azores continúa sonriendo Aznar a través del tiempo. Busquemos, pues, entre los millones de españoles y españolas a nuestro Cincinato, un líder valiente que sea para todos, como diría el gran Tito Livio, spes unica, nuestra última esperanza.