Enrique Sueiro, Doctor en Comunicación Biomédica de la Universidad de Navarra y consultor de comunicación interna en organizaciones
Comunicación, terapia para pacientes y empresas
Si fuera el familiar o el doctor que debe informar de su estado a un enfermo en fase terminal, ¿qué le diría?, ¿debería contarle toda la verdad con el máximo rigor científico? En matemáticas la fórmula funciona, 2+2=4, pero no hablamos de ciencias exactas.
En El buen adiós: cómo mirar serenamente hacia el final de la vida, Silvia Laforet y Jesús Poveda relatan experiencias de un médico curtido en cuidados paliativos de las que pueden extraerse ideas sugerentes. Una primera y olvidada es que la ciencia médica lucha contra la enfermedad, no contra la muerte. El adiós es irremediable, pero la despedida puede hacerse agradable o, al menos, llevadera.
Para quien atraviesa ese momento final, saberse y sentirse acompañado atenúa mucho el sufrimiento. La mera presencia ya es paliativa, aunque la percepción del tiempo varía según la posición respecto a la cama. De ahí lo decisivo de acompasar nuestro reloj al del paciente porque todo su tiempo es sólo un poco del mío.
Partiendo de la premisa ¿novedosa? de que la comunicación empieza por la escucha, es fácil concluir que "la comunicación puede ser dolorosa, la incomunicación… mucho más". Para oír necesitamos los tímpanos; para escuchar, el corazón. Esta fina sensibilidad permite captar la diferencia abismal entre lo que sabemos, lo que transmitimos, lo que el paciente escucha y lo que verdaderamente entiende.
El enfermo puede no desesperarse si sabe lo que le espera (comunicación preventiva). Por ejemplo, desconocer en qué consisten pruebas y análisis genera una ansiedad evitable. Además, todo el tiempo invertido en comunicarnos con el paciente y ofrecerle explicaciones antes lo ahorramos en justificaciones después.
Tras las informaciones progresivas sobre diagnóstico, pronóstico y evolución, llegado el momento de la comunicación decisiva, los autores afirman algo también obvio: la información debe adaptarse al paciente y no a la inversa. Bien, pero ¿qué hay que contarle?: "La verdad soportable", es decir, la información cierta que pueda comprender y soportar.
Toda esta realidad compleja referida a los pacientes es milimétricamente adaptable a las organizaciones porque, de alguna manera, las empresas son como las personas: piensan, sienten, se ilusionan, crecen, enferman y, si no se curan, mueren. Así lo ilustra uno de los mayores expertos contemporáneos del management, Javier Fernández Aguado, en Patologías en las organizaciones. Estima que las tres hoy más extendidas en el ámbito institucional son la miopía, el estrés y la osteoporosis.
Es la hora de algunas líneas maestras que he desarrollado y cuya eficacia se constata en poco tiempo: el kit de la comunicación interna (brújula, reloj y sensibilidad), el principio PePa (primero las personas, después los papeles), el 80/20 de escuchar/hablar para una gestión eficaz de percepciones, la premisa elemental de que la comunicación interna empieza en el departamento de comunicación, las 11 palabras clave (decir lo que se hace y hacer lo que se dice), la fórmula CCC (comunicación + coherencia = confianza), el posible tránsito del KO al OK en situaciones de crisis y la oxigenante referencia de rectificar (comete siempre nuevos errores).
Anecdótico y elocuente que una de las universidades más renombradas de Estados Unidos publique oficialmente en sus guías que la escultura de su fundador que preside su campus es la estatua de las tres mentiras. Se refiere a la leyenda que figura al pie, donde se lee: John Harvard, Founder, 1638. Ni la figura corresponde a John Harvard, sino a un alumno que sirvió de modelo; ni el personaje fundó la universidad, sino que fue su primer benefactor; ni la fecha coincide con el origen, 1636. Por tanto, tres mentiras en cuatro palabras. No está mal para una entidad cuyo lema es, justamente, Veritas (verdad).
Se trata de un detalle menor que, comunicado así por la propia institución, no pasa de anécdota simpática. Además, merece un elogio por su transparencia. La misma realidad, si se oculta, y peor si se niega, puede fácilmente provocar desconfianza interna y minar la reputación pública de por vida.
Algo así debió de pensar Leonardo Castellani. En Cómo sobrevivir intelectualmente al siglo XXI, afirma que "no hay peor escándalo que querer suprimir la verdad por miedo al escándalo". La buena comunicación funciona como terapia, a veces de choque, tanto en pacientes como en organizaciones.