Alberto de Lucas Vicente, Investigador del proyecto ‘Discurso público’ del Instituto Cultura y Sociedad, Universidad de Navarra.
Miguel Hernández (y otros fachas)
Recuerdo con cierta ternura (quizás por el excesivo paternalismo que a veces nos protege a los profesores del espanto) una pregunta que solían hacerme mis alumnos de bachillerato cuando leíamos a Miguel Hernández en clase: “¿Entonces, era facha?”. La pregunta solía venir acompañada de caras de perplejidad, sobre todo en aquellos que recordaban que poco antes les había hablado de su participación en la Guerra Civil, luchando por el bando republicano, y de su encarcelamiento posterior. La cuestión nacía de la lectura de textos como “Vientos del pueblo me llaman”, “Toro” o “Llamo al toro de España”, entre muchos otros, donde el poeta del pueblo expresaba (literalmente) su amor y admiración a su patria, ensalzaba con orgullo la raza española por su bravura (simbolizada con los atributos masculinos) o hacía gala de su pasión por la tauromaquia.
Tenía entonces que explicar a mis alumnos que el mundo cambia y con él las ideas y conceptos. Que algunas ideas que hoy etiquetamos como derecha, hace años eran el pensamiento de izquierda. Que, por ello y sobre todo, no podemos descontextualizar la historia y aplicar parámetros actuales al pasado. Mis alumnos podían equivocarse (era casi una necesidad del proceso de enseñanza) con sus juicios heredados del mundo que les rodea, porque estaban aprendiendo. Pero una sociedad madura no puede permitirse dar cuba a un revisionismo histórico que saca de contexto hechos y personajes para sustentar y dar fuerza a un marco ideológico que debería poder defenderse y tener su razón de ser en sus reivindicaciones presentes. Estos personajes, equivocados o no, eran fruto de su tiempo y lo que, con las orejeras de la actualidad, juzgamos censurable, no debería, en cualquier caso, empañar sus logros.
Aunque aún no me consta que haya ocurrido, en esta época absurda en que vivimos, a tenor de los poemas citados y otros muchos y aplicando desde la perspectiva de hoy la falacia que mueve estos días el vandalismo cultural, Hernández podría ser acusado de facha (“No soy de un pueblo de bueyes (...) / Nunca medraron los bueyes / en los páramos de España”), especista, asesino de animales (“Elevando/ toreros/ a la gloria”) o machista (“No te van a castrar, poder tan masculino / que fecundas la piedra; no te van a castrar”). El poeta caería así en la lapidación mediática o social, en el desprestigio, y caerían también sus bustos y estatuas, reales o metafóricos, maltratados. Se cometería así una injusticia doble, con el poeta y con la sociedad, que perdería al que (se esté o no de acuerdo con sus ideas o con su militancia política) ha sido uno de los grandes poetas españoles del siglo XX.
El problema mayor es que nos estamos acostumbrando a convivir con el linchamiento como argumento. Hoy es el movimiento antirracista, pero hace tan solo unos años se vetó gran parte de la literatura infantil y popular por ser machista (me duele especialmente el ataque a “Peter Pan”, uno de mis clásicos favoritos) y hace aún menos tiempo se censuraron bodegones y naturalezas muertas por ofender a veganos y animalistas, Así pues, no es el dolor de ver el orgullo patrio atacado lo que nos mueve al escándalo, sino el de ver el genocidio impune perpetrado contra el sentido común, otra gran pandemia de nuestros días, tan dañina al intelecto que, como diría el oriolano, “por doler, me duele hasta el aliento”.