21/07/2022
Publicado en
Expansión
Ricardo Calleja |
Profesor del IESE y del Máster en Cristianismo y Cultura Contemporánea (Universidad de Navarra)
Leer libros no nos hace mejores personas, ni siquiera más inteligentes. Esto depende de las decisiones que tomemos, de los compromisos que asumamos. Pero leer buena literatura educa nuestra sensibilidad, nos hace amplificar nuestra existencia, habitar vicariamente mundos interiores que son de otros y protagonizar aventuras en lugares a los que jamás iremos. A veces, descubriremos que nuestras circunstancias y las encrucijadas que se abren a nuestros pies -que nos parecían inéditas- están llenas de huellas del pasado, o han sido ya exploradas por la imaginación de algún novelista profético. En definitiva, leyendo nos damos mejor cuenta de qué es constante en el ser humano y de hasta qué punto puede cambiar una persona y por qué. Descubrimos que somos capaces de responder a la llamada del bien o de sumirnos en el abismo del mal.
Sobre los acantilados de mármol es una de las obras cumbres de Ernst Jünger. Cuando la publicó en los años 30 en la Alemania nazi, el autor era un militar laureado en la Primera Guerra Mundial, cuyos diarios de combate en las trincheras (Tempestades de acero) habían hecho las delicidas de Adolf Hitler. Pero inmediatamente se leyó el relato como una denuncia del totalitarismo y se trazaron paralelismos entre la figura del Führer y la del Gran Guardabosque, que somete al terror a la pacífica población de La Marina. Lo cual puso a Jünger en entredicho.
La Marina es el país ficticio donde se localiza la acción: una planicie fértil moteada de templos y viñedos, bañada por un gran lago (Jünger escribió su libro junto al Constanza) y regada de buen vino y alegría de vivir, que se extiende a los pies de los acantilados de mármol. Linda con La Campiña, tierra áspera de donde procede El Gran Guardabosque.
En la Ermita, un refugio sobre esa elevación impresionante, viven el protagonista –narrador en primera persona, alter ego de Jünger– y su hermano Othón. Allí reina una armonía que está desapareciendo en La Marina, en una comunidad familiar donde el niño juega con las serpientes, mientras los adultos se dedican a leer en la biblioteca, cultivar el jardín y estudiar sus plantas de la mano de Linneo. En ocasiones, bajan al pueblo para participar de sus desenfadados festejos agrícolas. Hasta allí llegan los rumores de los destrozos que va causando El Gran Guardabosque y sus carnívoras jaurías de perros, con quienes combatieron en tiempos a los mauritanos. La amenaza hace que el protagonista y su hermano vuelvan a sopesar las posibilidades de la fuerza, a la que ya recurrieron en su juventud.
Acantilados es una novela poética y sentenciosa, evocadora y simbólica. Un libro que exige disfrutar de cada página sin correr para seguir una trama que tiene episodios de violencia, pero sobre todo recuerdos y reflexiones. Entre unas y otras, se va insinuando un conflicto que exige una respuesta por parte de los protagonistas y, por supuesto, por parte del lector: combatir a la violencia con más violencia, u oponerse al nihilismo cultivando un orden capaz de devolver la paz a las almas y a los cuerpos. Poner orden desde fuera o desde dentro. Limitarse a recordar con nostalgia lo perdido, o mantenerlo vivo para las futuras generaciones.
Un directivo empresarial se sentirá quizá frustrado al ver que el problema del nihilismo no tiene solución organizativa, pues no lo provoca la disposición exterior de los medios sino que es una enfermedad del espíritu. Todo lector queda hoy alarmado al entender que se trata de un peligro que no ha desaparecido con la derrota de los totalitarismos del siglo XX, sino que nos acompaña, especialmente en tiempos de disrupción tecnológica ingenua. Algunos se exasperarán al ver a dos antiguos líderes refugiarse en la fuerza espiritual de las palabras, en el orden frágil de la botánica, en vez de empuñar las armas, de dar la cara. Pero todos serán capaces de reconocer que solo hay un modo adecuado de tratar a las personas, y que solo así puede recuperarse la armonía en un tiempo de divisiones desabridas y de activismo desenfrenado. Y leerán con gusto y aprovechamiento este y otros lúcidos y hermosos pasajes:
"Se necesitaba tener un espíritu tan imparcial y libre como el de hermano Othón para poder crear una armonía semejante a la que reinaba entre nosotros. Hermano Othón tenía por principio tratar a las personas que se le acercaban como si éstas fueran inestimables tesoros descubiertos a lo largo de un viaje. Por otra parte, gustaba llamar optimates a los hombres, con lo que daba a entender que todos forman la aristocracia natural de este mundo y que cada uno de ellos, por otra parte, puede hacernos un gran bien. Concebía a los hombres como depositarios de algo maravilloso y a todos les dispensaba un trato principesco. Y, realmente, todas las personas que se acercaban a él se abrían como plantas que despertaran de un sueño invernal, y no porque se hicieran mejores de lo que eran, sino porque se acercaban más a sí mismas".