Rafael Domingo Oslé, Catedratico de Derecho Romano, Universidad de Navarra
Por qué el próximo presidente debe saber inglés
Desde que nuestro planeta se ha globalizado, la humanidad clama por una nueva lingua franca en la que comunicarse para progresar solidariamente. Y ese idioma, lo queramos o no, es el inglés. Lengua indoeuropea del grupo germánico occidental, el inglés se ha impuesto como idioma global. Así debemos reconocerlo, sin tapujos ni complejos, los nativos de otras lenguas, por extendidas, bellas y cultas que sean. En los últimos lustros, la lengua de Shakespeare ha iniciado un proceso sin retorno que sólo culminará el día en que la inmensa mayoría de los habitantes de la Tierra esté familiarizada con ella. Tiempo al tiempo.
Segunda lengua más hablada en el mundo, después del chino mandarín, que no es un idioma global por no ser transcultural, y tercera lengua materna en número de hablantes -tras el español, todo hay que decirlo-, el inglés se ha extendido como la pólvora gracias al poder político, económico y cultural de los Estados Unidos de América. Pero no ha sido solo una cuestión hegemónica. La propia estructura interna de la lengua inglesa, según algunos lingüistas, ha facilitado su difusión.
El inglés es un idioma flexible, abierto, comercial y acomodaticio por cuna y estirpe. Originariamente, se nutrió de la expresividad lingüística de los britones, sajones, anglos, frisones y jutos; posteriormente, en la formación del llamado inglés medio, se sirvió de la sagacidad de los normandos. En su fase de modernización, recibió incontables préstamos del francés y del alemán, y reelaboró su vocabulario más culto apoyándose en el latín y, en menor medida, en el griego.
Por eso, a diferencia de otras, el inglés es, por naturaleza, una lengua incluyente, que ha sabido unir culturas, aproximar civilizaciones. Además, se trata de un idioma que estimula la creatividad personal. Se cuentan por miles las nuevas palabras y expresiones que cada año se incorporan a la lengua inglesa procedentes de los más variados campos del saber teórico y práctico. Esto explica que el inglés sea, con diferencia, la lengua más utilizada en internet, la lengua más estudiada en el mundo, la lengua científica por antonomasia; en definitiva, la lengua de la globalización.
El inglés ha dejado de ser sólo el idioma de los ingleses, de los americanos o de los australianos, para convertirse en el idioma de la humanidad. Pero de la misma manera que el inglés americano se ha ido distanciando paulatinamente del inglés británico, sobre todo en cuestiones fonéticas y de vocabulario, así también el nuevo inglés global se irá separando poco a poco de las restantes lenguas inglesas, debido al uso particular que del global english hagan sus millones de hablantes a lo largo y ancho del mundo.
El inglés global es un idioma que soporta todos los acentos y particularismos existentes en el planeta, que no conoce fronteras, que huye de los colonialismos, de los exclusivismos, de las estrategias lingüísticas cerradas, enlatadas. El inglés global es el idioma de los foros internacionales, de las instituciones mundiales, de las multinacionales, de las universidades de más alto nivel científico. Es una lengua totalmente deslocalizada, y por eso omnipresente. Es la lengua virtual por antonomasia.
El inglés global es la variedad que habla un turco con un filipino, un chino con un portugués, un chileno con un keniano, un alemán con un rumano; un japonés con un francés. Es el idioma que abre las puertas del mundo a todos sus habitantes, que ayuda a superar el concepto de Estado nación, la idea de frontera, o una empobrecida percepción de la soberanía territorial. Y es una variedad que acabará imponiendo sus propias reglas de juego partiendo del multiculturalismo y la diversidad.
El inglés global es un idioma universal, pero no imperialista. Por eso, no desprecia la multitud y riqueza de lenguas que se practican en el mundo. Ahora bien, el inglés global no es neutro, como piensan algunos ingenuamente, ya que jamás podrá desenraizarse completamente, renunciar a su pasado, negar sus orígenes.
En mi opinión, la Unión Europea debería asumir el inglés global como lengua oficialísima, como idioma de gobierno, pues, en el fondo, nuestra nueva Europa es ella hija también del proceso de globalización. Por eso, me parecen ridículos los esfuerzos de Francia y Alemania por conseguir, para sus respectivas lenguas nacionales, el mismo puesto de honor que ocupa el inglés, como si se tratara de una cuestión de cuotas de poder. Esa rancia política lingüística solo conduce al enfrentamiento, como acaba de suceder recientemente a propósito de la legislación europea sobre validación de patentes.
Aunque el alemán sea la lengua europea que cuenta con más nativos (18%), la más empleada es, con gran diferencia, el inglés, que es hablado por más de la mitad de la población de la Unión. Pretender convertir el alemán en la lengua de Europa es tan absurdo como intentar que el chino mandarín llegue a ser la lengua de la Humanidad. Jamás lo serán por carecer del ingrediente transcultural que otorga al inglés su posición privilegiada.
Algo parecido se puede decir del francés. Fue, sí, la lengua de la diplomacia y de las libertades revolucionarias. Su papel fue determinante en la construcción de la Unión Europea, con personalidades como Robert Schuman o Jean Monnet, pero hoy en día la lengua de Molière, del todo arrinconada, no puede tener un trato preferencial sobre las demás lenguas que se hablan en Europa. Cualquier otra cosa sería discriminación lingüística. C'est la vie!
En la nueva Unión Europea, debemos aprender que hablar inglés, desenvolverse en inglés, no significa en modo alguno que el continente europeo se rinda ante las Islas Británicas, ni menos todavía ante los Estados Unidos. Hablar inglés en Europa es transmitir un mensaje de unión, de solidaridad, de magnanimidad. Es entender la Humanidad como comunidad; es proteger el multiculturalismo; es considerar el idioma como un instrumento de comunicación interpersonal y no como barrera intercultural infranqueable.
Cuanto digo, naturalmente, presupone y demanda un exquisito respeto por las restantes lenguas europeas, especialmente por las minoritarias, como expresiones culturales que son. Y, cómo no, por nuestra lengua castellana, cuya extensión y conocimiento debemos seguir promocionando de la mano de tantas instituciones prestigiosas que trabajan con acierto en esta dirección. Pero ésta es otra cuestión.
Por desgracia, los españoles solemos tener ciertas dificultades, agravadas por los doblajes de las películas, para el aprendizaje de idiomas. Algunos desearíamos con ardor tener la capacidad de los polacos, los rumanos o los holandeses. Conscientes de ello, deberíamos incrementar los esfuerzos e incentivos para conseguir que todo ciudadano que alcance la mayoría de edad hable con fluidez y escriba con destreza el inglés global. Esto permitirá a las universidades españolas impartir, en unos pocos años, la mayoría de sus títulos completamente en inglés. He aquí el único camino para destacar algún día en los rankings universitarios globales.
A las personas mayores de edad, es el propio mercado laboral quien les está obligando al veloz aprendizaje del inglés, como sucedió en su momento con la implantación de las nuevas tecnologías. Pero, de la misma manera que para ocupar determinados puestos de trabajo en el ámbito de la empresa y de la función pública es exigencia insoslayable el conocimiento del inglés, así también ha llegado el momento de exigir el inglés, como cuestión de Estado, a los políticos que representan a España en foros internacionales, y más concretamente, por la repercusión que ello conlleva, al próximo presidente del Gobierno español.
No vea el lector en esto una crítica velada a Rodríguez Zapatero, a quien todos hemos visto en la cumbre de Seúl junto a una intérprete para entenderse con los presidentes de los distintos países asistentes a la cumbre del G-20. Nuestro presidente pertenece todavía a una generación, de la que yo también formo parte, que no aprendió el inglés en la escuela. Pero el hecho de que se lo perdonemos, como se lo perdonamos en su momento a Suárez, González o Aznar -quien, tras mucho esfuerzo personal, ha sabido subirse al carro de los angloparlantes-, no significa que España pueda permitirse el lujo, a estas alturas, de tener un presidente del Gobierno que no hable inglés, que no sea capaz de sentarse a solas con un colega de cualquier país del mundo para pedirle un favor, hacerle un ofrecimiento interesante, o sencillamente explicarle las bondades de España.
Nuestra piel de toro no se vende igual con intérprete que sin él. Si queremos salir de la crisis, hay que vender España en el mundo. Y España, en una sociedad globalizada como la nuestra, se vende, sobre todo, en la lengua de Shakespeare, mejor dicho, en global english; no en la lengua de Cervantes. Mientras no ganemos esta batalla, no habremos superado las secuelas del posfranquismo.