Ana Marta González, Profesora del Departamento de Filosofía
Filosofía contra el dominio de lo trivial
Quien opone vida y razón suele olvidar que, lejos de ser una facultad inerte, la razón tiene intereses, y que son precisamente los intereses de la razón los que prestan a la vida humana su dimensión y relieve más característicos. Kant concentraba los intereses de la razón en torno a tres preguntas fundamentales: ¿Qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué puedo esperar?, y consideraba que todos ellos podían resumirse en un cuarto interrogante: ¿Qué es el hombre? Aunque estas preguntas conciernen en último término a todo hombre, profundizar en ellas de forma rigurosa y consistente es lo propio de esa actividad que llamamos filosofía.
Que incluso en una civilización pragmática y de miras cortas como la nuestra la filosofía ocupe todavía un lugar en la educación puede considerarse, en el peor de los casos, una inercia de los sistemas educativos; en el mejor, una apuesta consciente por el único ejercicio de la razón que puede, en verdad, hacer frente al “dominio de lo trivial” que hoy caracteriza la opinión pública, donde las cuestiones más intrascendentes conviven y remplazan, con la mayor celeridad, a otras que tal vez merecerían una consideración más detenida, una reflexión más rigurosa y ponderada.
Distinguir lo importante de lo no importante es para muchos la tarea de toda una vida. La pervivencia de la filosofía, más allá de la orientación que cada filósofo en particular imprima a sus reflexiones, constituye por sí sola un recordatorio, hoy particularmente necesario, de que la vida humana no puede considerarse una simple función de la supervivencia; un indicio de que la razón no se satisface con vanos ejercicios dialécticos, al servicio de intereses distintos de la verdad.
El título de este artículo, pensado para conmemorar el “Día de la Filosofía”, evoca parcialmente el de un libro recién publicado por mis colegas Lourdes Flamarique y Claudia Carbonell, La posverdad, o el dominio de lo trivial, en el que, tomando pie del debate sobre la posverdad, que afloró con virulencia hace ya casi tres años, se plantea abiertamente la cuestión de la verdad, que es, en definitiva, el gran interés de la filosofía.
Naturalmente, hay verdades y verdades. El filósofo, el científico, el artista… persiguen cada uno la verdad específica de su ámbito… igual que todos perseguimos, con mayor o menor acierto, esa verdad que Aristóteles designó una vez como “verdad práctica”, la verdad de la acción y en último término la verdad de la vida. Sin embargo, las verdades cuya ausencia desató la alarma de amplios sectores de la sociedad y de los medios, hasta convertir el término “posverdad” en un tema de tertulia durante la “friolera” de varios meses, son verdades fácticas: precisamente esas que, envueltas en una retórica más o menos persuasiva, tienen relevancia para la vida política: ¿Ocurrió o no ocurrió tal cosa? ¿Dijo o no dijo la verdad el candidato? ¿Estaba equivocado o mintió deliberadamente?
En este contexto, lo que el término “posverdad” pretendía poner de manifiesto es justamente lo aterrador de un estado cultural marcado por una aparente indiferencia hacia la verdad: ¿Importa realmente lo que dijo? ¿Acaso no importa más el modo en que lo dijo? Sin duda, como ya apuntaba Aristóteles en su Retórica, para un discurso eficaz no basta solo el argumento, sino la capacidad de llegar al público, la apariencia de integridad… El problema aparece cuando la atención se dirige casi exclusivamente a estos dos últimos aspectos, hasta extremos que rayan lo ridículo, y entre medias se sacrifica la verdad. Porque, como Hannah Arendt se encargó de señalar con su célebre ensayo sobre “Verdad y Mentira en la política”, ello resulta letal para la credibilidad del sistema.
Los populismos constituyen una reacción profundamente emocional al discurso aséptico de una tecnocracia políticamente correcta. Unos y otros sacrifican la verdad de distinta manera y ambos terminan recurriendo a parecidas estrategias retóricas para hacerse un lugar en el escenario. Formar una ciudadanía crítica, capaz de sustraerse a la dialéctica emocional y a la superficialidad de un discurso vacío requiere algo más que retórica: requiere esa clase de libertad que solo se abre paso mediante un ejercicio disciplinado de amor a la verdad. De eso, no de otra cosa, trata la filosofía.