Rafael Domingo Oslé, Catedrático de Derecho Romano, Universidad de Navarra
La revolución clásica norteamericana
En estos días en que los conocimientos tecnológicos arrinconan la formación humanística, los maestros han quedado desposeídos de su natural autoridad y los políticos -enmarañados todos ellos en cuestiones de baja estofa- deciden prostituir su liderazgo, parece oportuno ofrecer como modelo social y pedagógico la esmerada educación clásica que recibieron los padres de la Constitución americana. El cultivado clasicismo de los founding fathers permitió elaborar y desarrollar uno de los documentos políticos más influyentes de la Historia de la Humanidad: la Constitución de los Estados Unidos.
Los padres de la Constitución americana lucharon contra Inglaterra imbuidos del espíritu liberal ilustrado de la época y, precisamente porque no despreciaron su circunstancia, supieron trascenderla históricamente dando así continuidad y recorrido a una revolución clásica, hoy todavía inconclusa. Ésta es quizás la seña de identidad que más diferencia la revolución americana de su coetánea francesa, cuyo jacobinismo ha sido, en nuestro tiempo, ideológicamente superado.
Parte del éxito de la revolución americana se debe a que los framers se nutrieron del cristalino manantial de la historia antigua y la filosofía clásica, otorgando de este modo solidez y consistencia (musculatura, si se me permite la palabra) a su propia Constitución, que es tanto como decir a su propia identidad. Frente a la francesa, apoyada en la soberanía nacional, la revolución americana se fundó en el concepto más genuino y permanente, aunque tal vez menos romántico, de pueblo (We the People).
Necesitamos una Constitución no cuando ya estamos unidos (idea de nación francesa) sino cuando queremos unirnos políticamente (idea de pueblo americano). En este sentido, los Estados Unidos de América son, para la afrancesada España y para la nueva Europa naciente, un modelo perenne. Este paradigma nos recuerda que la unité e indivisibilité no son un presupuesto de la Constitución, sino su efecto. La Constitución no es tanto una decisión política de la nación, cuanto un acuerdo de vivir como pueblo. Hoy, España la necesita a gritos.
Si la Historia es la memoria de un colectivo social, la Constitución, escrita o no, actúa como su alma. Un pueblo vive lo que vive su Constitución, pues ésta no es sino la forma de su propia unidad política. El alcance de una Constitución viene marcado por el espíritu de sus constituyentes; en el caso americano, por los founding fathers, quienes, sabedores de que la Historia es magistra vitae, una y otra vez acudieron a ella para encauzar y resolver sus problemas. Por eso, el indómito Alexander Hamilton no dudó en calificar la Historia como «la guía menos falible de las opiniones humanas», y James Madison, el padre más padre de la Constitución americana, como «el oráculo de la verdad». Pero no sólo en el plano teórico, sino también en el práctico, este Delfos de la era moderna ejerció su dominio sobre toda una nueva forma de hacer política.
Los pilares de la Constitución americana, orgánicamente estructurada, y siempre de mayor alcance que el propio documento constitucional, hunden sus raíces en la antigüedad clásica, tan apreciada por los framers. ¿Cómo no ver en el Senado americano o en la elección de su presidente, en el bicameralismo o en el sistema de relaciones internacionales influencias espartanas, púnicas y romanas? Esta tesis histórica ha sido defendida con sólidos argumentos por Bernard Bailyn, Russel Kirk, Clinton Rositer y recientemente, de forma magistal, por mi colega David J. Bederman, en su interesante libro The Classical Foundation of the American Constitution (2008).
Basta leer con atención a los founding fathers o conocer su fascinante trayectoria para confirmar cuanto digo. Los padres de la patria americana fueron amantes de la cultura clásica y estuvieron familiarizados con ella mucho más de lo que lo está hoy un licenciado en Humanidades. No sorprende, pues, que el inclasificable Benjamin Franklin fuese comparado con Prometeo, Sócrates o Solón. Tampoco que el presidente Washington fuese un ferviente admirador del patricio romano Lucio Quincio Cincinato, convertido en arquetipo por Catón el Viejo, por tratarse de un modelo de honradez, desprendimiento del poder, frugalidad e integridad personal.
El sucesor de Washington en la Presidencia, John Adams, afirmó en repetidas ocasiones que su lengua preferida, la más sublime de todas las existentes, era el griego, a cuya lectura dedicó miles de horas, especialmente a las historias de Polibio. Su rival y amigo Thomas Jefferson, fuertemente influido en su estilo por Salustio y Tácito, defendió con uñas y dientes que en la Universidad de Virginia, fundada por él, tanto el latín como el griego fueran materia obligatoria del plan curricular. Por último, para no fatigar con ejemplos, los famosos Federalist Papers, quizás la obra más influyente de la época revolucionaria, de Alexander Hamilton, James Madison y John Jay, fueron redactados conforme al más genuino modelo ciceroniano.
Las cosas no se improvisan. Los nueve colleges de las colonias norteamericanas, la mayoría de ellos prestigiosas universidades de nuestro tiempo (Harvard, William and Mary, Yale, Columbia, Princeton, Penn, Rutgers, Brown y Dartmouth) exigían un alto nivel de conocimiento del latín y del griego en su prueba de acceso. El clasicismo americano se consideraba un valor social más que un simple deseo de satisfacción personal. El padre de la educación americana, Noah Webster, describió la formación de su época con las siguientes palabras: «La instrucción de la juventud se dirige hacia la Historia de Grecia, Roma y Gran Bretaña; los jóvenes están constantemente repitiendo las declamaciones de Demóstenes o Cicerón, o los debates sobre cuestiones políticas en el Parlamento británico». ¡Qué lejos quedan estas frases de la educación contemporánea, especialmente de la española!
No veamos, pues, una moda o un capricho, en esta educación clásica promovida por los framers, sino, más bien, una firme decisión adoptada tras analizar las razones de conveniencia para dedicar tantas horas al conocimiento de la Antigüedad clásica.
La primera de ellas era el firme deseo de inculcar en la juventud el noble ideal de la libertas, que vio en el ejercicio arbitrario del poder su principal adversario. Por eso, pocos pueblos como el americano han entendido con tanta facilidad que las medidas establecidas que limitan y controlan el poder no son sino un instrumento más para preservar las libertades individuales, por las que tantos americanos han ofrecido sus vidas. Los framers admiraron de los clásicos la racionalidad de sus escritos y su argumentación. Las referencias aristotélicas que encontramos en El Federalista exaltan la calma, la tranquilidad, la quietud, el ocio intelectual y la contemplación racional y crítica de cualquier espíritu cultivado no esclavizado por las pasiones, que impiden superar las crisis políticas cuando arrecian. Por lo demás, el carácter eminentemente pragmático del pueblo americano también coincidía con el más auténtico estilo clásico de búsqueda de la excelencia mediante el ejercicio individual y colectivo de las virtudes morales como instrumento de desarrollo y progreso social.
La educación clásica permite combinar magistralmente lo útil con lo ornamental, la ética con la estética, el ímpetu con la racionalidad. Lo dejó magistralmente expresado Horacio: Omne tulit punctum qui miscuit utile dulci. Nada produce más éxito que casar lo útil con lo dulce.
He aquí la clave de una auténtica educación en valores, de una sociedad del conocimiento fecunda y madura, de la excelencia cultural que España reclama a gritos para sus hijos. Una conciencia de grandeza, de señorío intelectual, que permite vivir la vida más plenamente, más solidariamente, adornándola de virtudes que inmunizan de cualquier suerte de corrupción y fomentan una sociedad civil más crítica y activa, más anclada en su tiempo por estar enraizada en la Historia de la Humanidad.