22/01/21
Publicado en
Diario de Navarra
Ricardo Fernández Gracia |
Director de la Cátedra de Patrimonio y Arte Navarro
El pasado 1 de enero asistí a misa de 12 en la catedral de Pamplona. Pese a no ser el día de la Epifanía, que cuenta con una celebración especial y mayor tradición, pude reflexionar, transcurrida la ceremonia litúrgica, sobre el patrimonio vivido en la naturaleza religiosa del conjunto y su belleza. Pensar y meditar, a la luz de la experiencia, resulta siempre fundamental a la hora de escribir o transmitir algo. Santa Teresa afirmó: “Nada diré que no sepa por experiencia”. Siglos después, José María de Pereda apostilló: “La experiencia no consiste en lo que se ha vivido, sino en lo que se ha reflexionado”.
Ese mismo día, que abría este 2021, leí unas declaraciones del pintor Josep M. Gort a La Vanguardia: “El arte es belleza y la belleza es una, como el bien”. Días antes había interiorizado este pensamiento de don Miguel de Unamuno: “¡Belleza, sí belleza! Pero la belleza no es eso, no es la del arte por el arte, no es la de los esteticistas. Belleza cuya contemplación no nos hace mejores no es tal belleza”. A la luz de todo ello escribí los párrafos que siguen, que abordan la importancia de degustar un conjunto histórico-artístico de la mano de la multidisciplinaridad, aunando las artes, la música, la liturgia y el patrimonio inmaterial.
La catedral domus artium
Si hay un edificio que se identifica con el periodo gótico ése es la catedral que, como es sabido, recibe su nombre por ser la sede o cátedra episcopal, desde donde cada obispo preside y guía a su grey, enseñando, desde el servicio a la comunidad, la vida de fe y la doctrina de la Iglesia. Por tanto, pese a usarse como sustantivo, la palabra “catedral” era adjetivo en la expresión “iglesia catedral”, del latín ecclesia cathedralis. La cátedra simboliza la importancia del templo en la diócesis. La catedral en su expresión material, como domus artium -casa de las artes- es también domus ecclesiae, domus episcopi et domus capituli -casa de la iglesia, del obispo y del cabildo-. Asimismo, ha sido un auténtico emblema ciudadano y signo de su identidad, en cuya construcción participaron como promotores: casas reales, obispos, cabildo, ciudad, prohombres, gremios y cofradías. La catedral es, sin duda, el edificio urbano en donde el gótico y su cultura alcanzaron su máxima expresión, si bien los siglos posteriores dejaron su huella, fundamentalmente en su amueblamiento.
Las catedrales, también la de Pamplona, poseen unas características propias no sólo estilísticas en su construcción y dotación, sino en su ceremonial y usos propios, algunos de ellos llegados hasta el presente. Como bien patrimonial, forman parte de la identidad cultural de la ciudad, definida históricamente a través de múltiples aspectos, en los que se plasma su cultura, como las relaciones sociales, los ritos, las ceremonias propias y los comportamientos colectivos, esto es: las creencias y los valores inmateriales y anónimos producto de la colectividad.
Como es sabido, toda celebración ciudadana estuvo muy ligada históricamente a la catedral. La fiesta, también la religiosa, es un fenómeno dinámico y sus tradiciones se mantienen, se pierden, reaparecen o se crean con el paso de los años. En su seno, se han producido continuos cambios, y posee conexión con el pasado y con el futuro. En general y, aparentemente, las fiestas se han visto mermadas en sus ritos.osible que la intervención finalizase con cierto sosiego.
Las campanas convocan
El Consejo de Patrimonio Histórico Español aprobó el mes pasado, por unanimidad y a propuesta del Ministerio de Cultura, que España inicie los trámites para que el toque manual de campanas sea declarado Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO.
Las funciones de las campanas han sido tradicionalmente litúrgicas y horarias. El ceremonial para el culto divino de catedrales y templos tenía codificados los diferentes toques como expresión externa de fiestas de distinto carácter. Sus sonidos estaban vinculados a lo festivo, pero también a lo fúnebre e incluso a la conjuración de nublados y plagas. Su uso se define con estas frases latinas: Laudo Deum verum (Alabo al Dios verdadero), plebem voco (llamo al pueblo), congrego clerum (congrego al clero), defunctos ploro (lloro a los difuntos), pestem fugo (ahuyento a la peste), daemonia ejicio (expulso a los demonios) et festa decoro (alegro la fiesta). Amén de estos usos canónicos, sabemos que se utilizaron también para otros fines más heterodoxos, como la convocatoria a concejos, subastas e incluso tañéndolas a rebato para atajar graves contingencias.
Sobre las campanas de la seo pamplonesa, tenemos noticias desde la Edad Media y, asimismo, sabemos que cobraron especial importancia desde 1092, cuando el rey Sancho Ramírez determinó que las poblaciones que viesen la iglesia madre y oyesen sus campanas deberían acudir a celebrar ciertas fiestas especiales de rogativas. Los cronistas catedralicios y, de modo especial en el Siglo de las Luces -don Fermín de Lubián, prior, hombre diligente, cultísimo y gran conocedor de la historia diocesana y catedralicia- se hicieron eco de aquella costumbre. El referido canónigo hizo notar a mediados del siglo XVIII que aquel privilegio se guardó inalterablemente a lo largo del tiempo, hasta que, a mediados del siglo XVII en que, por la distancia, se libró de aquella obligación a unas cincuenta localidades y, más tarde -a finales de la misma centuria- al resto, quedando únicamente hacia 1750 las iglesias de Burlada y Ansoain.
La catedral de Pamplona conserva entre sus campanas históricas una, denominada María, realizada en 1584 por el maestro Villanueva, que es la más grande en uso en España. Su badajo pesa 300 kilos; y la campana, 13.000.
La luz y la estética del gótico
El espacio interior de un templo o de un edificio, en general, viene definido por su planta, alzados, cubiertas y, sobre todo, la luz. Esta última, en el caso de la catedral es coloreada, ya que los rayos del sol se filtran a través de los vidrios de colores que, a partir de la Baja Edad Media, se convirtieron en soporte iconográfico. A mediodía, los vitrales pamploneses de la nave sur dejan pasar sus rayos de luz, que se proyectan en los muros del norte, logrando un gran efectismo. El vano, en la arquitectura gótica, es un muro traslúcido que cierra e ilumina todo con un sistema de luz coloreada y no natural. El profesor Víctor Nieto Alcaide escribió sobre este tema en un precioso libro titulado “La luz, símbolo y sistema visual”, que ayuda a comprender esa arquitectura traslúcida de iluminación coloreada y simbólica.
Junto a esa estética de la luz como reflejo divino y signo inmaterial, existe otro concepto muy presente, que no es otro que el que se refiere a la estrecha relación entre el bien y la belleza. A ésta última se refería así santo Tomás de Aquino, inspirador de la estética del gótico: “Pulchra sunt quae visa placent” (bellas son las cosas que agradan a la vista), afirmando que bellas son aquellas cosas cuya percepción, en su misma contemplación, complace: “Pulchrum est id cuius ipsa aprehensio placet”, lo que está en relación con la vista, como sentido más perfecto que sustituye al lenguaje del resto de los sentidos.
Concretando su visión estética, el santo y filósofo dominico, nos presenta tres principios. El primero la “integritas” o perfección, porque no puede ser bello aquello que tiene deficiencias. Lo que está deteriorado, o incompleto, es de por sí feo. El segundo en base a la “consonantia” o proporción adecuada, orden y mesura. Trata de la debida armonía y relación entre las partes del objeto mismo y la conexión entre la obra y quien la percibe. Por último, en tercer lugar, se refiere a la luz-nitidez o “claritas”, concepto que sería sustituido, siglos más tarde, por lo relacionado con el lujo y la ostentación.
Además, santo Tomás, al tratar de la eutrapelia, redescubriendo a Aristóteles, elaboró una doctrina en torno a la citada virtud integrada en la ética cristiana, por la que justificaba la risa y la delectación que proporciona la vista, siempre de modo moderado. Como la sonrisa de las vírgenes góticas de la Île de France y la del Buen Dios de Amiens, su doctrina sobre la diversión y la distracción inauguraron, en perfecta convergencia, una nueva era de la teología moral, pese a que no sería muy seguida por los teólogos de tradición rigorista, exceptuando a san Francisco de Sales, que amplió los contenidos tomistas en materia de risa y de comedia dirigida a las honnêtes gens del siglo XVII.
Liturgia y música
Complemento de las celebraciones dentro de la catedral y sus dependencias canónicas ha sido secularmente el canto gregoriano, la polifonía y el sonido de diversos instrumentos musicales, especialmente del órgano, en sintonía con el precepto de la Regla de san Benito: “Nihil Operi Dei praeponatur” (nada se anteponga al culto divino) que, tan sobresalientemente, observan entre otros los monjes de Leire.
La catedral se esmera en una liturgia cuidada, rica en símbolos y a la vez explicada cuando ha lugar, con los cantos latinos traducidos previamente. El profesor y organista Raúl del Toro, en un objetivo y lúcido artículo, repleto de obvios razonamientos, ha reflexionado acerca de la penosa actitud desarrollada en las últimas décadas, dentro de algunos sectores de la Iglesia, en referencia a los escrúpulos ante la belleza visual y sonora, al admitirse, en algunos casos, la fealdad como opción preferencial, transmitiendo una imagen triste, decadente y vacua, con efectos demoledores en su diálogo con la sociedad. El divorcio entre la Iglesia y los artistas desde el siglo XIX ha influido, sin duda, en todo ello; sin olvidar el difícil discernimiento entre lo banal y frívolo de unos cuantos frente a los verdaderos artistas y genuinos creadores de nuestro tiempo que, como siempre, los hay y excelentes.
En lo referente a la música sagrada, en general, remito al lector a las cualificadas opiniones del compositor italiano Ennio Morricone, autor de la banda sonora de “La Misión” y del jesuita español José López Calo, figura destacada en la musicología internacional. Ambos fallecieron en 2020.
Si seguimos con atención los gestos y los ritos de la liturgia podemos descubrir “el arcano de las cosas que parecen vulgares y son maravillosas” (Valle-Inclán). Un introito gregoriano, el Praeconium Epiphaniae, o una antífona mariana, cantados por su cultivado maestro de capilla, con cuidada interpretación y gusto exquisito evocan la expresión del gran Alberto Durero, que afirmaba: “La expresión suprema de la belleza es la sencillez”. Si la ceremonia cuenta con la participación de la capilla de música, la exaltatio gaudii está más que garantizada.
¡Qué decir del órgano!, gobernado por el organista titular con destreza, gusto y habilidades poco comunes, armonizando las voluntades de los registros, a los que el viejo cronista definió como “metáforas de las jerarquías angélicas”. Sus sonidos en ciertos momentos de la celebración, como el ofertorio o la postcomunión se asemejan a la banda sonora de una película, porque conduce e interpreta las melodías con tal maestría que llega a sobrecoger y fascinar en momentos clave de una celebración.
Culto, cultura y aprendizaje para sorprendernos y entender mejor la historia, la estética, el mecenazgo, las técnicas, el uso y función de cuanto encierra la catedral. Con Virgilio podemos recordar “Felix qui potuit cognoscere rerum per causas” (Dichoso aquel que puede conocer las causas de las cosas).
Toda la celebración catedralicia pamplonesas resulta especialmente cuidada, alejada de tanta mediocridad que a veces nos rodea, de la que Chesterton afirmaba que consistía en “estar delante de la grandeza y no darse cuenta”. La Iglesia ha reconocido la via pulchritudinis o de la belleza, como itinerario especial que suscita la admiración, y puede abrir el camino de la búsqueda de Dios y “es capaz de disponer el corazón y el espíritu para el encuentro con Cristo, que es la Hermosura y la Santidad encarnada, ofrecida por Dios a los hombres para su salvación”.
Evocando una desafortunada intervención
Una vuelta por las naves del espléndido conjunto catedralicio no puede sino evocar la desventurada intervención llevada a cabo entre 1939 y 1946, con la supresión del coro, el desmembramiento de la sillería y el traslado de su mayor parte a un lugar en donde no tiene sentido en una catedral hispana, destruyendo el espacio de la capilla mayor, que pasó a abarcar el del crucero y eliminando para siempre el retablo mayor. Gran parte de todas esas reformas no hicieron sino recuperar el proyecto, no realizado, que había propuesto Santos Ángel de Ochandátegui en 1800, en un contexto influido por el severo jansenismo. Las actuaciones de la posguerra se inscriben dentro de la tendencia “restauradora” de los epígonos y discípulos de don Vicente Lampérez, que fue mayoritaria en el primer tercio de siglo XX, frente a la “conservadora”, a cuya cabeza se sitúa don Leopoldo Torres Balbás. Eran momentos, como señala González-Varas, en que volvieron a ganar posiciones los partidarios de las restauraciones “en estilo”, en lo que denomina retroceso doctrinal.
De sus responsables y sobre el contexto en el que se cometieron algunos de esos despropósitos, vamos conociendo diversos detalles, que dejaremos para otra colaboración, no sin señalar aquí que hubo muchas tensiones entre los responsables de Bellas Artes -Francisco Íñiguez y Manuel Chamoso- y el obispo de Pamplona. La mediación del marqués de Lozoya, la propuesta para que José Yárnoz se hiciese cargo de las obras, a una con el traspaso de competencias de la Dirección General de Madrid a la Institución Príncipe de Viana, hicieron p