22/02/2023
Publicado en
The Objective
María Iraburu |
Rectora de la Universidad
El comienzo de un ser humano es una etapa especialmente apasionante desde el punto de vista científico. Resulta sorprendente por su rapidez y precisión: en poco más de 100 días, a partir de una célula inicial y gracias a un genoma único que se mantendrá toda la vida, se construyen todos los órganos y tejidos, cada uno en su sitio, con su función propia. Además, el éxito del proceso depende de algunos “inventos moleculares” que suenan a ciencia ficción. Por ejemplo, que nuestros brazos y piernas aparezcan donde aparecen y no en otro sitio, sucede gracias a genes homeóticos, un logro de hace 500 millones de años que compartimos con todos los seres con simetría bilateral, desde la mosca de la fruta, hasta los demás mamíferos. Que nuestros órganos internos estén donde están, con el corazón a la izquierda y el hígado a la derecha, se decide en la segunda semana de vida y depende de unas células con pequeños “pelos móviles” (cilios es el nombre científico). Si todo va bien, los cilios se mueven en un sentido y hacen que haya un flujo de moléculas en un lado del cuerpo y no en el otro, y así se produce la disposición habitual de los órganos.
Hasta aquí dos ejemplos científicos de los muchos con que nos asombra el desarrollo embrionario. Con relativa frecuencia alguien me pregunta: si sabemos tanto sobre la biología de los embriones humanos ¿cómo es posible que se plantée la opción de acabar con su vida? En efecto, la ciencia tiene mucho que decir en cualquier debate sobre la vida humana en la fase embrionaria: nos dice qué es y qué no es un nuevo organismo, nos previene contra argumentos falaces basados en que se trata de “un montón de células” o de algo más parecido a un tumor que a un nuevo ser. Además, la buena ciencia, los buenos científicos, reconocen también la importancia de las demás voces: desde la ética y el derecho, hasta la economía y la sociología. Este tema, como tantos otros, es un estímulo para que las cuestiones se aborden de forma interdisciplinar, teniendo en cuenta todas las sabidurías. Es también una invitación a los científicos, en palabras de Albert Einstein, a “no olvidar su humanidad”.
Y es que pocas cuestiones son más importantes que el modo en que tratamos las vidas humanas, especialmente las más vulnerables. Cualquier ley que afecte a la vida humana nos afecta a todos como sociedad, sean cuales sean nuestras creencias. Si algo se echa en falta en el debate reciente han sido las preguntas importantes: ¿qué es, de verdad, un embrión humano? ¿qué trato merece? ¿en qué medida es digno de respeto y protección? ¿qué determina que le demos un valor incondicional o condicionado? ¿hacia dónde nos lleva como sociedad que unos miembros de la familia humana decidan sobre si otros merecen o no vivir? Tal vez una de las mayores paradojas en estas semanas en las que se ha modificado la ley del aborto ha sido la desproporción entre la gravedad del tema y la calidad del debate. Los reproches y las simplificaciones han ganado espacio frente a la objetividad que podrían aportar ciencias como la embriología o la ética. Tal vez uno de los hechos más alarmantes que transpira la nueva ley es la invitación a la no-reflexión, al no-conocimiento.
Sin duda, pensar es peligroso; puede llevarnos a considerar que no es lo mismo una cosa que la contraria; puede hacer que uno reconsidere sus planes; pero, con todo ello, contribuye a elevar a un nivel diferente el uso de la libertad y a forjar una ciudadanía responsable. La calidad humana y democrática de una sociedad depende de su capacidad de identificar los temas relevantes y tratarlos con la seriedad y la reflexión que merecen.
Acabo dirigiendo la mirada a la Universidad, a cualquier universidad que se precie de serlo. Ante los grandes temas de nuestro tiempo, como es el del derecho a la vida, tenemos un reto y una oportunidad. El reto: ser capaces de transmitir a la sociedad el conocimiento que albergan nuestras aulas y laboratorios, fomentando una verdadera reflexión. La oportunidad: que esos mismos problemas nos lleven a investigar de forma rigurosa y abierta, en diálogo con otras áreas, sin miedo a las preguntas más grandes y difíciles. Solo así seremos verdaderas universidades, solo así contribuiremos a una sociedad más justa, más humana.
María Iraburu, catedrática de Bioquímica y rectora de la Universidad de Navarra.