Ramiro Pellitero, Profesor de Derecho Canónico
Sin complejos ni mediocridad
Inspirado en "la Piedad" de Miguel Ángel, Caravaggio muestra el momento en que Cristo va a ser depositado en una losa para ser lavado, ungido y perfumado. Es el cuadro de "El Descendimiento" (1602-1604), una de sus obras más importantes. Destinado para el retablo de un altar en la iglesia romana de la Vallicella, (también conocida como Chiesa Nuova), el cuadro ha sido enviado por la Pinacoteca Vaticana al Museo del Prado para su exposición, con motivo de la JMJ.
Con inmenso cariño sostienen a Jesús el apóstol San Juan y Nicodemo. En segundo plano están la Virgen, con actitud serena, y María de Cleofás exclamando al cielo. El brazo de Cristo cae sobre la losa y casi la toca con su mano, quizá como alusión a que Él mismo es la piedra angular y fundamento de la Iglesia.
La obra fue encargada para honrar la memoria de Pietro Vitricce, protector de aquella iglesia. Según los expertos, el rostro de Nicodemo, que mira al espectador, es un retrato del benefactor. De este modo podría estar sugiriendo que Nicodemo guardó el Cuerpo de Cristo, y ahora Pietro, Pedro, lo quiere honrar embelleciendo la celebración de la Eucaristía con ese retablo.
Cabe recordar también al apóstol Pedro, que fue la primera cabeza visible del Cuerpo místico, y del que ahora hace sus veces, Benedicto XVI.
En el Via Crucis del día 20, contemplando la entrega de Cristo, planteaba el Papa a los jóvenes: "Ante un amor tan desinteresado, llenos de estupor y gratitud, nos preguntamos ahora: ¿Qué haremos nosotros por él? ¿Qué respuesta le daremos?"
Y contestaba, de acuerdo con San Juan (cf. 1 Jn 3,16): "La pasión de Cristo nos impulsa a cargar sobre nuestros hombros el sufrimiento del mundo, con la certeza de que Dios no es alguien distante o lejano del hombre y sus vicisitudes". Al contrario –evocaba su argumentación en Spe salvi (n. 39)–, Cristo ha entrado en cada pena y en cada sufrimiento humano, para darle una participación en el amor de Dios, y, con ello, el consuelo y la luz de la esperanza.
Por eso, les aconsejaba Benedicto XVI: "Vosotros, que sois muy sensibles a la idea de compartir la vida con los demás, no paséis de largo ante el sufrimiento humano, donde Dios os espera para que entreguéis lo mejor de vosotros mismos: vuestra capacidad de amar y de compadecer". Y les repetía el programa trazado en su segunda encíclica: "Sufrir con el otro, por los otros, sufrir por amor de la verdad y de la justicia; sufrir a causa del amor y con el fin de convertirse en una persona que ama realmente, son elementos fundamentales de la humanidad, cuya pérdida destruiría al hombre mismo".
He ahí "la sabiduría misteriosa de la Cruz": "La cruz no fue el desenlace de un fracaso, sino el modo de expresar la entrega amorosa que llega hasta la donación más inmensa de la propia vida. El Padre quiso amar a los hombres en el abrazo de su Hijo crucificado por amor". Y de ahí también su significado: "La cruz en su forma y significado representa ese amor del Padre y de Cristo a los hombres. En ella reconocemos el icono del amor supremo, en donde aprendemos a amar lo que Dios ama y como Él lo hace: esta es la Buena Noticia que devuelve la esperanza al mundo".
Cristo entrega su vida por amor al Padre y a los hombres. "Su vivir –observaba el Papa al día siguiente durante la Misa en la Catedral de la Almudena (20-VIII-2011)– fue un servicio y su desvivirse una intercesión perenne, poniéndose en nombre de todos ante el Padre como Primogénito de muchos hermanos. El autor de la carta a los Hebreos afirma que con esa entrega perfeccionó para siempre a los que estábamos llamados a compartir su filiación (cf. Hb 10,14).
De esta entrega de Cristo, la Eucaristía es la expresión real: "El cuerpo desgarrado y la sangre vertida de Cristo, es decir su libertad entregada, se han convertido por los signos eucarísticos en la nueva fuente de la libertad redimida de los hombres".
Y todo ello se actualiza en la Iglesia: "Iglesia que es comunidad e institución, familia y misión, creación de Cristo por su Santo Espíritu y a la vez resultado de quienes la conformamos con nuestra santidad y con nuestros pecados. Así lo ha querido Dios, que no tiene reparo en hacer de pobres y pecadores sus amigos e instrumentos para la redención del género humano".
La Iglesia es santa y nosotros somos pecadores llamados a ser santos. Hemos de participar de la santidad de la Iglesia para hacerla santa y eficaz en y por nosotros: "La santidad de la Iglesia es ante todo la santidad objetiva de la misma persona de Cristo, de su evangelio y de sus sacramentos, la santidad de aquella fuerza de lo alto que la anima e impulsa. Nosotros debemos ser santos para no crear una contradicción entre el signo que somos y la realidad que queremos significar".
A imitación de la entrega de Cristo, Benedicto XVI se dirigía a los seminaristas dándoles consejos bien concretos, que sirven para todo cristiano. Vale la pena transcribir el párrafo entero:
"Pedidle (…) que os conceda imitarlo en su caridad hasta el extremo para con todos, sin rehuir a los alejados y pecadores, (…) que os enseñe a estar muy cerca de los enfermos y de los pobres, con sencillez y generosidad. Afrontad este reto sin complejos ni mediocridad, antes bien como una bella forma de realizar la vida humana en gratuidad y en servicio, siendo testigos de Dios hecho hombre, mensajeros de la altísima dignidad de la persona humana y, por consiguiente, sus defensores incondicionales. Apoyados en su amor, no os dejéis intimidar por un entorno en el que se pretende excluir a Dios y en el que el poder, el tener o el placer a menudo son los principales criterios por los que se rige la existencia. Puede que os menosprecien, como se suele hacer con quienes evocan metas más altas o desenmascaran los ídolos ante los que hoy muchos se postran. Será entonces cuando una vida hondamente enraizada en Cristo se muestre realmente como una novedad y atraiga con fuerza a quienes de veras buscan a Dios, la verdad y la justicia".
Sabiduría de la Cruz, entrega de Cristo, amor a la Iglesia, afán de santidad; caridad "sin complejos ni mediocridad", sin dejarse intimidar por quienes siguen a los falsos ídolos. Tal es el secreto para atraer, no hacia uno mismo, sino hacia Dios y hacia los demás. Una fórmula infalible, también para suscitar las vocaciones de todo tipo (al ministerio ordenado, a la vida consagrada, al compromiso laical en el matrimonio o en el celibato apostólico) que la Iglesia y el mundo necesitan.