Kepa Solaun, Profesor de Economía de los Recursos Naturales, Universidad de Navarra
La cumbre del clima, ¿podemos esperar otro año?
La lógica se ha impuesto en la Cumbre del Clima de Copenhague. Si tras dos años de negociaciones desde la Conferencia de Bali no se había podido alcanzar acuerdo sobre las grandes cuestiones en debate, no parecía lógico que en dos semanas se pudieran solventar de golpe todos los obstáculos.
Los espectadores pueden preguntarse el porqué de tanta urgencia en cerrar un acuerdo cuando estamos hablando del establecimiento de objetivos a 2020 y 2050. Dentro de las muchas razones que podrían citarse, las económicas no son desde luego las menores.
A nivel global, son muchas las empresas que han decidido invertir en soluciones para el cambio climático. Desde las energías renovables, hasta la gestión de residuos o la captura y almacenamiento de CO2. Los mercados de carbono han supuesto para estas empresas un incentivo económico esencial. Hasta la fecha, al amparo del Protocolo de Kyoto, según estadísticas oficiales, unos 50.000 millones de euros han sido aportados para la adquisición de reducciones de emisiones en países en vías de desarrollo.
Pero el Protocolo de Kyoto expira en 2012 y ya no hay tiempo de recibir aportes importantes por reducciones de emisiones para proyectos que aún no se hayan iniciado. Hasta que exista una expectativa razonable de régimen futuro los inversores en estos proyectos van a detraerse todavía más de lo que lo estaban haciendo debido a la crisis económica. Dicho de otra manera, los mercados de carbono pagan poco por reducciones de emisiones post 2012, ante esta incertidumbre regulatoria.
A nivel europeo sucede algo parecido. La Unión Europea dispone del Régimen Europeo de Comercio de Derechos de Emisión para su industria y ha establecido las reglas básicas del esquema hasta el año 2020. Sin embargo, la cantidad total de derechos de emisión a repartir depende, por la propia literalidad de la norma comunitaria, de la calidad de los acuerdos internacionales que se alcancen. Es decir, que las previsiones de funcionamiento e hipótesis de aprovisionamiento de CO2 que las empresas europeas más previsoras preparen estarán en buena medida en el aire hasta que se alcance un acuerdo.
Por lo tanto, el retraso en un acuerdo no sólo es negativo porque los gobiernos no vayan a empezar a actuar. Además, aporta una inseguridad jurídica contraproducente en los sectores económicos que aportan soluciones, entre cuyas palancas fundamentales se encuentran la regulación y los mercados de carbono.
En este sentido, una reflexión final. En la Cumbre del Clima ha sido frecuente escuchar críticas al funcionamiento y estructura de los mercados de carbono, tanto desde la arena política como desde las organizaciones no gubernamentales.
No cabe duda de que estos instrumentos no son por sí mismos la solución para el problema del cambio climático. Tan heroica tarea debe ser abordada por los responsables gubernamentales que deben llegar a un acuerdo sobre la cifra máxima de emisiones autorizadas (los activos de carbono) y sobre su distribución.
Sobre esta base, los mercados no pueden hacer, en el mejor de los casos, nada más que utilizar eficientemente los activos, tratando de que las reducciones de emisiones que los gobiernos han entendido necesarias se lleven a cabo de la manera más coste-eficiente posible, facilitando financiación a todos aquellos proyectos donde sea necesario en cada momento, según el precio que el CO2 alcance en los mercados internacionales.
Prosaica o no, esta tarea es esencial para hacer llegar un incentivo monetario a desarrolladores de proyectos. Muy especialmente en los países menos desarrollados, en muchos de los cuales el establecimiento de un esquema que obligue a depender de instancias gubernamentales puede simplemente bloquear la financiación de las inversiones, cuando no a una perversa utilización de los fondos.