22/12/2022
Publicado en
The Conversation
Javier Andreu |
Catedrático de Historia Antigua y director del Diploma en Arqueología
Es 28 de noviembre. Estamos en un exclusivo hotel de la milla de oro de Londres, frente a los jardines de Beaufort: el Knightsbridge. Una nueva reunión –filtrada por la prensa– entre el presidente del patronato del Museo Británico, el exministro inglés George Osborne y el primer ministro griego Kyriakos Mitsotakis augura un final feliz para uno de las más conocidas polémicas arqueológicas de los últimos 200 años: la de los mármoles del Partenón, expuestos en el Museo Británico desde 1839.
Se trata de un sensacional repertorio de metopas y frisos corridos esculpidos por Fidias para el símbolo arquitectónico del momento en que Atenas era “la escuela de toda Grecia”, como afirmaba su gobernante Pericles. Unos relieves que, en 1812, Thomas Bruce, conde de Elgin y embajador inglés ante Turquía, vendió a su gobierno. Grecia ha reclamado de manera sistemática su regreso a Atenas pero Gran Bretaña se ha negado a ello.
¿Cómo llegaron los relieves a Inglaterra?
Todo comenzó entre 1801 y 1805, como una manifestación más de los procedimientos coloniales que tantos países –de modo especial Francia, Inglaterra y Alemania– desarrollaron en sus políticas imperialistas. Quizás ayudó el estado de desidia y abandono en que Grecia tuvo durante siglos el Partenón.
Los relieves fueron coleccionados por Thomas Bruce, embajador inglés en Atenas en los años de la dominación otomana de este país. El citado oficial los tuvo en su posesión hasta que entró en bancarrota y decidió venderlos al Parlamento inglés alegando un documento de compra-venta firmado por el sultán local. Un documento que, sin embargo, la mayor parte de la crítica considera falso.
Aunque el Parlamento estuvo dividido en la votación –entre los votos en contra destacó el del escritor romántico Lord Byron– los relieves fueron finalmente comprados. Así salvaron de la ruina a Elgin y aportaron a Inglaterra un material arqueológico a la altura del que en ese mismo momento Francia estaba adquiriendo para el Louvre y Alemania para el Pergamonmuseum o del que, a través de compras más o menos legítimas, llegaba al Metropolitan Museum of Art de Nueva York o al Museum of Fine Arts de Boston. Inglaterra los depositó en el Museo Británico –el mismo que hacía apenas una década ya contaba con la piedra de Rosetta egipcia–.
La Arqueología era entonces concebida como un anticuarismo coleccionista. Partía de la base de que las sociedades del momento mejoraban contemplando el legado artístico de las civilizaciones que se consideraban culmen de la cultura occidental. Disponer en los museos de materiales arqueológicos espléndidos era un motivo de orgullo cultural, aunque estos fueran foráneos.
Grecia reclama la devolución
Cuando Grecia, en los años veinte del siglo XIX, recuperó su autonomía frente a los turcos, comenzó a reclamar la devolución a Atenas de tan insigne repertorio artístico y arqueológico. Los argumentos –que, sobre todo, se intensificaron a partir de los años 80 del siglo XX y en los que medió también la UNESCO– siempre coincidían en los mismos términos, legítimos: las piezas salieron de Grecia sin una venta reglamentaria y los monumentos antiguos deben ser contemplados y disfrutados en su contexto primario, unitario, y no con sus elementos disgregados.
Gran Bretaña se defendía contra esas tesis alegando una compra legal de Elgin. También ponía sobre la mesa de la negociación el criterio que, desde luego, debe prevalecer siempre en cuestiones patrimoniales: garantizar la conservación el bien por encima de cualquier otra circunstancia. Como en tantos otros casos, algunos también en España, este argumento forma parte de la historia misma del objeto disputado.
Es cierto que, al menos hasta 2009, cuando se construyó en Atenas el nuevo Museo de la Acrópolis, la impresionante colección de relieves parecía tener mejores condiciones de conservación a más de 3 000 kilómetros del lugar de su contexto primario.
Los relieves en el futuro
Solemos decir que el patrimonio cultural, particularmente el patrimonio arqueológico, tiene algo de identitario. Es un éxito cultural que las comunidades deseen disfrutar, en distintos rincones del mundo, de piezas arqueológicas originales pese a que existen fórmulas para generar réplicas sencillas y fidedignas en 3D. Ello pone de relieve el valor que damos al patrimonio como fetiche histórico.
Cuando no haya acuerdo, las réplicas pueden ser una solución. Cuando sí lo haya y, además, el estado que reclama garantice la conservación del bien, no hay duda de que este es el camino a seguir.
Un primer paso ya lo ha dado en estas últimas semanas Sicilia, que ha devuelto a Atenas uno de los relieves de la serie a cambio de material escultórico y cerámico de la Magna Grecia que le pertenecía. El papa Francisco, en un acto que se ha apresurado a calificar de sólo religioso, también ha regalado al patriarca ortodoxo griego un par de relieves que se encontraban en los Museos Vaticanos.
2023 va a ser decisivo para saber si los relieves de Fidias que aun hoy lucen en el Museo Británico se exhibirán a pocos metros de donde este genial escultor ático los diseñó hacia el 460 a. C. El precedente podría ser muy sugerente aunque, ciertamente, podría también precipitar la disolución de muchas de las colecciones arqueológicas de los grandes museos europeos.