Juan Carlos Orenes Ruiz, Doctor en Derecho, Profesor asociado de la Universidad de Navarra
Expectativa frustrada
Se ha dictado sentencia en el caso Marta del Castillo y la sensación generalizada, a la vista de los comentarios aparecidos en los medios de comunicación y de la reacción de la opinión pública, es la de que no se ha hecho justicia. No obstante, sin temor a equivocarnos, podemos aventurar que la mayor parte de todos los que han calificado el fallo de ilógico o injusto no han leído la sentencia. ¿Por qué, entonces, una reacción tan extendida? Sencillamente, porque ha quedado defraudada una expectativa, porque el fallo de la Audiencia Provincial de Sevilla no se ha correspondido con un veredicto anterior, el de la sociedad.
Desde que se iniciaron las primeras investigaciones se ha estado desarrollando un juicio paralelo: las terribles circunstancias que rodean el caso permitieron que los medios realizaran un acercamiento al mismo desde una perspectiva puramente emocional, implicando a los espectadores que, naturalmente, se identificaban con el padecimiento de los padres de la joven desaparecida. Se formularon todo tipo de conclusiones apresuradas, se realizaron perfiles psicológicos y elucubraciones sobre las que, a su vez, se apoyaban opiniones; primó el tratamiento morboso, el espectáculo, la profusión de imágenes de duelo y de indignación popular, se difundieron datos e imágenes de menores de edad. Durante el desarrollo del juicio oral, se entrevistó a testigos y peritos, se realizaron reconstrucciones de hechos mezclando imágenes reales de los acusados con otras de actores de gran parecido.
El juicio paralelo afecta a todos los que intervienen en el proceso, a derechos como el honor, la intimidad, la propia imagen, la protección de los menores de edad, la presunción de inocencia y el derecho a un proceso con todas las garantías. No sólo esto, además tiene la capacidad de influir en los ciudadanos, de crear un determinado estado de opinión pública a favor o en contra de los actores de proceso, en definitiva, de anticipar un veredicto antes de la celebración del verdadero juicio. Por todo ello, cuando el proceso judicial ha concluido y se ha dictado sentencia, la opinión pública ha constatado que la sentencia no se corresponde con aquel veredicto anticipado, sus expectativas no se han visto satisfechas y la sensación de frustración deviene inevitable. Las consecuencias son nefastas para el prestigio y credibilidad de la justicia, afectando a los cimientos del propio Estado de Derecho.
Las dificultades del caso son evidentes, no apareció el cuerpo de la víctima y el principal material probatorio ha girado sobre la propia confesión del considerado autor del asesinato que dio hasta seis versiones sobre el modo de cometer el crimen. No se trata de un problema de leyes sino básicamente de prueba, pues para condenar hace falta llegar a una certeza de culpabilidad obtenida de la valoración de la prueba practicada en el acto del juicio oral. El tribunal se esfuerza en describir con detalle el modo en que ha realizado esa valoración, con arreglo a criterios lógicos y racionales, explicando las razones por las que ha considerado que el material probatorio no era suficiente para enervar la presunción de inocencia de tres de los acusados.
A la opinión pública no le corresponde juzgar pero sí que puede valorar la actividad que realizan los tribunales, y es legítimo que podamos analizar y criticar el contenido de la sentencia; que deploremos la vileza del comportamiento de quienes, abusando de las garantías de nuestro ordenamiento jurídico, variaron su versión una y otra vez incrementando el dolor y sufrimiento de los padres; que nos sorprendamos de cómo el doble enjuiciamiento, el del menor y del resto de acusados, produce pronunciamientos discordantes o que nos preguntemos porqué durante la fase de investigación no pudieron obtenerse aquellas evidencias y elementos de prueba que hubieran dado mayor consistencia a las acusaciones formuladas.