José Luis Álvarez Arce, Director del departamento de Economía. , Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales
¿Por qué se ayudó a la banca?
Desde mediados de 2007, distintas réplicas siguieron al "seísmo" financiero que tuvo su epicentro en el mercado hipotecario subprime de Estados Unidos. La incertidumbre mundial que dichos episodios ocasionaron se agravó en septiembre de 2008 con la quiebra de Lehman Brothers, que hizo temblar los cimientos del sistema financiero internacional, sacando a la luz serios daños estructurales. La consiguiente desconfianza general y la hipersensibilidad de los agentes ante cualquier atisbo de riesgo, elevaron las tensiones existentes a la categoría de sistémicas. En ese entorno, gobiernos de todo el mundo recurrieron a medidas extraordinarias para tratar de garantizar la estabilidad financiera. Así, entre septiembre y octubre de 2008 asistimos al rescate de tres instituciones – Dexia, Fortis e Hypo Real Estate - cuya probable caída amenazaba con desencadenar un efecto dominó en el sistema bancario europeo.
Hoy, iniciado 2012, siguen vigentes diversos programas públicos de apoyo al maltrecho sistema bancario. Mientras tanto, permanecemos sumidos en una crisis que, cual virus mutante, parece capaz de renovar su poder destructor. Y el crédito sigue sin fluir en Europa. Cabe plantearse, por tanto, si el coste de las ayudas a la banca ha merecido la pena.
Para contestar a esta pregunta, recordemos que la estabilidad del sistema financiero, sobre todo del bancario –especialmente en Europa-, representa una condición necesaria para la actividad económica, pues facilita la asignación del ahorro hacia los agentes necesitados de fondos prestables. Asimismo, hay que tener presente que, por su propia naturaleza, la intermediación financiera está siempre expuesta a los problemas de información asimétrica. En 2008, la profundidad y extensión de la crisis, amén de la creciente desconfianza, amenazaban con agravar esos problemas, pudiéndose llevar por delante no sólo a las entidades insolventes, sino a muchas cuyas dificultades eran de liquidez. Ante las consecuencias potencialmente devastadoras de semejante colapso, sin duda la mejor alternativa era intervenir y hacerlo con un apoyo gubernamental decidido.
Cuestión aparte y discutible es si dicho apoyo se ha prestado o no de manera adecuada. Tras caer Lehman Brothers se instrumentaron medidas de todo tipo. Se expandieron los sistemas de garantía de depósitos. Se pusieron en marcha mecanismos de fomento de la liquidez y de acceso a la financiación a medio plazo, por ejemplo mediante avales públicos a la deuda emitida por los bancos. A todo ello se sumaron medidas para intentar sanear la posición de los bancos, tales como las inyecciones de capital público o la creación de entes encargados de gestionar los activos bancarios dañados.
Estos planes gubernamentales, aunque similares, han diferido según países, tanto en su aplicación como en sus efectos. Basta con fijarse en el contraste entre los casos de Estados Unidos e Irlanda. Al otro lado del Atlántico, desde 2008 el programa Troubled Asset Relief Program funcionó en parte como un gran "banco malo", otorgando garantías de unos 700.000 millones de dólares. Apenas dos años después, muchas de las instituciones financieras que recibieron las ayudas ya habían podido devolverlas. En Irlanda, desgraciadamente, los acontecimientos fueron otros. Allí se creó a finales de 2009 otro "banco malo", la National Asset Management Agency, cuyo funcionamiento se vio lastrado por diversos errores que, finalmente, obligaron a nacionalizar las pérdidas de los bancos. A consecuencia de todo ello, el déficit y el endeudamiento público se dispararon, obligando en 2010 al rescate por parte de la Unión Europea y el FMI.
Lo sucedido en Irlanda es un caso llamativo de mala gestión, pero también de un problema surgido en Europa, foco actual de la incertidumbre financiero-económica mundial. Se trata de la conexión entre las dificultades de la banca y la crisis de deuda soberana. Si las ayudas a la banca deterioran las cuentas públicas, la depreciación de la deuda pública daña el activo de los bancos precisamente en aquellos títulos que se suponían más seguros. El consecuente empeoramiento de las condiciones macroeconómicas debilita, a su vez, los balances bancarios y las cuentas públicas; y vuelta a empezar.
Este círculo vicioso es, de alguna manera, el epítome del laberinto en que se encuentra Europa. Para encontrar la salida, hay que actuar en tres ámbitos. Por lo que al sector bancario se refiere, es preciso que al apoyo público recibido, necesario pero insuficiente, le sigan políticas resolutivas para sanear los balances, reestructurar la industria y mejorar las reglas del juego. Y hay que hacerlo identificando qué entidades son inviables, para aislarlas y evitar que infecten al conjunto del sistema. En cuanto a la deuda soberana, hay que avanzar hacia arreglos institucionales fiscales más ambiciosos que los pactados en la última cumbre europea y no limitados sólo a la disciplina presupuestaria. Por último, es imprescindible que estas medidas se acompañen de otras orientadas a impulsar el crecimiento. Nada hay mejor para la sostenibilidad del sistema bancario y de la deuda pública que una economía próspera.
Si estos desafíos se acometen con prontitud y determinación, las ayudas concedidas a la banca se habrán demostrado adecuadas. Si Europa sigue recurriendo a parches y paños calientes, el supuesto remedio sólo habrá alargado y agravado la enfermedad.