23/01/2022
Publicado en
ABC, El Norte de Castilla, el Diario Montañés y Diario de Navarra
Luis E. Echarte |
Profesor de ética médica y del Máster en Cristianismo y Cultura Contemporánea
Ha saltado a los medios de comunicación la noticia del primer trasplante de corazón de cerdo a un ser humano. David Bennett es el nombre del paciente. Los cirujanos que han realizado la intervención, facultativos del Centro Médico de la Universidad de Maryland, son optimistas sobre su evolución. Si realmente se consigue prolongar su vida, será una gran noticia no solo para él, sino para todos los pacientes que integran las interminables listas de espera de receptores de órganos. Y es que, con el tiempo, ésta podría convertirse en una de las soluciones más prometedoras contra la escasez de donaciones.
Pero hay que ser cautos. Son muchas las cosas que pueden salir mal. No es el primer xenotrasplante que se realiza y que no presenta un rechazo inmediato. El corazón de cerdo ha sido modificado genéticamente y está por ver si tales modificaciones sirven realmente para engañar al sistema inmunitario y además hacerlo sin efectos adversos. Por otro lado, la medicación que se está administrando al paciente se encuentra también en fase experimental. Sin embargo, su situación era desesperada y prometedor el procedimiento quirúrgico que se le ha ofrecido, aprobado por la FDA (Administración de Alimentos y Medicamentos de los Estados Unidos). Desde un punto de vista ético y hasta donde sabemos (porque los detalles de la intervención todavía no han trascendido), la decisión tomada parece razonable. Pero entiéndase esta afirmación en el contexto de los voluntarios que participan en investigaciones médicas. Porque, cuando un paciente decide participar en un ensayo clínico, debe saber que las probabilidades de que la nueva terapia mejore los beneficios de la terapia convencional (si existe) son muy pequeñas. Por eso los investigadores hacen siempre, o debieran hacer, especial hincapié en informar al voluntario del carácter altruista de su potencial participación. Y no siempre es fácil hacer comprender este mensaje a una persona que se encuentra entre la vida y la muerte y que, quizá por ello, pretenda agarrarse a un clavo ardiendo.
El bien del paciente prima sobre potenciales bienes colectivos. Así reza el artículo octavo de la Declaración de Helsinki, uno de los documentos internacionales más importantes sobre regulación ética de la investigación en seres humanos. Por eso, no me importa insistir, antes que nada: el médico debe asegurarse de que el paciente esté bien informado para que su decisión sea verdaderamente libre. Pero esta grave obligación es compatible con creer firmemente que la medicina necesita de la generosidad de los pacientes, que avanza gracias a ella. Por eso debemos estar enormemente agradecidos por todos los conocimientos que se van a derivar de la decisión tomada por David Bennett, sea la intervención un éxito o no. Éste ha sido siempre el camino del mejor de los progresos, el trazado por las mentes más lúcidas y las más elevadas almas.
Polémica menos transitada en otras épocas es la que suscitan hoy los defensores y detractores de la corriente transhumanista. No han pasado tres días de la intervención y ya encontramos voces que aprovechan este potencial hito para cuestionar la idea clásica de naturaleza humana. Ven aquí otro ejemplo más de cómo el término natural va quedando obsoleto, desplazado por una tecnología que parece llevarnos más allá de lo que nuestros ancestros hubieran reconocido jamás dentro de los límites de una supuesta humanidad. ¿Hombres con corazón de cerdo? Pero, ¿por qué no? Hay quienes se atreven a soñar incluso con más estimulantes quimeras, como la generación de monos con cerebros humanos. Búsquense estos imaginarios asociados a la aparición de las también recientes noticias en prensa sobre las investigaciones del equipo de Juan Carlos Izpisúa.
No comparto sus sueños. Todos estos visionarios no se percatan de que hoy el trasplante de cerdo supone, ya, sin esperar más, un nuevo triunfo de la naturaleza. Los corazones artificiales más sofisticados que hemos sido capaces de crear y llevamos tiempo diseñándolos (el primer trasplante de ese tipo fue efectuado allá por 1969) no se acercan ni lo más mínimo a la belleza arquitectónica y al milagro funcional que esconde un humilde corazón de cerdo. Estamos muy lejos de entender e imitar a la naturaleza como para querer superarla. Y estamos hablando de lo que solo aparentemente parece ser una bomba mecánica. Por supuesto, esto no significa dar la razón a quienes tampoco han tardado horas en tachar el trasplante de corazón de cerdo de aberración sacrílega, monstruosa o acto contra natura. La polarización del debate parece ser mal de nuestro tiempo. Estos segundos también olvidan que muchos de nuestros mayores ya tienen incorporados en sus cuerpos un sin fin de prótesis sintéticas: de cadera, auditivas, endovasculares… Y casi todas ellas están hechas de materiales mucho menos nobles y misteriosos que los que ofrecen los organismos vivos. La tecnología, bien utilizada, no deshumaniza sino todo lo contrario.