Santiago Martínez Sánchez, Profesor del departamento de Historia y coordinador de la Agrupación Universitaria por Oriente Medio (AUNOM)
El miedo a Bruselas
Dolor, llanto y muerte. Para muchos también ira. Pero la sorpresa no acompaña estos atentados en Bruselas, la capital de una Europa unida por sus siglas y su miedo. No hay sorpresa en Europa. Hay miedo. A la reacción de los mercados; al refugiado que llega; a las fronteras porosas de vallas que se saltan o se clavan en la piel; al populismo rampante en más y más sociedades europeas; a los guetos donde la policía no entra; a la fracasada integración de un número ni pequeño ni grande de los 22 millones de musulmanes que viven en Europa; a quienes van a Siria como mercenarios (Bélgica es el país europeo que lidera esa negra lista en porcentaje poblacional) o aguardan aquí su turno de matarife; a las consecuencias que tendrán para nosotros y nuestros intereses el colapso de Afganistán, Libia, Yemen, Somalia, Siria, Iraq... por mencionar solo algunos países vecinos o remotos que ya se hundieron y no alargar la lista con Argelia, Egipto, Turquía, Mali o Líbano. Miedo.
Y contra el miedo no hay vacuna eficaz aunque gobiernos y policía nos llamen a la calma y prometan protegernos. Como si su palabra nos inmunizara contra la idea de que los yihadistas son más hábiles y mortíferos que los esfuerzos antiterroristas de una Europa que tiembla. El miedo cunde y se propagará en unas sociedades que no mucho tiempo atrás (diez años no más) vivían autosatisfechas en sus índices de bienestar. Hoy, sus ciudadanos se miran de
reojo mientras piensan a quién le tocará la próxima vez.
Socavar nuestra confianza, paralizar nuestra actividad. El miedo fue una poderosa arma de los totalitarismos comunista y fascista, que estos asesinos blanden de nuevo, pues a cualquier europeo le acongoja ver al ejército en las calles, el estado de emergencia, la sangre y la muerte a borbotones en el centenario de la Gran Guerra, la primera de las automutilaciones europeas del siglo XX. Sí, hoy el enemigo es ajeno a Europa, pero se alimenta de ella: los terroristas de París y Bruselas son ciudadanos europeos desencajados, que odian el estilo de vida de esta polis y que nos consideran narcisistas, atomizados e indefensos pese a los muros físicos y los controles cibernéticos.
Odio y miedo, sí. Pero es mucho suponer que en 'esta polis' todos pensamos igual y somos un único sujeto colectivo; y que 'ellos', los musulmanes, son cultural e ideológicamente homogéneos. De hecho, tanto Occidente como el Islam albergan matices enormes que no conviene simplificar.
El miedo es paradójico si se mira el mapa con frialdad: en Siria, el Estado Islámico está retrocediendo gracias al apoyo ruso al tirano con el que toda Europa ha negociado hasta hace cinco años (espero que recordar verdades de a puño no sea demasiada realidad para nuestras elites políticas y económicas o para el ciudadano de a pie que me lee). Mientras en Siria/Iraq los fanáticos son arrinconados, aquí generan muerte los francotiradores que constituyen su vanguardia de choque. En realidad, son débiles aunque aparenten fortaleza. Matar en Europa es útil y para ellos esencial, porque distorsiona nuestra mirada sobre su fragilidad y su fracaso para construir un supuesto paraíso para los buenos creyentes.
Del miedo no saldremos porque seamos hipnotizados por bellas palabras o por gestos de consuelo. Bienvenidos sean, porque son necesarios, pero no bastan. La parálisis podrá vencerse si plantamos cara a las muy complejas raíces de la radicalización religiosa. Para ser más exactos, al radicalismo islámico, pues hoy no se mata en nombre de ningún otro Dios que Alá: algo obvio, pero infrecuente de leer.
Buscar un diagnóstico certero sobre las causas religiosas, identitarias, culturales, socioeconómicas, etcétera, que anidan en el terrorismo yihadista exige abandonar la inculpación simplona contra Occidente de causar el drama de un Oriente Medio flagelado por la guerra, la devastación y la inestabilidad. Y exige abandonar el mantra de que el islam es una religión de paz y que nada tiene que ver con estos atentados, un postulado que por desgracia es falso y cuya repetición aspira a desvincular en las cabezas de los europeos el nexo entre islam y violencia.
Conocer las causas, evitar los estereotipos, combatir la islamofobia. Los musulmanes son los primeros que deben salir a la calle a rechazar esta violencia. Las sociedades europeas debemos exigir a nuestros gobiernos que nos hablen claro, que exijan la colaboración ciudadana a las minorías musulmanas, que cese el doble discurso entre valores y dinero. A la vista de la clase política europea o española, esto es pedir la luna. A la vista de la colaboración ciudadana de Molenbeek con Salah Abdeslam, esto es una quimera.
Pero Europa es algo más que sus gobiernos y Molenbeek. Más que un continente que tiembla. Europa somos o debemos ser sus ciudadanos. Debemos exigir soluciones y no simplificaciones. Debemos estar preparados para morir y no para matar. Debemos proteger nuestra sociedad de sus enemigos y repensar los procesos de integración de quienes nos asesinan, sus familiares, vecinos, los musulmanes que ven horrorizados estos ataques y se preguntan espantados y con razón por qué Europa bosteza ante las tragedias que azotan tantas vidas en otros escenarios, más allá de nuestros muros. Somos nosotros, sobre todo, quienes debemos arrimar el hombro para proteger a las víctimas, que tienen apellidos europeos y sirios y libios y yemeníes y somalíes y afganos. Si no, seguiremos con miedo esperando a que los cobardes nos degüellen.