21/04/2025
Publicado en
Ramiro Pellitero |
profesor de la Facultad de Teología y miembro de la Sociedad Teológica Católica de América
En El espíritu de la esperanza, recoge Byung-Chul Han la opinión de que los sueños despiertos se distinguen de los sueños nocturnos por tres características: llevan a actuar, implican a la esperanza activa; remiten al futuro, no al pasado, son un soñar hacia delante; tienen que ver con los demás y conducen a la acción para mejorar el mundo, mientras que el que duerme está ensimismado, en privado con sus tesoros.
Esto tiene que ver con lo que Julián Marías estudia en su Breve tratado sobre la ilusión; un término que solo en la lengua española cobra un significado positivo, pues en psicopatología significa un concepto o imagen que no corresponde a la realidad. En cambio, solo en español la ilusión remite a una esperanza de algo atractivo y que suele tener relación con las personas.
El programa de su pontificado está expresado en la exhortación apostólica sobre la alegría de anunciar el Evangelio en el mundo actual (Evangelii gaudium, 2013). Su itinerario magisterial comienza oficialmente a hombros del gigante teológico que ha sido Benedicto XVI (encíclica Lumen fidei, 2013). Continúa convocando al cuidado de la Tierra, en íntima conexión con los pobres (Laudato si’, 2015). Avanza con la incisiva proposición de la fraternidad universal y a la vez la amistad social (Fratelli tutti, 2020). Y concluye cerrando en profundidad el círculo de su fe, con el anuncio de Aquél que nos amó (Dilexit nos, 2024).
El papa Francisco ha sido un soñador despierto. Ha vivido en rebeldía con el conformismo, en roce del corazón con la historia, en respuesta rápida ante “las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren” (Gaudium et spes, 1). Le caracterizaba este soñar despierto que, si son ciertas esas ponderaciones, corresponde a la enfermedad que lleva a gastarse y morir con las botas puestas, si así lo dispone la Providencia.
Si el Concilio Vaticano II afirma que “el hombre no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás” (Ib., 24), ha sido propio de Francisco añadir, con su propia vida, la frase: especialmente a los pobres, a los frágiles, a los más necesitados.
Su autobiografía –que inicialmente estaba prevista para ser publicada tras su muerte– comienza diciendo:
“El libro de mi vida es el relato de un camino de esperanza (…) Pero la esperanza es sobre todo la virtud del movimiento y el motor del cambio: es la tensión que une memoria y utopía para construir como es debido los sueños que nos aguardan. (…) Los cristianos hemos de saber que la esperanza no engaña ni desilusiona: todo nace para florecer en una eterna primavera”.
En efecto. En la perspectiva cristiana, Dios es eterna primavera que se propone contagiarnos.
Algo así intuiría, quizá, el gran Antonio Machado, cuando al final de su poesía A un olmo seco, y ante la gracia de una rama verdecida, confiesa: “Mi corazón espera… otro milagro de la primavera”.
Le gustaba a Francisco la profecía de Joel que cita san Pedro en su primera predicación, recogida en el libro de los Hechos de los apóstoles: “Sucederá en los últimos días, dice Dios, que derramaré mi Espíritu sobre toda carne…, y vuestros jóvenes tendrán visiones y vuestros ancianos soñarán sueños” (Hch 2, 14; Jl 3, 1).
Dice el papa Bergoglio que en los sueños de los ancianos es donde se hace posible que los jóvenes tengan nuevas visiones, y que todos tengan nuevamente futuro.
Soñaba con la vida, con la paz y la justicia, con el cambio que lleva a la luz, con la dignidad de cada persona, con el bien verdaderamente común, como horizonte de todo camino personal. Abierto a la verdad y al bien, a la belleza y a la unidad.
Soñaba en grande. Quería levantar puentes y derribar muros, y que soñáramos juntos. Le atraía la imagen de un Dios que sonríe. Imitaba a su antecesor y homónimo de Asís, en hacer “el juglar de Dios”. Me contaron que a veces cuando alguien se dirigía a él llamándole santo Padre, respondía raudo: santo hijo…
No le importa, en sus escritos y discursos confesar sus sueños. Así en uno de los últimos, en el Jubileo de los comunicadores, les dice con el lenguaje de los tejedores de sueños: “Sueño con una comunicación que no venda ilusiones o temores, sino que sea capaz de dar razones para esperar”.
Se esforzaba en hacerse entender por todos, hablando desde el corazón, sin esconder el estilo de su gente y el acento de su tierra. Pedía casi siempre a todos que rezaran por él, pero a favor. Prefería equivocarse –eso decía– y tener que rectificar en algo, a callarse cuando estaban en juego los platos rotos que pagan los que no tienen voz.
El programa de su pontificado está expresado en la exhortación apostólica sobre la alegría de anunciar el Evangelio en el mundo actual (Evangelii gaudium, 2013). Su itinerario magisterial comienza oficialmente a hombros del gigante teológico que ha sido Benedicto XVI (encíclica Lumen fidei, 2013). Continúa convocando al cuidado de la Tierra, en íntima conexión con los pobres (Laudato si’, 2015). Avanza con la incisiva proposición de la fraternidad universal y a la vez la amistad social (Fratelli tutti, 2020). Y concluye cerrando en profundidad el círculo de su fe, con el anuncio de Aquél que nos amó (Dilexit nos, 2024).
Escribió no hace mucho: “Cuando fallezca, no me enterrarán en San Pedro, sino en Santa María la Mayor: el Vaticano es la casa de mi último servicio, no la de la eternidad. Estaré en la habitación en la que ahora custodian los candelabros, cerca de esa Reina de la Paz a la que he pedido ayuda siempre y por la que me he hecho abrazar durante mi pontificado más de cien veces”. En sus brazos te dejamos. Descanse en paz, papa Francisco.