20 de junio de 2024
Publicado en
ABC
Salvador Sánchez Tapia |
Profesor de Relaciones Internacionales
La feliz coincidencia en el tiempo de la celebración -austera, como todo en él- del décimo aniversario de la proclamación de Felipe VI como Rey de España y de la culminación en la Academia General Militar del primer año de formación militar de Doña Leonor, hace de éste un momento propicio para avanzar algunas ideas sobre la Corona como institución pero, principalmente, sobre la Princesa de Asturias y su relación con las Fuerzas Armadas.
Después de cerca de cincuenta años de andadura de la Constitución Española, mayoritariamente aprobada por el Parlamento español y refrendada masivamente por los ciudadanos convocados en referéndum, produce entre sonrojo y desaliento tener que explicar la impecabilidad democrática de las credenciales de la forma de Estado que los españoles, por voluntad popular, decidimos darnos y, por ende, de don Felipe, titular de la Corona y símbolo vivo, activo, y eficaz de la nación. Sólo quien, ciego y sordo a cualquier argumento racional, no quiere hacerlo, es incapaz de entender y reconocer la legitimidad de que goza la Monarquía por el hecho de estar recogida en una Carta Magna como la nuestra. La estabilidad que otorga la prevista y previsible sucesión monárquica a un país como España, y la consideración de las alternativas, a veces inquietantes, son motivos más que suficientes para, como mínimo, pensar en la racionalidad de esta forma de Estado, cuando no para abrazarla con entusiasmo.
La Princesa de Asturias aparece, precisamente, como la figura destinada a ocupar un lugar central en el proceso sucesorio cuando, por ley de vida o abdicación, falte la de don Felipe. Cuando eso suceda, doña Leonor estará llamada, con arreglo al Artículo 62 de nuestra Ley Básica, a ostentar la jefatura suprema de las Fuerzas Armadas. Además, y según lo dispuesto por el Artículo 63, en su mano estará -previa autorización de las Cortes y en las condiciones establecidas por el Artículo 97, que otorga al Gobierno la dirección de la política interior y exterior, así como de la Administración Militar- la prerrogativa de declarar la guerra. Pocas decisiones tan difíciles y comprometidas para un monarca como ésta, que implica nada menos que exponer a los hijos de la nación a la posibilidad de perder la vida en pos de un objetivo político; tal es la naturaleza de la guerra.
Estas razones, por sí solas, serían ya más que suficientes para entender la necesidad de que la heredera reciba una sólida formación militar que le ayude a comprender no solo la complejidad y consecuencias inherentes al empleo de la fuerza militar en guerra, sino también la mentalidad de los soldados sobre los que ejercerá su mando supremo, sus aspiraciones, sus ilusiones, o su forma de vida. Por el bien de España y de los valores y principios constitucionales, es esencial que entre la futura Reina y sus soldados se forje una sólida relación de respeto, comprensión, aprecio, y afecto que únicamente puede formarse convirtiéndose verdaderamente en una de ellos; en una que comparta sus mismas penalidades y sus mismas alegrías, y que hable un idéntico idioma de amor y entrega a la nación y todo lo que representa.
Pero es que, además, el paso de la Princesa de Asturias por las Fuerzas Armadas es una inmersión completa en una institución regida por un exigente código ético, que no es exclusivo de quienes visten uniforme, pero que la institución militar se esfuerza genuinamente en vivir a diario, incluso entre errores y debilidades.
A menudo se dice que las Fuerzas Armadas son una escuela de valores, y a fe que lo son. La exposición de doña Leonor al esfuerzo, al compañerismo, a la honradez, a la austeridad, al espíritu de sacrificio y de servicio, al orden, a la autodisciplina, a la fortaleza -en sus dimensiones física y moral-, a la justicia, o al ejercicio de la prudencia, reforzando los valores que ha aprendido y aprende cada día de sus padres, es de una importancia que ni puede ni debe ser minusvalorada, y constituirá un bagaje que la hará mejor Reina cuando le llegue el momento de convertirse en la primera soldado de España.
No es poca la demanda para una muchacha de apenas dieciocho años, por mucho que, para bien de la Corona y, sobre todo, de España, ya haya demostrado un sentido de la responsabilidad y un compromiso con la alta función que le aguarda -llena de sacrificio y entrega, donde otros solo ven privilegios- verdaderamente sobresaliente para una persona de su generación y edad. Los rasgos que estamos viendo en ella permiten mirar al futuro con optimismo y tranquilidad.